9 de Febrero de 1938
| Horacio Quiroga...
(Continuación de la página 4)
saban — hosco, huraño, poco cordial.
Quiroga no era ni hosco, ni huraño, ni
poco cordial: hablaba lo necesario, y
eso es todo, así como en sus páginas
no acostumbraba diluir sus pensa
mientos en vanas hojarascas de pala:
bras.
(Para dominar, para vencer la sel-
va, el hombre no emplea un lenguaje
de susurros: usa el machete o el ha:
cha, Y esa imagen de la selva, sin du
da persistente en la memoria y en la
retina de Horacio Quiroga, acompaña-
ba al escritor hasta la ciudad, en don:
de la selva humana también exige ex
presiones de hacha o de machete, a fin
de que las ideas que no pueda captar
por los oídos le penetren por una hen-
didura y le majen el cerebro, como
pudo haber dicho Unamuno, también
jugador de pelota y también hacha-
dor.)
Ese contento infantil no desapare-
xa de Quiroga rápidamente; lo pro-
longaba fuera de la cancha, en el ba-
ño y en el vestuario, y entonces, ¡sí
que hablaba! Al llegar a este punto,
recuerdo una frase de Cunninghame
Graham, leída en el artículo “Un Qui-
jote escocés”, de Fernando Pozzo: “Nun-
ca conversábamos de literatura” — con
Hudson, — “pero sí de temas serios:
marcas de caballos y nombres de ca:
ciques”, etc. Quiroga también hablava,
como los muchachos — rara vez Qui-
roga decía niños — de temas serios:
de saques, de arrestos, de tantos gana-
dos o perdidos en tal o cual forma, y
es que es más difícil, más serio, hacer
un buen tanto a la pelota que escribir
un libro, Y me atrevo a fijar un juicio
amargo: los cuentistas posteriores a
Quiroga ni escribimos un buen libro de
cuentos ni jugamos bien a la pelota. -
Sus peroraciones eran casi siempre
bajo el azote de la lluvia helada, de
la ducha que soportaba risueñamente
y que, en cierta oportunidad, obligó a
uno de nosotros a reconvenirle: .
— Vea, Quiroga, que le puede ha:
cer mal...
“A lo que replicó, mientras hacía tem-
blar su barba única e inolvidable:
... Al hombre hay que templario co-
mó al hierro: caliente en agua fría.
Vestido de nuevo — sin ropas impre-
siónaba, por lo menos a mí, como un
Bautista, — mientras nosotros, dicho:
samente cañsados, abandonábamos la
cancha para ubicarnos o “desparra:
marnos” en el asiento de un vehículc
cómodo, montaba en su bicicleta — la
moto fué más tarde — y se alejaba,
previo. el saludo afectuoso, Por efecto
de la gorra, la barba parecía más lar-
ga. Nos dejaba con el recuerdo de su
sonrisa y con el eco de sus comenta-
rios acerca del juego.
De sus otras palabras, recuerdo:
— ¡Hola, Iglesias! — al verme.
— ¡Hasta el miércoles próximo! —
il despedirse,
— ¿Un refresco? — cuando invitaba.
Y nada más, -
Poería el lenguaje de la amistad va-
conil.
mm 8
— El experimento del...
(Continuación de la página 14)
pregunté cuando hube terminado de re-
capacitar la terrible historia.
—- Sí; lo estuve hasta el año pasado.
Pero como no estaba loco, me fué fácil
jJemostrar que había recobrado la ra-
zón, 'criticando mi propio experimento
:0omo un disparate. ¡Calcule usted lo
: 7
7
'P ay
Por el Dr. ESCARDÓ
LOS NIÑOS Y LA TUBERCULOSIS
LOS “SEMBRADORES” DE MICROBIOS
N nuestro artículo anterior
LR hemos referido de un modo ge-
A neral el modo £ómo la tubercu-
. losis llega al ser humano du-
rante. la infancia, Veremos hoy de
quiénes parte, por lo común, el germen
culpable.
LOS CONTAGIANTES
Por lo ya analizado sabemos que,
1alvo en el caso peco común de una
eche con bacilos de Koch, el germen
jue ha de infectar al niño parte de
m “sembrador de microbios”, es decir,
le un tuberculoso.
En la idea común de la gente, cuan:
lo se dice “un tuberculoso” se piensa
an un ser flaco, intensamente pálido,
:0n grandes ojeras violáceas, que tose
lía y noche y escupe sangre, arras-
rando una vida miserable y triste que
o mantiene al margen de la sociedad
7 con un aspecto que denuncia desde
ejos su mal.
Sin embargo, nada hay tan alejado
le la realidad; el número de tubercu-
osos que responden a la descripción
interior es escasísimo, y en cambio, un
¡men número de gente de aspecto nor:
nal y aun floreciente, que desempeñan
:u vida común y en ocasiones trabajos
'atigosos, y que apenas tosen, o mejor
licho, que apenas se les oye toser y que
i tienen un catarro lo explican fácil-
nente diciendo que es “del cigarro”,
>» de “haber andado sin sobretodo”, o
'con el 'cuello descubierto”, son tu
»erculosos, y no solamente tuberculo-
sos, sino sembradores de bacilos, Son
»recisamente estas personas de las que
10 desconfiamos nunca, las más peli-
"rosas diseminadoras de la enferme.
lad. Siempre, siempre que se encuen-
ra un niño pequeño contaminado,
iempre, repetimos, existe a su alre-
ledor un sembrador de bacilos.
El caso más peligroso es el de una
nadre tuberculosa, Es preciso recor-
lar que la madre criolla está comnti-
wamente “encima” de su chiquito, que
e habla sin cesar, que lo besa conti
mamente, y todavía se cree con: de
echo a mojar el chupete con su pro
da saliva o a probar primero la cu-
harada de sopa o de puré, Estas cos-
umbres, depiorables en personas sa.
