Full text: 1.1911,11.Nov.=Nr. 3 (1911000103)

  
    
  
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Hágalo disparar 
Sólo las pisadas de las mulas sobre la pedregosa 
- *huella”, turbaban la calma de aquella noche en 
el vasto campo silencioso. Delante, el preso, liga- 
das las piernas de estribo 4 estribo bajo el vientre 
de la bestia; detrás, custodiándolo, con la carabina, 
“terciada 4 la espalda y ancho sable al costado, el 
sargento Pérez. Ambos mudos, pensativos, obser- 
vándose mutuamente de reojo. Y las mulas marcha- 
ban, marchaban por el sendero inacabable que se 
estiraba al frente, retorciéndose entre la sombra. 
Pérez meditaba. Su preso inquietábalo un poco; 
encontraba extraño el terco silencio en que éste 
se -obstinaba desde que rejaron el pueblo. ¿Sería 
que iba 4 intentar fugarse? ¡Bah! con ello no con- 
seguiría sino facilitarie 4 él, el sargento, su asun- 
to, que por lo demás érale bien sencillo y conocido. 
Este que ahora llevaba, debía ser más ó menos el 
uécimo. Cuando D. Javier, el subdelegado del De- 
partamento, le ordenaba que condujese á la capital 
un. pobre diablo de aquellos, .y agregaba privada- 
mente esta: instrucción:— En el camino, hágalo 
disparar”, ya él sabía lo demás. A lo largo de esta 
misma “huella”, las mulas marchaban... marcha- 
ban como ahora. Y luego állá, del otro lado del río, 
entre los enmarañados cañaverales de la orilla 
opuesta, bruscamente, sin darle tiempo de encomen- 
darse al demonio ¡pum! un balazo inesperado, y le 
portía el alma. Después regresaba al pueblo lle- 
vando de tiro la mula del “finado”. Y cuadrado 
respetuosamente ante. D. Javter, el subdelegado, 
con la mano en el kepí y la expresión seria y al- 
tiva del hombre que acaba de cumplir un severo 
deber, dábale el parte: 
Señor, el preso se me quiso disparar, y tuve 
que tirarle... 
¡Vamos! habría que terminar pronto con éste: 
sin saber por qué preocupábalo deveras el torvo 
gesto de aquella cara huraña é impasible... 
Desgranaba “la helada” sus copos sútiles; 4 la 
luz de las estrellas temblorosas entrevefiase la lla- 
nura tapizada de blanquecina alfombra. Y callados, 
sombríos cual melancólicas visiones de leyenda, 
los dos hombres cruzaban la travesía desfilando 
Jentamente en el sendero. 
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* * * 
Encauzadas aquí entre altas barrancas, dividi- 
Aas allá en brazos caudalosos de hondo lecho, atro- 
pellándose siempre en impetuosa correntada, Tro- 
daban por el declive de la plamicie las aguas del 
turbulento río. Con tal de no perder el vado, su 
paso era posible aunque peligroso, y 4 pesar de 
las historias que hablaban de viajeros arrebatados 
por las ondas, los jinetes preferían aquel riesgo 
de cincuenta metros, al rodeo de una legua que 
podía evitarlo. j 
Paso á paso, tanteando sigilosamente el fondo 
desigual y escurridizo, las mulas que conducían á 
Pérez y 4 su preso, internábanse en el agua. Se 
habían puesto 4 la par, Y sumergidas hasta el en- 
cuentro, pausadas, recelosas, oblicuando el camino 
para contrarrestar el empuje de la corriente, lle- 
garon al punto medio torrentoso y profundo. El 
sargento, abandonando los estribos para no mojar- 
se, doblaba hacia atrás sus piernas, recogiéndolas 
sobre la grupa del animal; el preso, cuyas ligadu- 
ras le impedían imitarlo, dejaba colgar las suyas, 
aguantando mucho el tormento de aquel baño hela- 
do en sus miembros entorpecidos por el frío y el 
calambre. 
De pronto, cuando las mulas luchaban valerosa- 
mente en el sitio mismo de más riesgo, el preso 
abandonó las riendas de su cabalgadura. Rozándolo 
