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Hágalo disparar
Sólo las pisadas de las mulas sobre la pedregosa
- *huella”, turbaban la calma de aquella noche en
el vasto campo silencioso. Delante, el preso, liga-
das las piernas de estribo 4 estribo bajo el vientre
de la bestia; detrás, custodiándolo, con la carabina,
“terciada 4 la espalda y ancho sable al costado, el
sargento Pérez. Ambos mudos, pensativos, obser-
vándose mutuamente de reojo. Y las mulas marcha-
ban, marchaban por el sendero inacabable que se
estiraba al frente, retorciéndose entre la sombra.
Pérez meditaba. Su preso inquietábalo un poco;
encontraba extraño el terco silencio en que éste
se -obstinaba desde que rejaron el pueblo. ¿Sería
que iba 4 intentar fugarse? ¡Bah! con ello no con-
seguiría sino facilitarie 4 él, el sargento, su asun-
to, que por lo demás érale bien sencillo y conocido.
Este que ahora llevaba, debía ser más ó menos el
uécimo. Cuando D. Javier, el subdelegado del De-
partamento, le ordenaba que condujese á la capital
un. pobre diablo de aquellos, .y agregaba privada-
mente esta: instrucción:— En el camino, hágalo
disparar”, ya él sabía lo demás. A lo largo de esta
misma “huella”, las mulas marchaban... marcha-
ban como ahora. Y luego állá, del otro lado del río,
entre los enmarañados cañaverales de la orilla
opuesta, bruscamente, sin darle tiempo de encomen-
darse al demonio ¡pum! un balazo inesperado, y le
portía el alma. Después regresaba al pueblo lle-
vando de tiro la mula del “finado”. Y cuadrado
respetuosamente ante. D. Javter, el subdelegado,
con la mano en el kepí y la expresión seria y al-
tiva del hombre que acaba de cumplir un severo
deber, dábale el parte:
Señor, el preso se me quiso disparar, y tuve
que tirarle...
¡Vamos! habría que terminar pronto con éste:
sin saber por qué preocupábalo deveras el torvo
gesto de aquella cara huraña é impasible...
Desgranaba “la helada” sus copos sútiles; 4 la
luz de las estrellas temblorosas entrevefiase la lla-
nura tapizada de blanquecina alfombra. Y callados,
sombríos cual melancólicas visiones de leyenda,
los dos hombres cruzaban la travesía desfilando
Jentamente en el sendero.
U
* * *
Encauzadas aquí entre altas barrancas, dividi-
Aas allá en brazos caudalosos de hondo lecho, atro-
pellándose siempre en impetuosa correntada, Tro-
daban por el declive de la plamicie las aguas del
turbulento río. Con tal de no perder el vado, su
paso era posible aunque peligroso, y 4 pesar de
las historias que hablaban de viajeros arrebatados
por las ondas, los jinetes preferían aquel riesgo
de cincuenta metros, al rodeo de una legua que
podía evitarlo. j
Paso á paso, tanteando sigilosamente el fondo
desigual y escurridizo, las mulas que conducían á
Pérez y 4 su preso, internábanse en el agua. Se
habían puesto 4 la par, Y sumergidas hasta el en-
cuentro, pausadas, recelosas, oblicuando el camino
para contrarrestar el empuje de la corriente, lle-
garon al punto medio torrentoso y profundo. El
sargento, abandonando los estribos para no mojar-
se, doblaba hacia atrás sus piernas, recogiéndolas
sobre la grupa del animal; el preso, cuyas ligadu-
ras le impedían imitarlo, dejaba colgar las suyas,
aguantando mucho el tormento de aquel baño hela-
do en sus miembros entorpecidos por el frío y el
calambre.
De pronto, cuando las mulas luchaban valerosa-
mente en el sitio mismo de más riesgo, el preso
abandonó las riendas de su cabalgadura. Rozándolo
casi, mal tendido sobre la silla en la posición inse-
gura en que lo dejaban sus piernas recogidas, el
sargento avanzaba al lado, atento sólo 4 guiar.
