'7 de Noviembre de 1937
Un secuestro bajo la lluvia (Continuación de la página 11 ) |
odía encontrar dinamismo en seme-
antes momentos,
En el momento en que salíamos tro-
ezamos con otro hombre que había es-
uchado una parte del diálogo, y que
e presentó diciendo:
— Soy Cooley, del Departamento de
'usticia, — Me pareció un hombre
¡gradable, y le dije: -
— ¿Podría hablar un momento con
1isted?
¡semejante tiempo. Seguía cayendo una
topiosa lluvia. Subí a mi habitación,
nuy preocupado. Nunca me había in-
"eresado por las criaturas, pero Jinny
xa particularmente encantadora... y
TA la hija de Julia, la mujer que iba a
ser Mi esposa. En medio de mis pen-
:samientos, sonó la campanilla del telé-
'ono, Mis primeras palabras no obtu-
rieron respuesta, pero, después de un
úomento, una voz preguntó:
— ¿Hablo con Johnny Gallegher, de
Nueva York? — Me hizo el efecto de
que la persona que hablaba tapaba la
ocina con un pañuelo, Le contesté que
ú, y continuó: — Dígale a su amiga
que no le pasará nada a la niña si esta
noche a las once usted nos entrega
incuenta mil dólares, De lo contra-
0...
Dominé mis nervios para contestar:
— ¿No pueden alargar el plazo? No
sé si podrá conseguir ese dinero tan
pronto...
— No podemos esperar. Si quiere a
la niña, prepárese para las once, con
:] dinero. Hablaremos por teléfono.
Cortaron la comunicación, y yo me
senté, automáticamente. Pero inmedia-
tamente me levanté, me puse el sobre-
todo y salí corriendo, Mi auto me llevó
2n diez minutos a la casa de Julia, y
:uando entré, hallé a los dos individuos
jue “me miraron: de una manera que
ne hizo comprender que debía cuidar
ni conducta.
— Vine a ver como sigue la señora
Jardner. ¿Está durmiendo?
Me respondió con una especie de
rruñido, mirándome siempre como si
70 hubiera sido Dillinger. Cuando vió
que subía la escalera, me detuvo:
— ¿Cuál es la novedad?
— ¡Oh, ninguna! Pero tengo que su-
tir a ver cómo está la señora...
— Le digo que está durmiendo...
En ese momento vi en lo alto de
a escalera a Julia, cubierta por un
salto de cama, y subí antes de que el
volicía pudiera detenerme,
— Tengo que hablar contigo, queri-
la. — Entramos en la habitación sin
que el jugador de fútbol nos dijera
1ada. Cerré la puerta, diciéndole a Ju-
ia: — Estoy en contacto con ellos...
Juieren cincuenta mil dólares... esta
noche.
— No tengo ese dinero en casa,
fohnny. :
— No es necesario. No vamos a dár-
elo, sino a engañarlos recobrando a
a nena.
— Johnny: no puedo correr el ries-
zo de que le hagan algo a Jinny si no
es damos ese dinero... Es imposible.
Entonces tomé el teléfono y llamé al
residente del banco de Julia. Cuando
:onseguí comunicarme con él, perdí al-
zún tiempo en explicaciones, hasta que
me dijo que quería vernos en seguida.
.e respondí que llegaríamos antes de
reinte minutos, y le advertí a Julia que
lebía vestirse inmediatamente, Salí al
restíbulo, y me encontré con el jugador
de fútbol que había estado escuchando.
—— ¿Cuál es el resto de la historia?
—me preguntó — Usted parece estar
nuy dien enterado...
Empecé a explicarle lo que él ya
nabía escuchado, cuando apareció Ju-
ia, preparada para salir. El jugador
le fútbol se dirigió a ella:
— Señora Gardner: su amigo Galle-
zher dice que ha tenido una comunica-
sión telefónica... — Julia lo interrum-
ió:
— Esto es asunto mío, Creo que este
»s el mejor camino para conseguir a
ni nena, y voy a entregar ese dinero.
Y ahora: ¡déjeme salir! .
Nunca la había oído hablar con aque-
la voz decidida, Solamente una madre
SIGNO DE LOS TIEMPOS
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— ¿Por qué esa mujer se ha lan-
zado en el paracaídas,
—- Es la cocinera, Ha terminado
le servir la cena y se Vuelve a su
Casa.
Lo llevé al saloncito, y le conté todo.
uego nos acompañó hasta el auto,
Ilí se detuvo. — Yo no iré con uste-
es. Nos pueden estar vigilando, Bien,
sallegher... Haga la prueba... y que
dos lo proteja, Buena suerte.
Un rato después, Julia y yo llegáa-
108 adonde nos esperaba el banquero,
ue se precipitó al encuentro de mi no-
la,
— Señora Gardner: estoy horrible.
ente apenado con lo que sucede...
— ¿Consiguió el dinero? — le pre-
unté ansiosamente. 5
— Sí; afortunadamente, un amigo
dí0 guarda siempre grandes cantida-
es en la caja de seguridad de su ca-
a. Fuí a buscarlo allí... Naturalmen.
2, los bancos ya habían cerrado. Tiene
ue firmar aquí, señora. Esto es alta-
wente irregular, claro está, pero...
