Full text: 27.1937,15.Dez.=Nr. 1404 (1937140400)

MUNDO JRGENTINO 
El caballero del tren 
(Continuación de la página 23) 
— Ahora regresa usted de Vigo, don- 
le ha estrenado un drama, ¿verdad? 
— En efecto — respondió Renato, 
ligeramente sorprendido, y iin poco ha- 
lagado por aquella prueba de su popu- 
laridad. — La primera actriz se em- 
peña en que yo acuda a todos los lu- 
gares en que se estrena la obra, para 
que presencie y comparta sus ovacio- 
nes... Sólo que... se me ha estropeado 
sl coche y he tenido que tomar el tren. 
Mañana tengo que encontrarme en 
Madrid... 
— Claro — afirmó el provinciano, — 
los hombres como usted tendrían que 
ser ubicuos. 
Pronunció con cierto orgullo aquella 
palabra “ubicuo”. Que viera el famoso 
autor que también en provincias distin- 
guían de vocablos... Ruiz sonrió, con 
sutileza, como advirtiendo la clase de 
hombre que tenía delante. Se habló de 
la comedia de Renato. González no la 
había - visto “aún”, pero se sabía de 
memoria otras. Las citó. Recitó algu- 
nas de sus frases... ¡Ah, podía creer- 
le don Renato, él le admiraba de 
verdad! 
María presenciaba la escena como si 
estuviese soñando, La realidad tenía la 
incoherencia y la monstruosidad de al- 
gunos sueños. Su marido y Renato de- 
partían amigablemente, Y ella guarda- 
ba silencio porque cualquier frase que 
profiriera para separarlos podía ser 
peligrosa. Dolíale en lo más puro de 
su alma “aquello”. Era imposible que 
su marido adivinase. Renato no la ha- 
bía reconocido aún. Pero, de todas suer- 
tes, “aunque nada debiera temer”, sen- 
tía una vergienza tenebrosa y una 
amargura profunda, que iban a acre- 
eentarse, abrumándola, cuando Renato 
la reconociera. Se resignó a aquel su- 
frimiento inesperado y que tenía que 
ser oculto. Que ni su marido ni Renato 
pudieran sospechar su emoción. 
En esto los niños mayores se le acer- 
caron en silencio, intimidados por la 
presencia del señor elegante que habla- 
ba amablemente, pero con cierto tono 
de autoridad en la voz. 
.—. Mamita — le susurraron, — es 
que no vamos a comer? 
Eran ya las nueve pasadas. Los pe- 
queños tenían hambre y sueño. La se- 
ñora de González llamó a su marido. 
— Antonio... Haz el favor de bajar- 
me la cesta... Los niños quieren cenar. 
González se puso de pie y trasladó 
la hermosa cesta de mimbre de Ja re- 
decilla al asiento. Renato, discretamen- 
te, se levantaba a su vez. . 
— ¿Va usted al coche-restorán? — 
preguntó González. 
Y ante el gesto afirmativo de “don 
Renato” — como ya le llamaba, —. 
balbuceó: 
— Nosotros nos honraríamos mucho, 
mi señora y yo, con que usted nos 
acompañasé a... cenar. Si no le im- 
porta la falta de mesa... Cubiertos 
hay. :. —- 
Y como don Renato no pareciese en- 
contrar absurdo el convite: 
— Me permito suponer -— añadió 
González — que saldría usted ganando. 
Dicen que no es gran cosa lo que sir- 
ven en el coche-restorán... 
María, confusa, azoradísima, acababa 
de abrir la cesta. Brotó de su seno un 
olor tan estimulante, eran tales la 
abundancia y pulcridad de los manja- 
res, que el dramaturgo reveló, con una 
sonrisa, su complacencia. Y campecha- 
namente, a tono con el Suenazo de 
González, exclamó: 
— Ea, señores, pues acepto honra- 
dísimo. Y así estoy seguro de no lle- 
rar con el estómago descompuesto a 
Madrid, 
Con el “savoir faire” de un padre 
Je familia aficionado a las meriendas 
“ORPRESAS DEL BAR AUTOMATICO | 
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ampestres, González hizo los platos. 
