Full text: 25.1935,5.Jun.=Nr. 1272 (1935127200)

. Arto Digentino 
veces, las circunstancias se encadenan de tal 
manera, que no solamente no le permiten a 
uno enterarse de lo que lee el vecino —o la 
vecina, — sino que los nervios y el capricho 
insatisfecho proporcionan un leve como gra- 
tuito disgusto, 
He aquí un hecho: días pasados, sintién- 
dome alegre, optimista, subo a un tranvía. 
(Advierto que para subir a un tranvía se ne- 
cesitan las dos condiciones anotadas.) Dispo- 
niame a descender en Callao y Santa Fe; 
observo los asientos, y, rápidamente, sin pen- 
sarlo dos veces, elijo el mío. Llevado de mi 
costumbre vergonzosa, ubiqué mi persona jun- 
to a la de un señor que leía un libro pequeño, 
como de bolsillo. Inmediatamente la curiosi- 
dad de saber a quién pertenecía ese libro em- 
pezó a jugar conmigo. Comencé, como lo hago 
siempre en estos casos, a mirar con el rabillo 
del ojo, de la manera más disimulada y per- 
fecta, que consiste en no mover la cabeza y 
mantenerla erguida, hacia el frente. Anoto 
el primer error. No alcanzo a leer absoluta- 
mente nada. Insisto. De improviso, me hiere 
el temor de que las pupilas puedan quedarme 
desviadas por el esfuerzo, y me muevo en el 
asiento en dirección hacia el desconocido lec- 
tor. Pero... ¡oh, dioses !, él también se mueve, 
y de nuevo quedan las páginas del libro fuera 
de mi alcance visual. ¿Era aquello una pro-| 
vocación? ¿Casualidad, simplemente? Espe-' 
raría pacientemente los acontecimientos... 
Sólo que yo iba acercándome al final de mi: 
viaje. Apenas unas cuadras, pero, de pronto,” 
tomo una resolución heroica: alargar mi re-' 
corrido. Iría hasta Santa Fe y Pueyrredón. 
Me dedico entonces a observar a mi “enemi- 
go”. Era éste un hombre vestido de negro.' 
Usaba anteojos de carey, de gruesos cristales, 
sombrero de alas estrechas, y todo él estre- 
cho, mezquino: Lo aborrecía. Lo odiaba. De 
serme posible, le habría arrebatado el libro 
pequeño de las manos, y en cuanto a él...,a 
él lo hubiese arrojado por la ventanilla sin 
ningún remordimiento, porque aquel hombre- 
sito vestido de neero estaba haciéndome su- 
Fr es SU E rd <Ev. 
a sentido WstO: 
lector, alguna vez 
fupulso más acudo 
Jo 
S una costumbre antigua en mí, Lo re- 
conozco lealmente. Es más, declaro pú- 
blicamente que es una mala costumbre, 
yo mismo me avergiienzo de ella, he 
luchado por quitármela, y confieso mi rotun- 
do fracaso. El hecho es que, frente a una per- 
sona que lee un libro, en la calle, en el tranvía, 
en un negocio, en cualquier parte, se apodera 
de mí una curiosidad inquietante, invencible, 
grande, sin límites, por enterarme a qué autor 
pertenece, de qué trata, cuándo ha sido pu- 
blicado y por quién; es decir, hojearlo, des- 
menuzarlo, y luego devolvérselo a su dueño 
con una frase amable y una sonrisa, para 
continuar nuestro camino. Soy el primero en 
ieclarar que esta curiosidad tiene sus incon- 
venientes, sus molestias, sus pequeñas peripe- 
cias, porque aún no hemos progresado lo su- 
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“iciente como para detener en la calle a un 
listraído transeúnte y entablar con él un diá. 
ago Más 0 menos parecido a éste: 
— ¡Señor!... 
— ¿Caballero?... 
— Usted disculpe... Ese libro que lleva 
ajo el brazo me obsesiona... Presiento que 
:1 recuerdo de él esta noche me impedirá con- 
>iliar el sueño... Si usted fuese tan amable 
jue me permitiese observarlo... Un segun- 
lo nada más... Es una curiosidad superior 
: mis fuerzas... 
— ¡Oh, señor! Con mucho gusto... Sírvase... 
Pero. .., no soñemos. Volvamos a la reali- 
lad. A la realidad fría y desconcertante de las 
-osas. Aún no hemos progresado lo bastante. 
Algún día, tal vez. Por el momento, los que 
sentimos esa curiosidad debemos satisfacerla 
:on los medios que están a nuestro alcance. 
sto es, por lo menos, lo práctico. Yo, por 
>jemplo, me conformo con leer los títulos, los 
1úmeros de las páginas, de las personas que 
een libros en los trenes, tranvías, ómnibus y 
lemás medios de locomoción... Sólo que. a 
. Que el que se experimes: 
al desear conecer el títuh 
del libro que va leyon:id: 
»..:CSiTO COMPBEÑero de asien 
0 en el Traxnría” 
frir atrozmente. De improviso, la casualidad 
viene en mi ayuda. Sube un inspector (o sea 
a desconfianza de la compañía hecha perso- 
na) y nos solicita el boleto. Mi “enemigo” y 
yo nos movemos. Luego, el inspector pasa. Yo 
iprovecho ese instante para irme casi encima 
le él, enfermo, neurasténico por la curiosi- 
dad, y en aquel instante, el sinvergienza, el 
analla, el miserable. hace desaparecer el libra
	        
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