Rápido como la traición, el preso apoyó ambas ma-
nos en el hombro del descuidado sargento y de un
violento empujón lo precipitó en el río... Oyóse un
grito de angustia. Y el cuerpo desplomado, hizo
saltar del agua un estallido de salpicaduras frías,
ásperas como latigazos...
Al caer, Pérez había retenido entre sus maxos
las riendas que empuñaba. A ellas se asió con toda
la suprema angustia del que, á punto de ahogarse,
entrevé la salvación. La corriente hizo presa de
su cuerpo; las aguas desencadenaron impetus locos,
se arremolinaron furiosas, espumantes, cual si re-
roncentrasen su esfuerzo para arrancarlo y llevár-
selo. Pero el sargento se debatía, luchaba. La caida
sumergiólo un instante; resistió, sir embargo, y
consiguió sacar fuera la cabeza, gracias 4 las rien-
das de cuyo extremo se colgaba desesperadamente.
Redoblaban las aguas su embestida. Onda tras onda
disparadas en frenético turbión, sucedíanse inaca
bables, yendo á estrellarse contra su cara, cegán-
dolo, asfisiándolo, detonándole al oído con retum-
bantes explosiones. Se hubiera dicho que extraña-
das y coléricas ante la insólita resistencia que les
disputaba la presa á medio tragar, cambiaban de
táctica, y conscientes del desfallecimiento refle-
jado en aquellos ojos que se dilataban expresando
angustias de muerte, apresurábanse 4 ultimar ñ
la víctima aturdiéndola á golpes con formidables
descargas de su masa líquida...
Entre tanto, la mula sin jinete, combatida de
un lado por la corriente y tironeada del otro por
las sacudidas convulsivas del sargento, habíase
detenido en mitad del río. Cubierto casi por el
agua que le llegaba al pescuezo, levantaba enérgi-
camente la cabez=, esforzándose en no perder
terreno. La pobre. bestia comprendía el peligro:
sus turbios ojazos se fijaban despavoridos en aquel
cuerpo que se agitaba al extremo de las riendas,
atrayéndola hacia el sacrificio con obstinación im-
placable. Un momento luchó así manteniéndose in-
móvil, enclovada en el sitio. De sus distendidas
narices se escapaba ruidosa una respiración que
parecía una queja; las orejas enderezadas acu-
saban espanto y adivinábase la contracción de sus
miempros todos en un supremo esfuerzo... Fué
inútil. Onda tras onda, disparadas en frenético
turbión, sucedíanse inacabables, yendo 4 estrellar-
se contra su cuerpo; los tirones de las riendas se
hacían más y más violentos; flaqueábanle las fuer-
zas.
Y empezó á ceder; primero poco á poco, resis-
tieéndose aún; arañando con la pezuña las piedras
del fondo, cabeceando, temblando, quejándose...
Después cayó.
Y fué aquello un torbellino: la corriente envol-
vió los dos cuerpos—mula y hombre—triplicando
sus ímpetus; arremolinóse furiosa, espumante, los
tumbó, los arrastró, los devoró, y arrebatándolos
en su fuga 4 través del campo ensombrecido, jun-
tos los envolvió en el mismo helado sudario, y jun-
tos los sepultó entre remolinos... :
* * *
El preso había llegado 4 la orilla opuesta.
Y sombrío, silencioso, como melancólica visión
de leyenda, se alejó lentamente en el sendero.
Juan Pablo ECHAGUE.
— EE -
De la tierra
Para EL FOGÓN.
El rancho está de fiesta. Desde muy lejos
los paisanos trajeron su china en ancas,
y á lucir la mozada los gauchos viejos
han venido, insultando sus barbas blancas.
El motivo es el santo de Serafina,
la mayor de las hijas de Don Hilario,