ARECTIA, una sombra la que ve-
D nía tras el volante. Era tal vez
algo más. No obstante, el pol-
voriento automóvil entró veloz
»or las tranquilag calles de la villa ve-
aniega,
Un viraje a la derecha, media cua-
dra a la izquierda y se detuvo. El polvo
se deshizo en la atmósfera clara ylim-
pia y todo quedó quieto. Ni un toque de
bocina, ni una voz, ni un aldabonazo,
Quieto y silencioso todo en la esplén-
dida tarde de enero bajo los enormes
carolinos, no lejos del río, que allá
abajo, al pie del cerro, murmura el len-
ruaje incomprensible de los siglos.
lespués de una noche de sueño, se vió
ubir en trabajoso zigzag una figura
'umana hacia el alto cerro.
Pocos eran los que efectuaban el as-
enso. Algunas familias intentaban el
ansador viaje, pero no todos llegaban
; la cúspide. Desde la villa podía vér.
eles perderse entre la maleza o recor-
arse limpias sus siluetas sobre: los
ltozanos.
Alberto cargaba una ligera mochila,
in cinto con cartuchos y un rifle.
— Voy a cazar cobayas y reinamoras
— decía invariablemente a su hospe-
lera, y llegaba a la cumbre del monte
usto cuando el sol que ascendía nor
7 ) a 7
Ai CaZAGOr de
(Zo .04.
A
Cuento montañés por DANTEL MONTES PACHECO
a opuesta ladera besaba su frente su-
lorosa.
Allí se quedaba de pie, extático, ca-
'a al sol, y luego recorría una por una
2s rudimentarias trampas para pája-
os que había armado con verdadero
ieleite otras veces, y ahora, maquinal-
mente, como si celebraba un rito.
Hacía sólo un año que había recorri-
lo esos mismos lugares con ella. Fati-
sados llegaban a la altura, pero nun-
a flaqueaba la valerosa y alegre jo-
en; sólo alguna vez un cuí u otro ani-
1alejo la asustaban, y emtonces se
eía de su cobardía hasta perder un
oco las fuerzas. Así su amable y at-
tico compañero la ayudaba y conti-
uaban el ascenso.
— No lleves botas, querida, para su-
ir al cerro — le decía su madre, —
Zuedes resbalarte,
Las botas le habían de dar un dis-
usto algún día. Su madre, desde el
.otel, los veía alejarse en dirección a
a cumbre, Calculaba dos horas de as-
enso, otras veces hacían el viaje en
na hora y media. :
— ¡Estos chicos! — murmuraba do-
ia Tránsito. — Se habrán peleado; sólo
1Sí llegan rápidamente.
Las reinamoras del cerro no son igua-
es a las del valle — decían los jóve-
2es riendo. — Allí el nicaflor. el co-
Tras el parabrisa. del elegante _ve-
aículo, unos ojos grises, como alucina-
dos, entre los párpados enrojecidos,
»ontemplaban fijamente el cerro. Así es-
Luvo el viajero largo rato, hasta que
3us pupilas cansadas se ocultaron do-
lorosamente entre los párpados, que al
»errarse 10 pudieron contener dos lá-
rimas,
Poco es lo que se sabe, poco es lo que
se averigua de los que vienen o van de
asta villa. Todos entran y salen por los
mismos senderos; vienen por mucho o
co tiempo. No interesa: el mejor
rínculo son los billetes de banco.
A un llamado apareció doña Encarna-
ción, que estaba cortando fruta. Tenía
buenos árboles y abundante agua. Su
rallinero era codicia de una docena
le profesionales y comerciantes riñe-
ros. La espuela de los gallos de doña
Encarnación era terrible y en la ciu-
dad la pagaban bien.
-— ¡Señor Alberto! — gritó al en-
zuentro del recién llegado, y agregó so-
lícita: — ¡Oh, viene usted enfermo!
Pase, por favor. Venga usted adentro.
Ya llegará mi muchacho y se ocupará
le su automóvil. Si viene a veranear,
ha legado a tiempo; mis habitaciones
están libres.
Tenía dos habitaciones para alquilar
doña Encarnación, y todos los veranos
le dejaban unos pesos. El año pasado
las tuvo alquiladas a este mismo caba-
llero y recordaba con placer lo diver-
tido que era. Se había hecho aquí de
una amiguita y eran de ver las tertu-
llas amables que se realizaban en. su
quinta entre ellos y los familiares de
la niña. Ella cantaba muy bien y dan-
zaba como una manola. A. veces se ves-
ía de gaucho, con unas finas botas de
charol y amplias” bombachas blancas.
'Qué simpática era zapateando! Doña
Encarnación le tomó mucho cariño,
-—¿Viene también la niña? — se
atrevió a preguntar al pálido viajero.
, — No — dijo él con voz triste. —
a niña murió.
Doña Encarnación no pudo cantener
su emoción ante tal noticia, y sin po-
ler articular palabra, enjugó sus lá-
grimas en un grueso pañuelo que lle-
7aba sobre, el hombro. -
-— Todo es tan penoso — continuó él,
—y quisiera encontrar aquí el sosiego
que he perdido hace mucho tiempo. Al-
guna vez le contaré los detalles de
*u muerte.
Muchas mañanas, cuando todo pare-
ce que vuelve alegremente a la vida
Liustró PARPAGNOLI
ollo, el carpintero, el llorasangre, €:
quintavé, la curucucha, y hasta el mo-
iesto corbatita, son mejores.
Ni los inmaculados canarios eran
:raídos por los cazadores. Su placer era
larles un susto y después ponerlos er
ibertad.
— La vida de los pájaros — decía
Alberto, — como la humana, no ha
le ser fácil y está llena de peligros
y asechanzas, He pensado que acasc
n Una jaula estén más seguros. Todc
ajo el sol está supeditado a lo impre-
risto, y así la dicha y la alegría van
.scoltadas por fuerzas misteriosas de
in equilibrio tan asombroso, que están
nuy cerca la risa de la alegría con la
nueca espantosa de la tragedia.
Ella cerró sus labios frescos, puros,
voluntuosos, siembre entreabiertos en
MUNDO ARGENTINO
1na sonrisa. Estaban en la tibia eleva-
:ión montuna, a la sombra de los fra-
zantes turbintos. .
— Somos crueles al cazarlos. ¡Pobre-
tillos! — dijo la hermosa joven.
— Sólo los detenemos un instante
Jara acariciarlos — arguyó el cazador.
— ¿Quién, por muy pájaro que sea, no
no ha. ser feliz con una sonrisa, un
mimo, una caricia tuya?.
Sonrieron y sus miradas eran un es-
trecho, un íntimo, un profundo vínculo
anímico. Detrás del cerro vecino aso”
maron su obscura cresta nubes que co-
rrían amenazantes por el espacio,
Otras tardes, bañados por la suave
tibieza del sol que se ponía, descendían
(Continúa en la página siguiente)
El
a
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