Full text: 28.1938,9.Feb.=Nr. 1412 (1938141200)

9.de Febrero de 1938 
VARO la pluma y se recostó en el 
sillón, cansado, agotado por el 
esfuerzo de haber permaneci- 
do seis horas seguidas entre- 
gado a la labor de escribir, Era la ho- 
ra del crepúsculo. El calor de aquella 
tarde de verano se había atenuado y 
por la ventana que daba al jardín en- 
traba una suave brisa que adormecía 
al escritor. 
Casi con los ojos cerrados, reposaba 
del intenso trabajo mental, cuando una 
mujer rubia, joven, llegó hasta él con 
paso elástico. 
— ¿Estás cansado, querido? — le 
preguntó. . 
Gravemente él la miró un instante, 
y luego respondió: 
— Regular. Creí que no estabas en 
casa. 
— ¿Cómo puedes decir eso?... ¿Aca- 
so me crees capaz de dejarte sin darte 
un beso? 
Y, mimosamente, se sentó en el brazo 
el sillón y comenzó a acariciarlo con 
zalamería. Pero el escritor no dejó el 
gesto duro ni de mirarla gravemente. 
Ella lo advirtió, y haciendo grandes 
aspavientos, le dijo: 
— ¡Huy! ¡Qué cara más seria tienes, 
amor mío! Trabajas demasiado, ya te 
lo he dicho, y el esfuerzo constante te 
deja extenuado, sin ganas, a veces. ni 
lde hablar siquiera... - 
Segovia sonrió forzadamente y miró 
hacia el jardín. Las primeras sombras 
comenzaban a invadir el amplio estu- 
dio. Llegaba hasta ellos la voz de cris- 
tal de una niña de diez años, la hija 
que le dejó al morir aquella santa mu- 
jer que había sido su mujer. No pudo 
sobrellevar su viudez, era un hombre 
recónditamente sensible, y volvió a ca- 
sarse con Elvira, a quien le doblaba la 
edad. ¡Qué grave error el suyo! 
La segunda mujer no se parecía en 
nada .a la primera, ni en lo físico ni 
an lo moral, Mientras Marta fué una 
verdadera compañera, la que compartió 
sus triunfos y fracasos, sus ásperas lu- 
chas por la gloria y el pan, Elvira era 
una de esas criaturas frívolas, super- 
ficiales e interesadas, que lo único que 
veía en él era al hombre famoso, que 
ganaba mucho dinero con el cual dar- 
se todos los gustos. Porque la verdad 
era que Enrique Segovia ganaba aho- 
ra todo el dinero que le hizo falta para 
completar la felicidad de su primer 
hogar. - 
Mimosa, sin dejar de acariciario, El- 
vira le interrogó: 
— ¿Te has olvidado que hoy csta- 
mos invitados a comer en casa de los 
Antúnez? - 
Segovia hizo un gesto de desabri- 
miento, 5 
— ¡Caramba! ¿Otra vez tenemos que 
visitar a esas gentes? 
— ¡Cómo! ¿Te desagrada? Ya sa- 
bes cuánto te quieren y te atmiran. 
No hacen más que hablarme de ti... 
— ¡Pues a mí me revientan! No he 
visto gente más cursi y pretensiosa que 
esa. Si pudiéramos hallar un buen pre- 
texto para no ir... 
— ¡Querido! ¡Qué cosas dices! ¿Ves 
cómo trabajas demasiado?... Estás 
hecho un ogro desde un tiempo a esta 
parte. No quieres ir a ninguna parte 
y te pasas las horas y las horas ence- 
rrado aquí, como si estuvieras conde- 
nado a pluma perpetua... 
E hizo un mohín de disgusto que no 
pasó inadvertido al escritor, 
— No somos ricos, Elvira, aunque, 
felizmente, nada nos falta, Pero debo 
cumpli» mis compromisos editoriales, 
y ya sabes que soy hombre esclavo del 
deber, . 
—¡Uf! ¡El deber! ¡Qué palabra más 
antipática! 
— ¿Cómo puedes decir eso?... ¿Aca- 
so me crees capaz de dejarte sin dar- 
'e un beso? 
— ¿Te párece? 
— ¡Habría cue borrarla del diccio- 
ario! 
Segovia la miró con aquella mirada 
,enetrante con que él solía observar a 
as personas cuando quería leer sus 
nás ocultas intenciones, y levantándo- 
:e ágilmente, respondió: . 
— Pues bien: vayamos a comer en 
asa de esa gente que a ti tanto te di- 
rierte. Pero que conste que a mí no 
ne hace feliz... 
— ¡Ogro, más que ogro! Mira que te 
roy a llamar viejo gruñón, ¿eh?, como 
igas hablando así de los Antúnez. 
— Pues me callaré, mujer, me calla- 
6. diré lo que tú quieras... ¡En fin, 
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Cuento por EMILIO BLANCO 
nasta que es la gente más agradable 
lel mundo! 
Titor, y hasta le molestaban tos hiper- 
úólicos elogios que le hacían, porque 
reía a las claras que ninguno de ellos 
amás había leído una sola nágina 
le él. 
En cambio, Elvira parecia sentirse 
Juy feliz entre aquella gente No ha- 
ía más que festejar los chistes estú- 
idos de Raulito y las extravagancias 
le doña Clota, que era de esas mujeres 
lomina.doras y coquetas que no se re- 
ignan a envejecer y se pintan hasta el 
lanco de los ojos. 
Pasaron del comedor a la sala, y El- 
rira, que tocada detestablemente el pia. 
10, comenzó a golpear las teclas con re- 
'inada crueldad. Segovia, hundido en 
su sillón, haciendo esfuerzos titánicos 
ara disimular .su mal humor, veía có- 
no su mujer se encarnizaba con el ins- 
rumento, y veía, tambiéz, la solicitud 
(Continúa en la página 23) 
TT 
De sobremesa en casa de los Antú- 
1ez, el escritor se aburría soberana- 
nente. No encontraba en aquel hogar 
o que él buscaba siempre en todos: la 
spontaneidad, la frescura, el calor de 
amilia que parece comúnicarsa hasta 
, los mismos muebles. El viejo Antú- 
1ez era un ser abúlico, dominado por 
1u mujer, que tenía humos aristocráti- 
08 que la hacían inaguantable, Luego, 
us hijos, Coca, una solterona fea y 
1vinagrada,- que se escandalizaba de 
odo y había tenido veinte novios, a 
'esar de su ausencia de atractivos, y 
Taulito, un parásito de veinticinco años 
jue no sabía lo que era ganarse un 
entavo... En fin, la familia Antúnez 
ra de lo más desagradable para el es-
	        
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