22 de Diciembre de 1987
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Cuando la vida pareció más cruel, .'-;.
—rchebuena. .-
Cuento por M. A. RIVERO
ULIANA cerró la persiana de la cocina. Puso la comida que acaba-
ba de preparar al calor del fuego, y saliendo al pequeño patio de su
N casa, se sentó en la sombra con expresión de cansancio, El sol del me-
1 diodía caía como fuego derretido sobre las baldosas, y el aire era
tan pesado, que la respiración de la joven se podía medir por el dificul-
toso subir y bajar de su. pecho semidescubierto,- Sobre el cual unas gotas
de sudor resbalaban marcando una línea tortuosa y plana. o
— ¿A qué hora vendrá este chico? — exclamó en alta voz, mientras se
sacaba los zapatos y se oprimía dolorosamente los pies, hinchados, proba-
blemente, * pór alguna larga caminata. Cerró los ojos; y echándose contra
el respaldo de a silla, aflojó todos: sus músculos, - cayendo en-una blanda
laxitud que hacía más. llevadero “el abombamiento de ese veinticuatro de
diciembre hirviente que la sorprendía en una necesidad absoluta de di-
nero y de comodidades.
Juliana comenzaba a adormecerse cuando un violento portazo la despertó.
— ¡Perico! — gritó con sobresalto, volviendo la cabeza hacia la -puer-
ta del vestíbulo, mientras se arreglaba a prisa la ropa para ocultar su
desnudez. - . . ..
Perico acababa de aparecer. Tendría unos diez años, y en la expresión
hostil de sus ojos se veía que estaba acostumbrado a dificultades de todo
género y que no era amigo de tratos cariñosos ni de palabras dulces.
— ¡Perico! —' volvió a decir la muchacha. — ¿Qué necesidad de, gol
pear así la puerta? Me has asustado. .
El chico había llegado junto a ella, y por toda respuesta, enjugándose
a frente con el dorso de la mano, exclamó:
— Hace un calor espantoso.
La muchacha se levantó, y acariciando amorosamente los revueltos ca-
bellos del hermano, reparó en el desaliño que lo cubría. Do
— Pero ¿de dónde vienes? ¡Mira la cara que traes, y qué facha, Pe-
rico! ¿Cómo es posible que cuides tan poco ta ropa, sabiendo...?
— ¡Oh! — la interrumpió él, fastidiado. — ¿Cómo quieres que haga,
zon este calor? Estuve corriendo un poco y eso es todo.
Y con aire distraído le preguntó:
— ¿Hiciste la comida?
— Sí — repuso Juliana. — Ahí está; pero no creo que te guste. -
—¿Fideos? — dijo él con gesto de desagrado. -
— Sí, fideos, Perico. ¿Qué quieres que hagamos? No tenemos otra cosa...
— Ya lo sé — respondió él, desapareciendo por una de las puertas. Y
lesde adentro, con acento irritado, gritó: .
— Yo no te digo que hagas otra cosa. Lo que pasa es que ya estoy
harto de ese mazacote... -
Juliana movió la cabeza con desabrimiento. Después llevó la comida a
la mesa y esperó que el niño se hubiera lavado, para servirle. e
Todos los días era lo mismo. Desde que muriera la madre, unos seis
meses atrás, se habían quedado solos en el mundo, sin más recursos que
unos ahorros que bastaron para los primeros tiempos, y sin más bienes
que la casita en que vivían, gracias a la cual se había solucionado, hasta
ese momento, el problema del alojamiento. Las cosas habían ido mal, y
ella, que debía velar por el hermanito, sabía cuán dura era la existencia
y qué doloroso llegar a esa situación de miseria total, sin trabajo y sin
esperanzas de conseguirlo, a pesar de que no se daba un minuto de re-
poso y caminaba todo el día en busca de una ocupación decorosa, cual-
quiera que fuese, con tal de que bastase para salvar las necesidades de
cada día. Y en ese momento, el espectáculo de la fuente de fideos coloca-
da sobre la mesa, el único plato que comían desde hacía ocho días, le re-
volvió el espíritu y sintió ganas de estrellar la fuente contra el piso, co-
mo si encontrara en ese desahogo un medio de escapar a la angustia que,
con más intensidad cada día, le clavaba sus garras en el corazón. Ella
comprendía que la situación se iba haciendo insostenible. Había andado
durante el último mes en un desasosiego infinito, procurando hallar lo in-
dispensable para que en esa Nochebuena no careciese Perico de la ale-
gría que alumbraría el corazón de todos los niños del mundo, y todo ha-
bía sido en vano.
— No hay vacante — le repetían en todas partes, y ya no sabía a quién
acudir. El muchachito no le exigía nada. El se daba perfecta cuenta de
la situación por que atravesaban, pero Juliana no podía soportar esas co-
midas- en silencio, impregnadas de tristeza, hechas a disgusto, pues nin-
guno de los dos podía ya tragar sin repugnancia el cotidiano bocado de
fideos desabridos, y el corazón se le encogía en el pecho observando: el
gesto hostil de Perico, que, aunque procuraba no echarle en cara la po-
breza en que vivían, se desnutría visiblemente y se anulaba moralmente
con las sombrías inquietudes de esa vida sin relieves.
.— Ya cambiará nuestra situación, Perico — dijo ella, procurando alen-
carlo; mientras le servía la comida,
— Me tiene sin cuidado — repuso él, rechazando el plato. — No ten-
zo megaridad de nada. Y ahora no tengo ganas de comer, Hace demasia-
do calor...
— Pero, Perico — protestó ella, — es necesario comer. algo. Yo también
quisiera...
—No te preocupes —'la interrumpió él, vivamente. — Ya sé lo que
(Continúa en la página 39)
— Hasta luego, Perico. No volveré hasta la noche. Quizá
pueda traer algo para que pasemos con más alegría la
Nochebuena.