. Arto Digentino
veces, las circunstancias se encadenan de tal
manera, que no solamente no le permiten a
uno enterarse de lo que lee el vecino —o la
vecina, — sino que los nervios y el capricho
insatisfecho proporcionan un leve como gra-
tuito disgusto,
He aquí un hecho: días pasados, sintién-
dome alegre, optimista, subo a un tranvía.
(Advierto que para subir a un tranvía se ne-
cesitan las dos condiciones anotadas.) Dispo-
niame a descender en Callao y Santa Fe;
observo los asientos, y, rápidamente, sin pen-
sarlo dos veces, elijo el mío. Llevado de mi
costumbre vergonzosa, ubiqué mi persona jun-
to a la de un señor que leía un libro pequeño,
como de bolsillo. Inmediatamente la curiosi-
dad de saber a quién pertenecía ese libro em-
pezó a jugar conmigo. Comencé, como lo hago
siempre en estos casos, a mirar con el rabillo
del ojo, de la manera más disimulada y per-
fecta, que consiste en no mover la cabeza y
mantenerla erguida, hacia el frente. Anoto
el primer error. No alcanzo a leer absoluta-
mente nada. Insisto. De improviso, me hiere
el temor de que las pupilas puedan quedarme
desviadas por el esfuerzo, y me muevo en el
asiento en dirección hacia el desconocido lec-
tor. Pero... ¡oh, dioses !, él también se mueve,
y de nuevo quedan las páginas del libro fuera
de mi alcance visual. ¿Era aquello una pro-|
vocación? ¿Casualidad, simplemente? Espe-'
raría pacientemente los acontecimientos...
Sólo que yo iba acercándome al final de mi:
viaje. Apenas unas cuadras, pero, de pronto,”
tomo una resolución heroica: alargar mi re-'
corrido. Iría hasta Santa Fe y Pueyrredón.
Me dedico entonces a observar a mi “enemi-
go”. Era éste un hombre vestido de negro.'
Usaba anteojos de carey, de gruesos cristales,
sombrero de alas estrechas, y todo él estre-
cho, mezquino: Lo aborrecía. Lo odiaba. De
serme posible, le habría arrebatado el libro
pequeño de las manos, y en cuanto a él...,a
él lo hubiese arrojado por la ventanilla sin
ningún remordimiento, porque aquel hombre-
sito vestido de neero estaba haciéndome su-
Fr es SU E rd <Ev.
a sentido WstO:
lector, alguna vez
fupulso más acudo
Jo
S una costumbre antigua en mí, Lo re-
conozco lealmente. Es más, declaro pú-
blicamente que es una mala costumbre,
yo mismo me avergiienzo de ella, he
luchado por quitármela, y confieso mi rotun-
do fracaso. El hecho es que, frente a una per-
sona que lee un libro, en la calle, en el tranvía,
en un negocio, en cualquier parte, se apodera
de mí una curiosidad inquietante, invencible,
grande, sin límites, por enterarme a qué autor
pertenece, de qué trata, cuándo ha sido pu-
blicado y por quién; es decir, hojearlo, des-
menuzarlo, y luego devolvérselo a su dueño
con una frase amable y una sonrisa, para
continuar nuestro camino. Soy el primero en
ieclarar que esta curiosidad tiene sus incon-
venientes, sus molestias, sus pequeñas peripe-
cias, porque aún no hemos progresado lo su-
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“iciente como para detener en la calle a un
listraído transeúnte y entablar con él un diá.
ago Más 0 menos parecido a éste:
— ¡Señor!...
— ¿Caballero?...
— Usted disculpe... Ese libro que lleva
ajo el brazo me obsesiona... Presiento que
:1 recuerdo de él esta noche me impedirá con-
>iliar el sueño... Si usted fuese tan amable
jue me permitiese observarlo... Un segun-
lo nada más... Es una curiosidad superior
: mis fuerzas...
— ¡Oh, señor! Con mucho gusto... Sírvase...
Pero. .., no soñemos. Volvamos a la reali-
lad. A la realidad fría y desconcertante de las
-osas. Aún no hemos progresado lo bastante.
Algún día, tal vez. Por el momento, los que
sentimos esa curiosidad debemos satisfacerla
:on los medios que están a nuestro alcance.
sto es, por lo menos, lo práctico. Yo, por
>jemplo, me conformo con leer los títulos, los
1úmeros de las páginas, de las personas que
een libros en los trenes, tranvías, ómnibus y
lemás medios de locomoción... Sólo que. a
. Que el que se experimes:
al desear conecer el títuh
del libro que va leyon:id:
»..:CSiTO COMPBEÑero de asien
0 en el Traxnría”
frir atrozmente. De improviso, la casualidad
viene en mi ayuda. Sube un inspector (o sea
a desconfianza de la compañía hecha perso-
na) y nos solicita el boleto. Mi “enemigo” y
yo nos movemos. Luego, el inspector pasa. Yo
iprovecho ese instante para irme casi encima
le él, enfermo, neurasténico por la curiosi-
dad, y en aquel instante, el sinvergienza, el
analla, el miserable. hace desaparecer el libra