19 de Diciembre de 1987
| Gigantes desolados
Confundido, el aviador mascullaba:
— Perdóname, pequeña. Es que esto
Jarece un cementerio, y es intolerable.
La estadística nos marca la muerte
con demasiada probabilidad, para que
an nuestros refugios también hayamos
de encontrarnos con nubes y tormentas.
Y como monologando en protesta
rontra el incontenible llanto de la jo-
ven, Salvetti prosiguió:
—jTristezas en ti! ¡Hondo drama
:n Carlos! ¿Adónde vamos a parar?
¡Toda la carrera de Carlos se va des-
moronando! ¡Descuidos y tropiezos a
rada rato! No sé cómo ya no se ha ro-
to la erisma. Y en lugar de vigilarlo,
Je animarlo, te tengo aquí desmayada
de dolor. ¡Emita, lucha, defiende a Car-
los!
— ¿Cómo, Leonardo? ¿Cómo? Si se
esconde... ¡Si me huye!
— ¡Pues búscalo, Ema! ¡Hay que
luchar! Sólo puedo decirte que su co-
razón está soportando huracanes terri-
bles.
Y cambiando bruscamente de tono al
ver un destello de alegría en los ojos
de Ema, Salvetti propuso, con un gesto
2n que el puño derecho cubierto con la
manopla golpeó sobre la palma iz-
quierda: ,
— ¿Luchamos, Emita?
— Luchemos, Nardo.
En esos días se estaba por inaugu-
rar la prolongación de la línea hasta la
“iudad de Buenos Aires.
Se pensó en los mejores pilotos para
el adiestramiento del personal en ese
nuevo tipo de aviones, y Salvetti, jefe
del mismo, propuso en primer término
a Carlos Frías. Este, presente en la
reunión de pilotos, quiso rehusarse. El
día, de tiempo pésimo, había sido elegi-
do de propósito para probar el vuelo a
smiegas. Dijo Carlos:
— No, Leonardo. ¡Por favor, reléva-
me ¡Estoy hecho una calamidad!
El veterano tomólo de un brazo y lo
sacó de la dirección. Lo llevó al han-
var y le hizo tomar asiento como su co-
piloto, en uno de aquellos nuevos apa-
ratos. Y una vez así, díjole: .
— Mirá, hermano, hoy más que nun-
»a necesito de tu colaboración.
Carlos sonrió tristemente:
— ¿Mi colaboración? ¡Si he perdido
todo mi puntaje! Soy el más torpe de
'os pilotos. Un día de estos, vos mis-
mo tendrás que firmar mi baja de la
"lota. Yo..., yo mismo presentaré la
renuncia, puesto que constituyo un pe-
ligro para la vida de los pasajeros.
— ¿Y de la tuya no te preocupas?
— ¿De la mía? ¡Ah, Leonardo! Cuan.
lo a bordo, en esos días sin tormentas,
yeo allá abajo el Atlántico desolado
y llega hasta mis oídos su rumor, me
Jarece que mi corazón se le asemeja.
Un gran piélago sin nada que lo sur-
que. Y esa melopea fantástica del
»céano es como la marcha angustio-
sa de mi corazón.
—¡Oh, déjate de pavadas, Carlos! —
dijo Salvetti, pudiendo apenas ocultar
3u emoción. Lo único sensato que has di-
ho, es que eren un gigante. Sí, eres
un gigante como el Atlántico. Ahora
jesolado como algunas veces lo está el
viejo océano, pero al fin y al cabo eres
siempre un gigante..., ¡un titán del
aire! Y ahora ya verás. ¡Fíjate en es-
ta maravilla!
Y al decir esto, Salvetti hizo deslizar
el avión, cuyo motor ya había estado
an marcha. Densos nubarrones tormen-
tosos cubrían los cielos. El admirable
aparato se metió en lo más terrible de
la borrasca. Poco después los dos hom-
nres volaban en plena obscuridad.
El goniómetro era la bitácora infa-
lible en aquella negrura. Frías seguía
ton avidez el manejo de su experto
iefe. Los avaratos daban una precisa
1
(Continuación de la página 16)
ANANCAAA ACA ACA DAA CADA AAA CCAA CANA EEE
o de expertos reunidos para seguir
as pruebas.
Pero apenas descendió del aparato,
Jarlos cayó nuevamente en esa triste-
a que le estaba royendo el corazón
lesde hacía tiempo. Miró hacia las
ficinas, allí, donde incomprensible-
nente él dejó un día de ir a deposita»
mn beso en la frente de Mita.
El veterano Salvetti, que lo observa-
a de soslayo, golpeándole el hombro
» animó:
— Anda, Carlos; has vuelto a ser
nestro halcón, pero falta algo'de los
iejos tiempos, Mira allí quién viene, —
7 el viejo piloto, muy prudentemente,
«e escabulló.
Ema se acercaba, linda y alegre co-
no antes, más que antes, Carlos, al ver-
a, dobló la cabeza confundido, simulan-
lo arreglarse una hebilla del equipo.
ima le había prometido a Salvetti lu-
har:
— ¡Hola, Carlos! — dijo con deci-
ión. — Has hecho un vuelo esplén-
lido. — Y añadió. — Hemos encontra-
lo a nuestro mejor camarada, Sólo
alta el beso para mí,
El bravo mozo levantó los ojos. En-
ontró la cara anhelante y leal de Ema,
y abriendo los brazos la estrechó fuer-
temente entre ellos, mientras escondía
su cabeza en el seno de la joven, mur-
murando:
— ¡Mita!... ¡Mita querida!
rientación en aquel vuelo a ciegas.
Salvetti aprovechó el incontenible entu-
iasmo profesional de Carlos y .pre-
"untóle: —
— ¿Qué te parece?
—¡Una maravilla, Nardo! ¡Una
aravilla!
Y sin darse cuenta siguiera, asumió
. comando de la aeronave. Tenía las
razas de un águila capeando el tem-
oral. La prueba de la máquina era
ura y se necesitaba, además, de un
iloto excepcional, Salvetti observaba
su amigo, y en cierta ocasión en que
arlos realizó uma serie de hábiles mo-
mientos, casi simultáneos, con gran
recisión, Salvetti gritó:
— ¡Bravo, Carlos! ¡Al fin te encuen-
ro! ¡Ese eres tú, Carlitos Frías, el me-
or de la flota!
, En ese momento, un rayo de sol re-
entino hizo brillar los élitros del pá-
aro mecánico, y poco después, con
Tan elegancia, Carlos Frías paraba
:) anfibio en el aeropuerto, entre el
iplauso clamoroso que le tributó el gru-
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