La ciúdad tiene
Ñ LAN Ne
Por DARDO CUNEO BJ
eros, sus proas y sus mástiles. Su vis-
a se ha agudizado para internarse en
a distancia, Hombre, en la ciudad, de
erspectivas breves y horizontes que-
brados por la edificación compacta,
ene reservado para sí el privilegio
de ahondar desde esa torrecilla suya,
on sugestión de país de la fantasía y
Jel cuento, el paisaje abierto del río
7 de la costa.
Las otras mañanas subimos a esa
corre con su hombre. Siete pisos. La
"orre estaba, al cabo de ellos, en el
vértice de dos dimensiones: altura y
distancia. Tiene ventanitas y confor-
mación oval. Está a la altura de los
¡echos de Buenos Aires y mira pacien-
cemente al río. En ella hay un hom-
bre y un catalejo. El hombre mira
a. través de él. Va, después, al teléfo-
30 que llama y dice:
— A .12 kilómetros espera entrada a
merto el... — - -
-Aquí otre nombre extranjero de va-
vor que llega.
-El hombre, que es un mocetón alto
y moreno, se vuelve y agrega con esa
roz suya que conjuga intermitente-
mente nombres de vapores, el texto
limpio y humilde de su propia va-
nidad: .
-— Soy el primero que ve llegar los
barcos y el último en verlos ir...
ana. Quedar en ella hasta el atarde-
er. Durante todo el día, ejercer, me-
jante. ese catalejo que prolonga su
nirada, el control del tráfico de los
rimeros treinta y cinco kilómetros
le río.
— Hace diez y ocho años que hago
sto: mirar... Es mi trabajo. Pero tan
sociado estoy a él, tanta es la emoción
ue le entrego, que, por las noches, des-
ansando o durmiendo, me parece ha-
arme frente al lente y ver... — ¿qué
ira cose podría ver?... — barcos,
“arcos, barcos...
La vida sin historia de este hom-
re tiene dos términos: la torre y su
atalejo, el catalejo y su visión. Na-
la más. Son las únicas alternativas
le'su destino, las dos caras de su mo-
eda, las constantes manifestaciones
'e sus jornadas, Familiarizado con el
etrato de la distancia que a él acer-
"an los lentes de su catalejo, antes de
hora y antes de esos diez y ocho años
Nn que permanece en este.mismo lu-
ar de la torre como en estación de
lestino más que de espera, Antonio
riangualani, que es argentino con
¡pellido inmigrante, fué por largos
:ños obrero de mar, Trabajó en re-
nolcadores, andarines sosegados de
as distancias breves. Pudo, así, acom-
añando a ellos en el limitado tra-
recto de acercar a los barcos o ale-
arlos, conocer la voluptuosidad de las
"ostas. Fué navegante de remolcado
“es — esos que parecen niños de pan-
alones cortos cuando están en presen-
+8 de adultos transatlánticos — du-
(Continúa en la narina 471
um
Se llama Antonio Giangualani. Des-
de hace diez y ocho años ésa es su
»cupación. Subir a la torre por la ma-
<«
EL HOMBRE CENTINELA Y SU
ZATALEJO. Desde la torre que está
1 la altura de un séptimo piso por-
'eño, Antonio Giangualani ve el lle-
7ar y el irse de los barcos viajeros.
L hombre miró a través del
enorme catalejo y se volvió.
Pidió una comunicación telefó-
nica y dijo: ,
— A 27 kilómetros se ve al “Pacífi-
20”. Podrá entrar después de mediodía.
El hombre es un mocetón. Alto y
noreno. Con estas palzbras nos expli-
2a su presencia y su función:
— Soy el primero que ve llegar los
sarcos y el último en verlos ir...
Para ver llegar los barcos y para
rerlos ir, este hombre de la ciudad,
tabitante de una torrecilla que está
más allá de un séptimo piso porteño,
tíliza un catalejo de poderosa visión.
Cuando los barcos se aproximan a la
:osta o de ella se van, él los descubre
asta los treinta y cinco kilómetros, y
2 veces más mún, Si el día es claro,
sí No existen presencias intermedias de
niebla entre el lente y los términos
de la distancia, si no hay cerrazón,
sate hombre ve con su catalejo la cos-
'a uruguaya, los primeros techos en-
:endidos y las primeras paredes blan-
:as de Colonia, y, con mayor preci-
sión, el dibujo, en el horizonte osci-
'ante de las aguas, de los barcos via-
»—>
— Mi vida es ésta: mirar...
El río enfrente y la ciudad al fon-
lo; el hombre cumvle su tarea de