casi, mal tendido sobre la silla en la posición inse- 
gura en que lo dejaban sus piernas recogidas, el 
sargento avanzaba al lado, atento sólo 4 guiar. 
Rápido como la traición, el preso apoyó ambas ma- 
nos en el hombro del descuidado sargento y de un 
violento empujón lo precipitó en el río... Oyóse un 
grito de angustia. Y el cuerpo desplomado, hizo 
saltar del agua un estallido de salpicaduras frías, 
ásperas como latigazos... 
Al caer, Pérez había retenido entre sus maxos 
las riendas que empuñaba. A ellas se asió con toda 
la suprema angustia del que, á punto de ahogarse, 
entrevé la salvación. La corriente hizo presa de 
su cuerpo; las aguas desencadenaron impetus locos, 
se arremolinaron furiosas, espumantes, cual si re- 
roncentrasen su esfuerzo para arrancarlo y llevár- 
selo. Pero el sargento se debatía, luchaba. La caida 
sumergiólo un instante; resistió, sir embargo, y 
consiguió sacar fuera la cabeza, gracias 4 las rien- 
das de cuyo extremo se colgaba desesperadamente. 
Redoblaban las aguas su embestida. Onda tras onda 
disparadas en frenético turbión, sucedíanse inaca 
bables, yendo á estrellarse contra su cara, cegán- 
dolo, asfisiándolo, detonándole al oído con retum- 
bantes explosiones. Se hubiera dicho que extraña- 
das y coléricas ante la insólita resistencia que les 
disputaba la presa á medio tragar, cambiaban de 
táctica, y conscientes del desfallecimiento refle- 
jado en aquellos ojos que se dilataban expresando 
angustias de muerte, apresurábanse 4 ultimar ñ 
la víctima aturdiéndola á golpes con formidables 
descargas de su masa líquida... 
Entre tanto, la mula sin jinete, combatida de 
un lado por la corriente y tironeada del otro por 
las sacudidas convulsivas del sargento, habíase 
detenido en mitad del río. Cubierto casi por el 
agua que le llegaba al pescuezo, levantaba enérgi- 
camente la cabez=, esforzándose en no perder 
terreno. La pobre. bestia comprendía el peligro: 
sus turbios ojazos se fijaban despavoridos en aquel 
cuerpo que se agitaba al extremo de las riendas, 
atrayéndola hacia el sacrificio con obstinación im- 
placable. Un momento luchó así manteniéndose in- 
móvil, enclovada en el sitio. De sus distendidas 
narices se escapaba ruidosa una respiración que 
parecía una queja; las orejas enderezadas acu- 
saban espanto y adivinábase la contracción de sus 
miempros todos en un supremo esfuerzo... Fué 
inútil. Onda tras onda, disparadas en frenético 
turbión, sucedíanse inacabables, yendo 4 estrellar- 
se contra su cuerpo; los tirones de las riendas se 
hacían más y más violentos; flaqueábanle las fuer- 
zas. 
Y empezó á ceder; primero poco á poco, resis- 
tieéndose aún; arañando con la pezuña las piedras 
del fondo, cabeceando, temblando, quejándose... 
Después cayó. 
Y fué aquello un torbellino: la corriente envol- 
vió los dos cuerpos—mula y hombre—triplicando 
sus ímpetus; arremolinóse furiosa, espumante, los 
tumbó, los arrastró, los devoró, y arrebatándolos 
en su fuga 4 través del campo ensombrecido, jun- 
tos los envolvió en el mismo helado sudario, y jun- 
tos los sepultó entre remolinos... : 
* * * 
El preso había llegado 4 la orilla opuesta. 
Y sombrío, silencioso, como melancólica visión 
de leyenda, se alejó lentamente en el sendero. 
Juan Pablo ECHAGUE. 
— EE - 
De la tierra 
Para EL FOGÓN. 
El rancho está de fiesta. Desde muy lejos 
los paisanos trajeron su china en ancas, 
y á lucir la mozada los gauchos viejos 
han venido, insultando sus barbas blancas. 
El motivo es el santo de Serafina, 
la mayor de las hijas de Don Hilario, 
  
  
 
	        
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