Jn rubio y copioso fragmento de em- 
anada, una pechuga entera, dos pas- 
eles, el mejor racimo de uvas y la ma- 
or manzana le correspondieron al 
ramaturgo... El cual comía encanta- 
:0, con un apetito juvenil, respondiendo 
. las preguntas y a los chistes de Gon- 
ález coft réplicas ingeniosas. Como si 
e conocieran de toda la vida. González 
eventaba de júbilo y orgullo. ¡Ah, 
uando sus amigos lo supiesen! La po- 
re María, desazonada, inapetente, fin- 
ía sólo atender a los. niños, como ma- 
Ire demasiado celosa que no sirve para 
equilorios sociales, Era como si se es- 
ondiera entre sus hijos, como si éstos 
evantaran una muralla entre ella y 
1 pasado inconfesable, 
La naturalidad con que sucedían los 
contecimientos fué poco a poco tran- 
uilizándola. La situación, que no te- 
ía, naturalmente, nada de dramático 
mpezó a parecerle menos terrible des- 
le el punto de vista moral. 
Entonces sus pensamientos cambia- 
on de rumbo, Se dijo: 
—- Pero este hombre, ¿es, además de 
n gran autor, un gran actor? ¿O, de 
eras, no me ha reconocido? . 
Porque la había mirado varias veces, 
le había dirigido algunas palabras, 
in que en su voz ni en sus ojos hubie- 
e signo alguno de sorpresa. 
“Es extraño — pensaba la señora de 
ronzález, <— es extraño que no me Te- 
¿nozca,” 
Y miraba a Ruiz con insistencia, ol- 
idando todo lo que momentos antes la 
terraba y sintiendo ahora una inquie- 
ud más sutil y más triste que la an- 
erior. 
a, entre los asientos. Y González y 
tuiz, apoyadas las cabezas en los res- 
aldos, también dormían. Ella velaba. 
” su nueva inquietud se definía, aguda- 
1ente: “No me ha reconocido, Tan po- 
o me quiso, tan poco signifiqué en su 
ida, que me ha olvidado por comple- 
> ¡Oh, bien sabía que “la pasión” 
e Renato no había sido ella, sino la 
triz! 
Después se puso a comparar lo pa- 
.do con lo presente y la vida “que era” 
m la que hubiera “podido ser”. Con 
.enato, de haber sido su esposa, hubie- 
2 tenido una gran casa, habría ido a 
»8 estrenos, a las fiestas de las em- 
ajadas y a los bailes de la Opera lu- 
¡endo lujosos trajes y magníficas pie- 
28; no le habrían faltado, probable- 
nente, las joyas de precio, ni el auto- 
nóvil de buena marca, ni los admirado- 
es. Y, desde luego, no habrían tenido 
'jos... 
Miró a los suyos, en su sueño apaci- 
le, como si acabaran de hacerle, en 
us proporciones actuales, y la ternura 
1aternal, honda, cálida, le bañó el co- 
azón. Miró también a su marido — 
le oyó, porque roncaba...,— y aquel 
ombre, bueno y simple, de espíritu 
-ansparente, y que la adoraba, le pa- 
eció preferible al otro que, hasta dor: 
nido, revelaba egolatría. “Decidida- 
nente — se dijo — es mejor esto.” 
Sosegada, a bien con su conciencia, 
ensó en dormir, y recostó la cabeza 
n la almohada, La trepidación del 
ren, acrecentada en el silencio noctur. 
lo, la meció unos instantes. El ruido 
e los ejes era como una bárbara can- 
'ón de cuna. - 
Sólo dormitó unos minutos. Al dete- 
.erse el tren en una estación volvió a 
espabilarse del todo. Miró con envidia 
1 su marido. a los niños yv a Ruiz, que 
v 
Atenuada la luz, corridas las corti- 
as. dormían los niños a Pierna suel- 
Jormían como benditos, y sintió hacia 
:llos ese rencor de los insomnes, - 
Sin darse cuenta, englobaba a Re- 
1ato en un sentimiento “familiar”. Lo 
que la tenía realmente desazonada e 
nquieta era el zumbido de una idea 
:onfusa, que se obstina%a en marti- 
rizarla, , - 
“-. No me ha reconocido... — pen- 
saba, a pesar suyo. — No me ha re- 
zonocido, y, sin embargo, aunque no 
me quiso, le gusté...”. . 
