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E E DO ARGENTINO
Cuento por
RAUL LARRA
ORRIA. noviembre de 1918, De
los campos belgas se elevaba el
olor de las mieses en flor que
, se confundía con el acre de. la
dólvora mortífera. Si el uno transpi-
raba vida, el otro sugería la. muerte.
Ordenadamente, casi sin dar vuelta la
sara, el ejército alemán se replegaba
¿bandonando el territorio enemigo. La
avanzada aliada titubeaba, indecisa e
nerédula, ante ese retroceso, cuando
:«ecordaba que- ayer no más había pal-
vado la derrota. Y los soldados: ale-
manes, casi todos de las últimas quin-
as, apenas adiestrados en las faenas
le la guerra, empalidecidos por el
1ambre, pisaban con paso de vencidos
os pueblos y ciudades que antes ha-
an doblegado baio sus bayonetas.
—¡Mamá, mamá! — iba gritando
mn plena carrera el niño al entrar en
la casa.
Presagiando un drama, las palpita-
iones aceleradas, acudió la madre.
— ¡Mamá,- dos soldados alemanes
allí! — Y señalaba en dirección al
ramino. 7
Instintivamente la madre cobijó al
niño entre sus faldas, e iba a trancar
a puerta cuando el hijo, tomando re-
suello, terminó: —
— ¡Tienen hambre! ¿Sabes? ¡Mu-
"ha hambre! Me pedían por señas es-
Lo. — Y mostraba un pedazo de pan
que hacía un rato le habían dado.
La madre mantuvo el ademán en el
aire. La palabra “hambre” resonó en
sus oídos como un grito angustioso.
Por momentos estuvo suspendida en
su acción sin saber qué hacer. Recordó
de golpe los cuatro años de guerra
rruel, sorda, Ja vida afanosamente
lisputada en la retaguardia.
¿Alemanes? ¿No habían sido, aca-
30, alemanes los que hollaron Bélgica,
su patria, e hicieron de esa ciudad,
Bruselas, un cuartel militar? ¿No ha-
bían sido alemanes los que mataron a
su hijo mayor y tuvieron prisionero
a su esposo sin causa?
— ¿Alemanes? ¡No! — dijo con fuer-
za. E iba a cerrar la puerta, cuando se
recortó en el vano, emergiendo de las
sombras, la figura de un soldado.
La mochila en la mano, el fusil en
andolera, cubierto de barro, parecia
1SÍ, con-el gesto transido y en actitud
le súplica, un mendigo más que un
vuerrero. - ,
La madre sintió que la respiración
:e le detenía.
— ¿Un soldado? ¡Pero si es un niño,
nadre de Dios! — Y adelantándose
il ruego, abrió del todo la puerta e in-
iicó con un gesto franco el interior de
a casa.
El soldado se quedó fijo, sin dar un
aso. Un complejo de emociones, uni-
lo a-su debilidad física, le impedía
raducir en palabras o en acción su
:sombro por la hospitalidad ofrecida.
— ¿Quiere descansar mientras pre-
aro algo? — le habló la mujer en
.Jemán incorrecto. -
El soldado se sobresaltó al oírla, y
Jego su vista se fijó en el camino.
— ¡Ah! ¿Tiene un compañero? Bien;
ltígale que venga. Hay sitio para los
los.
Entró en la casa. El niño, prendido
1 sus polleras, la siguió receloso.
Ahora, frente a los dos soldados que
in abandonar los fusiles entre sus
1anos, se hallaban sentados en espera
e la comida caliente, cuyo olor im-
regnaba el aire, la mujer empezó a
entir un poco de miedo, y de corazón
'eseó que su marido regresara pronto.
¿Por qué no dejaban sus fusiles y
or qué la miraban con esa fijeza?
Ella intentó vencer su miedo, y diia
n tono de broma:
— ¿Es que van a comer con sus fu-
ies las albóndigas que he preparado?
Pero ellos no se rieron. Se miraron
omo para elaborar una respuesta, y
ntonces uno contestó:
— No podemos dejar las armas...
"1 código de guerra..., usted sane...
Entonces la mujer se acordó de la
uerra, de esa lucha terrible que más
Jlá de la ciudad se desencadenaba con
ocura. ,
Pensó en la guerra, miró el retrato
le su hijo colocado sobre el aparador,
r se acordó que esos soldad»s adoles-
entes que desfallecian hambrientos
eran alemanes, enemigos! Y toda su
lustración.de
— ¡Fuera, juera! ¡No quiero alema-
tes! ¡Fuera!
rabia, su odio, germinó de golpe.
— ¡Fuera, fuera! ¡No quiero: ale-
manes! ¡Fuera!
