MUNDO JRGENTINO
El caballero del tren
(Continuación de la página 23)
— Ahora regresa usted de Vigo, don-
le ha estrenado un drama, ¿verdad?
— En efecto — respondió Renato,
ligeramente sorprendido, y iin poco ha-
lagado por aquella prueba de su popu-
laridad. — La primera actriz se em-
peña en que yo acuda a todos los lu-
gares en que se estrena la obra, para
que presencie y comparta sus ovacio-
nes... Sólo que... se me ha estropeado
sl coche y he tenido que tomar el tren.
Mañana tengo que encontrarme en
Madrid...
— Claro — afirmó el provinciano, —
los hombres como usted tendrían que
ser ubicuos.
Pronunció con cierto orgullo aquella
palabra “ubicuo”. Que viera el famoso
autor que también en provincias distin-
guían de vocablos... Ruiz sonrió, con
sutileza, como advirtiendo la clase de
hombre que tenía delante. Se habló de
la comedia de Renato. González no la
había - visto “aún”, pero se sabía de
memoria otras. Las citó. Recitó algu-
nas de sus frases... ¡Ah, podía creer-
le don Renato, él le admiraba de
verdad!
María presenciaba la escena como si
estuviese soñando, La realidad tenía la
incoherencia y la monstruosidad de al-
gunos sueños. Su marido y Renato de-
partían amigablemente, Y ella guarda-
ba silencio porque cualquier frase que
profiriera para separarlos podía ser
peligrosa. Dolíale en lo más puro de
su alma “aquello”. Era imposible que
su marido adivinase. Renato no la ha-
bía reconocido aún. Pero, de todas suer-
tes, “aunque nada debiera temer”, sen-
tía una vergienza tenebrosa y una
amargura profunda, que iban a acre-
eentarse, abrumándola, cuando Renato
la reconociera. Se resignó a aquel su-
frimiento inesperado y que tenía que
ser oculto. Que ni su marido ni Renato
pudieran sospechar su emoción.
En esto los niños mayores se le acer-
caron en silencio, intimidados por la
presencia del señor elegante que habla-
ba amablemente, pero con cierto tono
de autoridad en la voz.
.—. Mamita — le susurraron, — es
que no vamos a comer?
Eran ya las nueve pasadas. Los pe-
queños tenían hambre y sueño. La se-
ñora de González llamó a su marido.
— Antonio... Haz el favor de bajar-
me la cesta... Los niños quieren cenar.
González se puso de pie y trasladó
la hermosa cesta de mimbre de Ja re-
decilla al asiento. Renato, discretamen-
te, se levantaba a su vez. .
— ¿Va usted al coche-restorán? —
preguntó González.
Y ante el gesto afirmativo de “don
Renato” — como ya le llamaba, —.
balbuceó:
— Nosotros nos honraríamos mucho,
mi señora y yo, con que usted nos
acompañasé a... cenar. Si no le im-
porta la falta de mesa... Cubiertos
hay. :. —-
Y como don Renato no pareciese en-
contrar absurdo el convite:
— Me permito suponer -— añadió
González — que saldría usted ganando.
Dicen que no es gran cosa lo que sir-
ven en el coche-restorán...
María, confusa, azoradísima, acababa
de abrir la cesta. Brotó de su seno un
olor tan estimulante, eran tales la
abundancia y pulcridad de los manja-
res, que el dramaturgo reveló, con una
sonrisa, su complacencia. Y campecha-
namente, a tono con el Suenazo de
González, exclamó:
— Ea, señores, pues acepto honra-
dísimo. Y así estoy seguro de no lle-
rar con el estómago descompuesto a
Madrid,
Con el “savoir faire” de un padre
Je familia aficionado a las meriendas
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ampestres, González hizo los platos.
Jn rubio y copioso fragmento de em-
anada, una pechuga entera, dos pas-
eles, el mejor racimo de uvas y la ma-
or manzana le correspondieron al
ramaturgo... El cual comía encanta-
:0, con un apetito juvenil, respondiendo
. las preguntas y a los chistes de Gon-
ález coft réplicas ingeniosas. Como si
e conocieran de toda la vida. González
eventaba de júbilo y orgullo. ¡Ah,
uando sus amigos lo supiesen! La po-
re María, desazonada, inapetente, fin-
ía sólo atender a los. niños, como ma-
Ire demasiado celosa que no sirve para
equilorios sociales, Era como si se es-
ondiera entre sus hijos, como si éstos
evantaran una muralla entre ella y
1 pasado inconfesable,
La naturalidad con que sucedían los
contecimientos fué poco a poco tran-
uilizándola. La situación, que no te-
ía, naturalmente, nada de dramático
mpezó a parecerle menos terrible des-
le el punto de vista moral.
Entonces sus pensamientos cambia-
on de rumbo, Se dijo:
—- Pero este hombre, ¿es, además de
n gran autor, un gran actor? ¿O, de
eras, no me ha reconocido? .
Porque la había mirado varias veces,
le había dirigido algunas palabras,
in que en su voz ni en sus ojos hubie-
e signo alguno de sorpresa.
“Es extraño — pensaba la señora de
ronzález, <— es extraño que no me Te-
¿nozca,”
Y miraba a Ruiz con insistencia, ol-
idando todo lo que momentos antes la
terraba y sintiendo ahora una inquie-
ud más sutil y más triste que la an-
erior.
a, entre los asientos. Y González y
tuiz, apoyadas las cabezas en los res-
aldos, también dormían. Ella velaba.