¿Y era posible olvidar radicalmente 
a Un ser de quien se había gustado 
tanto? De pronto, como si se abriesa 
una compuerta que impidiera el paso 
de la luz, algo se aclaró en su mente. 
Y María comprendió al fin. La Ma- 
ría que Renato había conocido y amado 
— a su manera, — la María de enton- 
tes — diez y ocho años, curvas leves, 
movimientos gráciles — era, al cabo de 
tres lustros, una matrona respetable, 
sin “línea”, con las sienes salpicadas 
de canas, desaliñada en su atavío y 
desfigurado ya el rostro por algunos 
surcos junto a los ojos y a los extre- 
mos de la toca. 
María buscó su bolso, lo abrió, ex- 
trajo el espejito que casi nunca utili- 
zaba, y fué comprobando con angustia 
los estragos que los años y la indolen- 
cia habían hecho en su rostro, 
La claridad de la alborada comen- 
zaba a filtrarse por las cortinitas de 
lana azul, descubriendo su trama. La 
luz eléctrica se apagó de súbito y en 
21 compartimiento hubo entonces una 
penumbra donde se esfumaban los 
»ontornos. 
Suavemente, para no despertar al 
xequeño, que dormía a su lado, la se- 
iora de González se puso de pie, De la 
redecilla tomó su bolso de mano, y a pa- 
sos tácitos, llegó a la puerta. 
En el pasillo no encontró más que 
a un viajero, madrugador o noctám- 
xulo, que fumaba cara al paisaje 
>rumoso. 
Llegó al tocador, Mientras se llena- 
a el lavabo se contempló en el espejo, 
que la reflejaba desde la ciutura. 
Cuando concluía los preparativos, el 
Tistal esmerilado del tocador era un 
uadro de luz. Ya enjuagada, adelantó 
1 busto sobre el lavabo y, muy cerca 
lel espejo, empezó a “arreglarse” la 
"ara. 
Desconocía en absoluto el arte del 
maquillaje” moderno, Pero el instinto 
.emenil, que se despertaba en ella pu- 
ante, le brindó recursos suficientes 
ara suplir su ignorancia. 
Luego, puso: atención en el peinado, 
euniendo con el peine húmedo las on- 
las naturales de su melena y ahuecán- 
lolas sobre las sienes, Y, al fin, sonrió. 
Lhora sí que la reconocería su antiguo 
1ovio. Acababa de quitarse varios años 
le encima. Quizá los quince que la se- 
araban de aquella época... 
Renato estaba en el pasillo: Al verla 
:egar, inclinándose en una reverencia 
ortés, se hizo a un lado para dejarle 
aso. La señora de González le miró 
ntonces a los ojos, solicitó su atención 
on una sonrisa y, tal vez, imprimió 
1 su torso un movimiento juvenil, Re- 
1ato la miró, correspondió a su sonrisa, 
ero sin que ningún músculo de su ca- 
'a revelase la sorpresa del descubri- 
niento. Ahora tampoco... Hubiera 
¡uerido poder gritar, sacudir a aquel 
¡ombre por las solapas, diciéndole: 
'¡Tan desfigurada estoy? ¿No te 
acuerdo a nadie?” 
La decepción la sofocaba, le produ- 
ía la sensación más humillante de su 
rida. Se le doblaron las piernas y dos 
ágrimas enturbiaron sus pupilas. Tu- 
yo que sostenerse en la barra de me- 
al de uno de los cristales fijos del 
oche, 
(Continúa en la página 57)
	        
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