El niño rompió a llorar. Los solda-
los volvieron a mirarse como si hubie-
'an estado esperando esa escena. Se
evantaron y alzaron sus fusiles enca-
ninándose lentamente hacia la puerta
Por ella apareció entonces un hom-
re maduro, pero de rostro envejecido
Tubo un instante de estupor. Los ojos
lel hombre se dirigieron alternativa
nente a su mujer, al niño y a los sol
lados, intentando comprender. Súbita:
nente se echó hacia atrás, en un gesto
lefensivo.
— No, Juan, no... No me han he-
:ho nada... Tienen hambre sola-
mente...
Se acercó al hombre y atropellada-
mente le explicó en francés. Los sol-
lados volvieron a mirarse, y coinci-
liendo, dejaron en un rincón sus mo-
hilas y sus fusiles. El hambre era en
:llos superior a todo.
La mujer se-les acercó. ,
— Olviden esto... Discúlpenme...
Jon los recuerdos, ¿saben? *
Y al ver esas caras. de niños que
isentían sin comprender, una gran ter-
ura le invadió y de buena gana hu-
viera sacudido el barro adherido a los
iniformes de esos dos: mozos converti-
los en soldados.
Pero un olor fuerte la devolvió a la
"ealidad. o -
— ¡Se queman mis albóndigas! —
gritó con un espanto delicioso. Y bajó
rorriendo hacia la cocina.
si
Alrededor de la mesa la gente ha-
día terminado de cenar. La mujer casi
10 había probado bocado contemplan-
lo esos rostros imberbes, que ahora,
lespués del buen jabón y el agua ca-
jente, denunciaban la adolescencia.
El silencio pesaba. El hombre aven-
curó una pregunta:
— ¿De qué regimiento son ustedes?
Los soldados, más animados ya,
casi al mismo tiempo:
HECTOR POZZO
— De la quinta compañía del regi-
miento de Leipzig.
— ¡Ah! Pero ya no está en servicio
de guarnición. ¿No salió hace dos se-
manas para el frente?
Callaron los soldados, hasta que e'
más locuaz habló:
— Hemos regresado... los que que-
damos.
— ¿Y ahora?
— Debemos incorporarnos al primer
batallón que acampa fuera de la
ciudad. Partimos...
— ¿Parten?
— Sí, para nuestras tierras.
Como si la palabra “tierra” les tra-
jera la evocación del hogar y de las
personas y cosas queridas, los soldados
bajaron la cabeza y revivieron dentro
de sí un tumulto de afectos y amores.
El hombre miró a su mujer.
— Parten... ¡Ana, se van, se van!
— dijo con alegría, continuando luego:
— Entonces, hay novedades, han sido
derrotados, sí... -
- Los soldados levantaron prestamen-
te la cabeza. Se dieron cuenta de que
habían hablado demasiado, y esa cer-
teza los devolvió a una realidad que
habían olvidado. Miraron a la mujer
yal hombre casi con odio. Y furtiva-
mente compronaron si sus fusiles es:
¡aban siempre en el mismo lugar. Ese
10mbre y esa mujer eran enemigos.
:Cuidado con ellos!
Entonces se tendió sobre las cuatro
cabezas una atmósfera pesada de des-
confianza, prevención, odio, hasta que
la mujer, libre de ella, por lo mismo
que su ternura le había vuelto a do-
minar, dijo:
— Es tarde ya. He preparado ur
cuarto para ustedes. -
Los soldados se miraron con asom:
bro, y acabaron por levantarse a ur
tiempo:
— Nos vamos. No podemos...
— Pero, ¿no van hasta el campa
mento?
— Sí...
-— Pues entonces, aunque caminen
toda la noche, no llegarán. -
— Mañana puede llevarles cualquier
camión de tránsito — aventuró e
hombre,” -
Los soldados volvieron a mirarse,
midieron su cansancio, esa enorme ne-
cesidad de dormir que los poseía, y
subieron decididos hasta el cuarto, pre-
cedidos por la mujer. .
sm
Cuando se encontraron solos dentro
de ese cuarto blanco, casi sin muebles,
abrieron la ventana y aspiraron a ple-
no pulmón. Los olores de un jardín cer-
ano invadieron la habitación. A. veces
el cielo se iluminaba de golpe con la
luz efímera de cohetes que parecían
rerolitos, Hablaron entre sí, apresura-
lamente, sin contenerse, sin escuchar
se siquiera:
— ¿Qué piensas? ¿Es buena gente?
¡No debemos temer? ¡Acuérdate que
son enemigos!
— Enemigos... ¿Y por qué? — dijo
con desaliento uno de ellos, rubio, de
cara pálida y grandes ojeras.
— Todo los belgas son enemigos
nuestros, Frankie. ¡Acuérdate! A>rie-
ron las represas de sus ríos...
(Continúa en la nárina 55)
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