” su nueva inquietud se definía, aguda-
1ente: “No me ha reconocido, Tan po-
o me quiso, tan poco signifiqué en su
ida, que me ha olvidado por comple-
> ¡Oh, bien sabía que “la pasión”
e Renato no había sido ella, sino la
triz!
Después se puso a comparar lo pa-
.do con lo presente y la vida “que era”
m la que hubiera “podido ser”. Con
.enato, de haber sido su esposa, hubie-
2 tenido una gran casa, habría ido a
»8 estrenos, a las fiestas de las em-
ajadas y a los bailes de la Opera lu-
¡endo lujosos trajes y magníficas pie-
28; no le habrían faltado, probable-
nente, las joyas de precio, ni el auto-
nóvil de buena marca, ni los admirado-
es. Y, desde luego, no habrían tenido
'jos...
Miró a los suyos, en su sueño apaci-
le, como si acabaran de hacerle, en
us proporciones actuales, y la ternura
1aternal, honda, cálida, le bañó el co-
azón. Miró también a su marido —
le oyó, porque roncaba...,— y aquel
ombre, bueno y simple, de espíritu
-ansparente, y que la adoraba, le pa-
eció preferible al otro que, hasta dor:
nido, revelaba egolatría. “Decidida-
nente — se dijo — es mejor esto.”
Sosegada, a bien con su conciencia,
ensó en dormir, y recostó la cabeza
n la almohada, La trepidación del
ren, acrecentada en el silencio noctur.
lo, la meció unos instantes. El ruido
e los ejes era como una bárbara can-
'ón de cuna. -
Sólo dormitó unos minutos. Al dete-
.erse el tren en una estación volvió a
espabilarse del todo. Miró con envidia
1 su marido. a los niños yv a Ruiz, que
v
Atenuada la luz, corridas las corti-
as. dormían los niños a Pierna suel-
Jormían como benditos, y sintió hacia
:llos ese rencor de los insomnes, -
Sin darse cuenta, englobaba a Re-
1ato en un sentimiento “familiar”. Lo
que la tenía realmente desazonada e
nquieta era el zumbido de una idea
:onfusa, que se obstina%a en marti-
rizarla, , -
“-. No me ha reconocido... — pen-
saba, a pesar suyo. — No me ha re-
zonocido, y, sin embargo, aunque no
me quiso, le gusté...”. .
¿Y era posible olvidar radicalmente
a Un ser de quien se había gustado
tanto? De pronto, como si se abriesa
una compuerta que impidiera el paso
de la luz, algo se aclaró en su mente.
Y María comprendió al fin. La Ma-
ría que Renato había conocido y amado
— a su manera, — la María de enton-
tes — diez y ocho años, curvas leves,
movimientos gráciles — era, al cabo de
tres lustros, una matrona respetable,
sin “línea”, con las sienes salpicadas
de canas, desaliñada en su atavío y
desfigurado ya el rostro por algunos
surcos junto a los ojos y a los extre-
mos de la toca.
María buscó su bolso, lo abrió, ex-
trajo el espejito que casi nunca utili-
zaba, y fué comprobando con angustia
los estragos que los años y la indolen-
cia habían hecho en su rostro,
La claridad de la alborada comen-
zaba a filtrarse por las cortinitas de
lana azul, descubriendo su trama. La
luz eléctrica se apagó de súbito y en
21 compartimiento hubo entonces una
penumbra donde se esfumaban los
»ontornos.
Suavemente, para no despertar al
xequeño, que dormía a su lado, la se-
iora de González se puso de pie, De la
redecilla tomó su bolso de mano, y a pa-
sos tácitos, llegó a la puerta.
En el pasillo no encontró más que
a un viajero, madrugador o noctám-
xulo, que fumaba cara al paisaje
>rumoso.
Llegó al tocador, Mientras se llena-
a el lavabo se contempló en el espejo,
que la reflejaba desde la ciutura.
Cuando concluía los preparativos, el
Tistal esmerilado del tocador era un
uadro de luz. Ya enjuagada, adelantó
1 busto sobre el lavabo y, muy cerca
lel espejo, empezó a “arreglarse” la
"ara.
Desconocía en absoluto el arte del
maquillaje” moderno, Pero el instinto
.emenil, que se despertaba en ella pu-
ante, le brindó recursos suficientes
ara suplir su ignorancia.
Luego, puso: atención en el peinado,
euniendo con el peine húmedo las on-
las naturales de su melena y ahuecán-
lolas sobre las sienes, Y, al fin, sonrió.
Lhora sí que la reconocería su antiguo
1ovio. Acababa de quitarse varios años
le encima. Quizá los quince que la se-
araban de aquella época...
Renato estaba en el pasillo: Al verla
:egar, inclinándose en una reverencia
ortés, se hizo a un lado para dejarle
aso. La señora de González le miró
ntonces a los ojos, solicitó su atención
on una sonrisa y, tal vez, imprimió
1 su torso un movimiento juvenil, Re-
1ato la miró, correspondió a su sonrisa,
ero sin que ningún músculo de su ca-
'a revelase la sorpresa del descubri-
niento. Ahora tampoco... Hubiera
¡uerido poder gritar, sacudir a aquel
¡ombre por las solapas, diciéndole:
'¡Tan desfigurada estoy? ¿No te
acuerdo a nadie?”
La decepción la sofocaba, le produ-
ía la sensación más humillante de su
rida. Se le doblaron las piernas y dos
ágrimas enturbiaron sus pupilas. Tu-
yo que sostenerse en la barra de me-
al de uno de los cristales fijos del
oche,
(Continúa en la página 57)