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> de Enero de 1988
URKA Djin miró a su hijo con severidad, Bajo su blanco turban-
te, el rostro cetrino y magro tenía la dureza del metal pati-
nado por los siglos, .
— Es nuestro deber para con todos los fieles evitar que se con-
suma esta boda. Más que todo, hijo mío, es tu deber — dijo, acariciando
sus barbas blancas mientras acentuaba el “tu” con una inflexión incon-
"undible. Al mismo tiempo, le alargó una cuchilla sacramental, de hoja
"ina y ondulante, que el hijo titubeó en aceptar.
— ¡Oh, no, venerable padre! — protestó palideciendo. — La hija del co-
"ónel inglés no merece la muerte sólo porque él, el altísimo, se ha dignado
lJegirla para su casa. ;
.— Veo, hijo mío, que el rostro angelical de la joven sahib ha convertido
:n cera también un corazón como el tuyo — respondió suavemente el an-
siano. Luego, encendido por una súbita ira, exclamó con violencia: — ¡Pero
1as de obedecerme, hijo ingrato! ¿Oyes? Tu padre te lo ordena en nom-
ire de todos los fieles. El maharajá no debe unirse a una inglesa, por-
que perderemos a nuestro protector, Ella le hará renegar de nuestras cos.
umbres, y quizá llegue a hacerle renegar de nuestra religión. ¡No lo
quiera Alá! Para eso seremos nosotros su mano ejecutora, y tú, hijo mío,
alantarás este acero en el corazón de aquella mujer.
-.Al escuchar estas palabras brutales, el hijo de Gurka temblaba como
ana hoja en el simún. : . , !
+ — Venerable padre — osó decir, — ¿no sería mejor tratar de persuadir
il altísimo que la boda será un error? Mi mano nunca se ha manchado
:0n sangre inocente..., y yo...
“— Tu Ceber es uno — respondió el padre. — Y tu mano será bendita
por ella se libra nuestra raza de este peligro que amenaza corromper
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1 quien ha sido nuestro baluarte contra los invasores
y el defensor de la única y verdadera fe. Sería inútil
1ablar con él. Tiene la imagen de una mujer her-
mosa en el cerebro, y todo allí es tiniebla menos
a sonrisa de su rostro. El hombre enamorado no
:scucha más razones que su propio deseo. Quien
1ablara de esto ahora con el maharajá, daría de
"omer a los cuervos mañana.
—Y si se hablara con ella?
— Las mujeres se enceguecen con el oro y las
piedras preciosas, y el altísimo tiene un tesoro que
puede enceguecer no a una, sino a cien. No, hijo
mío, hemos pasado largas noches en vela estudian-
lo nuestra acción, y estamos convencidos que
lo único es que desaparezca la serpiente que el
altísimo piensa entronizar en su Casa.
-Pero, padre...
— ¡Escúchame! ¿Me obedeces o no? — rugió
fuera de sí Gurka. — ¿0 es que yo, sin saberlo, he
criado en mi seno a otra serpiente? ¿Piensas trai-
:+ionar a tu propia sangre y a tu propia fe? He.
mos creído en ti, y por eso estás entre la servi-
Jumbre del coronel. Nadie más que tú tiene acceso
a los departamentos interiores, donde puedes cum-
air con tu cometido sin peligro de que fracase
muestro plan. Sólo tú tienes el honor de ser la ma-
10 ejecutora. .
El hijo de Gurka comprendió que no le sería po-
sible escapar a esta responsabilidad terrible que
le imponía su sangre y su casta, El fanatismo de
los ancianos pertenecía a una época cuyas creen-
cias el joven Djin ya no compartía, después de vi-
rir en contacto con las costumbres de la guarni-
ción inglesa, que creaba en esa ciudad exótica un
¿equeño trozo de Londres, Pero así como el solda-
lo o el espía debe cumplir las órdenes de sus su-
veriores, el espíritu de casta le obligaba a llevar
a término la voluntad de Gurka Djin.
-— Sea — dijo el joven, con la resignación fata-
ista de Oriente, Y tomó en su mano el acero con
am saludo de respeto filial.
. Cuento por
ROBERTO
R FINES
. -—Está tan rodeada de admiradores su hita, que
no le dan tiemvo de aburrirse.
Los acordes de “Danubio azul” gemían dulcemente en
los violines llenando las vastas estancias de la resi-
dencia del gobernador británico, con su irrealidad
de ensueño. El coronel John Lorens tomaba un vaso de
whisky y soda parado junto a la chimenea monumental
en su escritorio desierto, con el ceño fruncido y un aire
de preocupación poco común en él. De pronto apareció en
el marco de la puerta que daba al salón, donde
se desarrollaba la fiesta, un joven militar, alto y rubio,
cuyas facciones tostadas por el sol eran dignas de un
medallón romano.
— ¿Me permite, coronel?
— Pase, Dayson. ¿Cómo sigue la fiesta?
— Muy animada, coronel. Todo el mundo parece di-
vertirse,
— ¿Y Elizabeth? ¿También se divierte?
— Está tan rodeada de admiradores su hija, que no
le dan tiempo de aburrirse. ,
— Pero usted se aburre, teniente. ¿Por qué no baila
también?
(Continúa en la várcina 63)