Julia firmó y salimos rápidamente.
in el momento de separarnos, me re-
mmendó: -
— Ten cuidado, Johnny... — Pero
2 Única seguridad que yo tenía era
ai revólver en el bolsillo,
Cuando llegué al hotel, faltaba un
uarto de hora para las once. Tomé el
inero, sacándolo de la cartera, y lue-
'0 tomé varios trozos de papel de dia-
io, y los envolví cuidadosamente, tra-
ando de hacer los nudos lo más ajus-
ados posible, A las once en punto sonó
1 teléfono, y escuche la misma voz de
nas horas antes, diciéndome:
—¿Tiene usted el dinero? -
— Lo tengo. ¿Qué debo hacer ahora?
— Suba a su auto y vaya hasta el
ulevard Whittier, parándose frente al
Júmero treinta, con la ventanilla
bierta.
Tomé mi abrigo y puse la cartera
on el dinero sobre el escritorio, con
in trocito de papel en el que había
scrito el nombre de Julia.
Seguía lloviendo con una llovizna li-
;era pero persistente. Coloqué el pa-
uete en la parte de atrás del coche,
lebajo del apoyo para los pies. atado
te manera que no se viera la cuerda.
Ze dirigí hacia el bulevard y esperé
2 el lugar convenido, hasta que vi
egar un auto. Puse mis manos sobre
a dirección, de manera que los dos
tombres del auto pudieran verlas, Uno
'e ellos se acercó, preguntando:
— ¿Dónde está?
— Atrás — le contesté sin mover
nis manos, El otro individuo estaba
sperando junto al guardabarro delan-
ero, mientras su compañero trataba
1e sacar el paquete. Noté que estaba
1ervioso, lo que favorecía mis cálculos.
— Voy a alcanzárselo — le dije, ha-
iendo girar la puerta abierta del au-
0, que me sirvió para ocultar mi mano
lel individuo más alto, el que me vigi-
aba, pudiendo tomar mi revólver y
lisparar dos veces. Salté del auto y vi
jue el otro coche desaparecía, mien-
Tas el herido permanecía tendido en
1 suelo. Había tenido buen cuidado de
10 matarlo, Miré a mi alrededor, pero
odo era silencio, lo que parecía extra-
wdinario, después de instantes tan
Iramáticos,
. Me acerqué al caído y lo sacudí,
¡briendo los ojos.
—— ¿Dónde está la niña? -— le inte-
Togué, pero hasta que no volví a sa-
:udirlo no- contestó:
— No sé de qué me está hablando.
JJléveme al hospital; tengo una bala
lentro...
— ¿Dónde está? — insistí, sacudién-
lolo rudamente, — Si le han hecho al-
ro, Voy a matarlo inmediatamente...
— Bien. Voy a hablar... —respon-
lió. Me dijo adonde tenía que ir, y lo
'oloqué como pude dentro de mi auto,
»oniéndolo en marcha. Llegamos a un
arrio solitario y a una casa que pa-
'ecía desierta. La puerta estaba abier-
a y entré con el revólver en la mano,
Uli estaba Jinny, atada en sus fra-
adas, y con un pañuelo que tapaba su
oquita. Sus grandes ojos azules esta-
"an muy abiertos, y en su carita se
reía la señal de las lágrimas. Me pre-
“pité tomándola en mis brazos.
— Ya está todo arreglado, querida.
Tadie te hará daño... — Estaba muj
ervioso después de todo lo acontecido,
" mis lágrimas se unían a las de la
iña.
— Me alegro de verte — me respon-
106.— Estaba un-—poco asustada...
La llevé al auto y nos dirigimos rá-
idamente a la casa de Julia, La chi-
uilla me miró asombrada cuando notó
a presencia del individuo herido, en
1 fondo del coche. '
Lo primero que vi cuando entré en
a casa, con Jinny en mis brazos, fué
1 jugador de fútbol.
— Ya está todo arreglado — le dije.
. Y en el auto hay algo para usted...
Julia llegó corriendo, y cuando ter-
ninó de besar mil veces a su hijita,
se volvió hacia mí, diciéndome:
— ¡Oh, Johnny, no encuentro pala-
»ras...! ¿Qué ha sucedido? Supongo
que nada grave...
— No... -—contesté— No ha ocu-
tido nada... importante. -
Y, en realidad, estaba diciendo la
rerdad.
En un humilde barrio... |
(Continuación de la página 42)
rase destinada sólo para él mismo. Y
»r unos segundos nos quedamos un
co tristes, sacudidos por un mismo
olpe de nostalgia. !
Pero aquello pasó y seguimos char-
indo. Gritando él, presa ya del entu-
iasmo. Yo escuchándolo, sonriente,
adientras sus frases llenas de porte-
ismo detenían a veces el paso de la
ente. Y así seguimos, esforzándome yo
or hablar de él y esforzándose él por
ablar de la vatria. En un contranun-
A
o en el que Georges Rigaud salió ga-
1ando, porque no había forma de con-
enerlo. .
Sin embargo, quedé satisfecho. Había
»mceontrado -en este muchacho a un ar-
rentino de ley y había escuchado de
us labios tantas cosas lindas, que yo
supe quién era aun sin que él me lo
lijese. Al despedirnos me acompañó
1asta la puerta del estudio y me dió su
lirección particular. Quería que lo fue-
e a visitar “para hablar un poco de
a Argentina” y de paso “para tomar
mos mates”.
— Vea que esta invitación no es una
Mericanada — insistió, — Venga a
rerme... No me falle, che...
Se quedó en el estudio mientras diez
nanos femeninas le hacían pagar con
tiez autógrafos su audacia de llegar
asta la puerta. Y allí lo dejé, entre :as
ximeras mujeres que pidieron su fiv-
na y que dentro de un año se contarán
icaso por millones. Porque en Hol
ywood llegará muy alto este muchacho
porteño que nació en la calle Rivera.
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