EA
—N la ciudad norteame-
L ricana de Reno (esta-
a 4 do de Nevada), lla-
mada el paraíso del di-
vorcio, ha realizado una
interesante encuesta la pe-
riodista señorita Dorothy
Ward, que ha sido publica-
da en una revista de Los An-
geles. Miss Ward permane-
ció durante un mes en el hotel más frecuen-
tado de la pintoresca Divorciópolis, por don-
de desfilan continuamente damas y caba-
lleros que no han sido muy felices en su
matrimonio.
Lo que más sorprendió a la inquieta pe-
riodista fué la frivolidad de casi todas las
señoras — muy jóvenes en su mayor parte —
que acudían al complaciente tribunal para
obtener su divorcio. Algunas, con poco -más
de veinte años, se habían divorciado ya
cuatro o cinco veces. Varias — las menos —
tenían hijos de diversos matrimonios. Mu-
chas le confesaron que no habían sentido
el amor nunca.
— ¿Y por qué se casó usted tantas veces?
-— les preguntó ingenuamente mis Ward.
Tan lógica pregunta les hacía abrir los
ojos con extrañeza a las jóvenes divorcis-
tas, que terminaban con un mohín desde-
ñoso, como diciendo: “¡Qué tendrá que ver
el amor con el matrimonin'”
Señora: cpor qué ha perdido
usted el amor de su esposo?
Por HELENA TORRES LUCENA
Por las confidencias de Ruth
deduzco que los exagerados
celos de ésta hacían la vida
imposible a su marido. Ella
me asegura: que su esposo
flirteaba con todas sus ami-
gas; que en la calle se le iban
los ojos detrás de todas las
mujeres bonitas que pasaban.
“¡Es un hombre peligroso !—
xclama. — No podía dejarlo solo un momen-
to... ¡Cuánto me ha hecho sufrir!
Ruth es, como veis, el tipo clásico de la ce-
osa, tanto más insufrible cuanto más enamo-
rada. Y esto es lo triste, lo paradójico: que
los seres que se aman de verdad, que podían
ser muy felices, tengan que separarse, tal vez
sorque uno de ellos — en este caso la celosa
Ruth — quiere demasiado.
Yo amé mucho a mi esposo!...—sus-
pira Virginia H. — Tal vez lo sigo queriendo
"odavía...
— ¿Y por qué se divorcia usted, señora?
— Porque él no me ama ya. Y yo no quiero
er un obstáculo en su vida. Sospecho que mi
:Sposo está enamorado de otra mujer. Y lo
Jue más me entristece es que acaso yo tenga
a culpa. Le confieso que tuve un noviazgo
tasionado y una luna de miel muy feliz. Sin
:mbargo, nuestros caracteres son muy distin-
os. El tiene un temperamento regocijado y
urlón. Yo sólo sé hablar y pensar serlamen-
e y decir lo que siento. No podía comprender
:ntonces que un hombre se burlara de las co-
as que más ama. Siempre tenía una frase
husca o una alusión graciosa para mis cabe-
los rojos, para mis labios demasiado gruesos,
ara Mis ojos verdes, para mi naricilla res-
xingona. Yo no entendía cómo para darme un
eso apasionado necesitaba decirme que era
nás fea y pecosa que Clara Bow, actriz a
juien yo admiro. Di en pensar que mi esposo
— después de la luna de miel — había comen-
"ado a notar en mí los defectos que antes no
1abía visto. Me puse triste, cavilosa, y adquirí
in humor sombrío. Como yo no sé burlarme,
e devolvía sus bromas con frases ásperas.
Todo me irritaba. Veía una doble intención en
odas las palabras y actos de mi esposo. Yo
abía que mi esposo había tenido antes una
1ovia, Patricia G., cuyo tipo y carácter son
liametralmente opuestos a los míos. ¡Ella sí
jue sabe contestar a las burlas y seguir las
»romas! Patricia acaba de divorciarse... No
ne extrañaría que ahora se uniera en matri-
nonio a mi esposo y le diera la felicidad que
onmMiro NO ha tenido...
Yo debo mi desdicha matrimonial —
1segura Ernestina P. — al mal consejo de una
miga y a mi propio temperamento inquieto
7 novelero. Cuando creí advertir en mi espo-
0 — al que amaba locamente — ciertos in-
licios de cansancio, de hastío e indiferencia,
onsulté el caso con mi amiga Anita, la que
rozaba de una perpetua luna de miel, desde
1acía diez años, no sé por qué artes mágicas.
7 ella me explicó su método. “El amor del
vombre — me dijo — es como cualquier cetro
ipetito. Cuando está saciado, harto, ya todo
e hastía. Puedes presentarle los más delica-
los manjares del sentimiento, los más finos
¡cores del querer... y el esposo los recha-
:ará con fastidio. Te contaré una anécdota.
dabía un gran señor que amaba sobre todas
as cosas que poseía a sus hermosos lebreles
ie caza. Los mimaba y los cuidaba con más
:sMero y diligencia que a su propia persona.
Tenía para su servicio un veterinario que Vi
rilaba atentamente la salud de los perros Y
su régimen alimenticio, varios cuidadores eX-
>ertos que los limpiaban y paseaban... y hasta
elaban su sueño. Pero los hermosos lebreles
omenzaron a entristecerse y adolecieron de
mn extraño mal que ni el veterinario Ni Jos
uidadores sabían curar. Se apartaban con
1«co de los más ricos manjares y golosinas, Y-
1bandonando las mullidas alfomkras en que
lormían, recorrían los patios desiertos,
¡ullando a la luna. Los perros se morían a
(Continúa en la página 15)
Y
Sn embargo, entre aquel tropel
de damas alegres para las que no tienen nin-
guna importancia las cosas más serias de
la vida, había algunas que acudían al di-
vorcio después de haber amado mucho. Casi
todas éstas habían sido también muy amaá-
das por sus esposos. Empero, por las circuns-
tancias y motivos más diversos, la felicidad
conyugal de que gozaban había naufragado
en la indiferencia y el odio, hasta hacer ne-
cesaria la separación definitiva. Juzgando
que estos casos de divorcio podrían servir
de provechosa lección a muchas mujeres,
miss Ward realizó su interesante encuesta,
dedicándola a las novias y a las recién ca-
sadas.
— Señora: ¿por qué ha perdido usted
el amor de su esposo? — fué la pregunta
que hizo la espiritual cronista.
A continuación transcribiré algunas res-
¡uestas-
La joven de veinticinco años, Ruth
F., confiesa que su mayor defecto son los ce-
os. En su demanda de divorcio acusa a su es-
so de malos tratos y abandono del hogar