1as, significa en una tuberculosa la
eguridad de contagiar a su hijo. ”
Toda mamá que se sienta fatigada
'por la lactancia”, que tenga gripes
»srolongadas, o un poco de tos, debe
reclamar a su médico o en un hospital
) dispensario, ser revisada para saber
si es o no tuberculosa; si no lo es, ga-
1ará tranquilidad y paz, y si lo es,
drá evitar a sus hijos un contagio
terrible. Digamos desde ya que hay
jue perder el miedo a la palabra tu-
verculosis, La inmensa mayoría de las
formas de esta enfermedad son bien
curables, y el éxito tanto más seguro
cuanto antes se inicie el tratamiento,
a menudo sólo cuestión de muy pocos
meses,
También el padre puede ser la fuen-
:e de contagio, aunque su peligrosidad
disminuye un tanto en razón de su
menor contacto con el chico, Todo la
que hemos dicho respecto a la madre
e aplica al caso del papá.
Los abuelos suelen ser un foco por
lemás peligroso; son esos viejos tuber-
ulosos que han hecho amistad con su
»nfermedad y la sobrellevan bastante
den; antiguos tosedores que no dan
mportancia alguna a su catarro, con
»] que todo el mundo está familiarizado
y que llaman “tos de viejo” o cosa por
X estilo; estos abuelos juegan con sus
dietecitos, a quienes van infectando,
amentándose luego de su triste des
ino de ver morir a sus descendientes,
¡in sospechar jamás que son ellos quie-
1es los matan. -
También es preciso desconfiar siste-
áticamente de las niñeras, mucamas,
'ocineras, choferes y personal de ser-
icio en general, que tienen tan ínti-
no contacto con las criaturas y sus
osas, y que suelen ser la fuente de
'ontagio; es una elemental precaución,
que todavía no ha arraigado entre nos-
tros, someter a un control de salud
il personal de servicio,
EL MIEDO A LAS PALABRAS
Hemos llegado a un punto en el que,
in duda, vale la pena detenerse a ra-
nar. Para muchísima gente, aún de
derto nivel cultural, hablarles de la
osibilidad de que pueden estar tuber-
ulosos es poco menos que insultarios,
Yo admiten de ninguna manera esa
Josibilidad que, vaya uno a saber por
'ué les parece un estigma no sólo te
rible, sino también infamante.
Este criterio contribuye grandemen.
e a la resistencia que los padres opo-
ten a que los médicos exploremos a los
hicos por medio de lo que se llaman
"pruebas con tuberculina”. Consisten
n reacciones que se provocan en la
el, en forma de escarificaciones, fro-
aciones o pequeñas inyecciones, y que
yermiten al médico saber si el organis-
no está o no infectado. Es decir, que
i la prueba es negativa, puede des-
artarse toda sospecha de tuberculosis,
7 si es positiva hay que comenzar a
uscar qué grado y qué valor tiene la
nfección. (Recordemos de nuevo que
:n tuberculosis, infección no significa
nfermedad).
Estas pruebas tuberculínicas no tie-
:en ningún riesgo, y en cambio poseen
in enorme valor de diagnóstico; sin
:mbargo, a menudo los padres se opo-
1en tenazmente a ellas, basados en
nalas informaciones y en temores in-
'undados. Nada más erróneo. No sólo
'e debe, en esos casos, facilitar la ac
:ión del médico, sino que periódica.
nente debían todos los niños ser estu-
liados mediante esas reacciones, lo que
vermitiría controlar debidamente la
narcha de la infección en su organis-
no, descubrir a tiempo los focos de in-
ección y hacer que ese primer conta-
rio se convierta en beneficioso para
:] chico, sirviéndole en cierto modo
le vacuna.
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que habré sufrido representando aque-
lla farsa durante nueve años] ¡Yo, yo,
cuyo nombre figurará un día al lado
del de Pasteur] — exclamó exaltándose.
— ¡Por Dios, doctor! — imploré. —
¡Recuerde lo que pasó entonces!
— ¡Oh! ¡Entonces se me había olvi-
dado un detalle! ¡Ahora puede usted
estar seguro de que mañana estará bue-
no y sano después de haber pasado por
el mal de Graciani!...
Comprendí que estaba perdido y que
sólo un milagro podía salvarle.
Más que la misma muerte espantosa
que me esperaba sentía la angustia de
haber sido traicionado por Beatriz, Ella
había hecho el papel de sirena para cn:
cantarme con su fingido amor y hacer:
me olvidar la idea de la evasión.
Con una tijera, cuidadosamente, el
doctor Graciani cortó la manga de mi
traje de payaso y clavó le» jeringuilla
2n mi brazo desnudo. Mudo de espanto,
sentí cómo el líquido amarillo penetra-
ba en mi sangre,
— Ahora — dijo el terrible loco --
ño hay más que esperar, Con las luces
de la aurora sentirá usted los primeros
síntomas, pero no se asuste, que todo
narchará bien. Trate de no estar ner-
vioso, pues eso podría empeorar su es-
ado. Y ahora descanse, que mañana
temprano vendré a verlo,
Y me dejó solo, bajo la triste luz le-
'hosa del fanal,
¿Cuánto tiempo estuve allí, recorrido
:1 cuerpo por ráfagas heladas o ardien-
tes, con la seguridad de una muerte es-
pantosa e inevitable? Nunca podría de-
2irlo. Cuando ya mi angustia había so-
brepasado todas las alturas imagina-
dles y deprimido y aplanado hasta la
2xtenuación (no era más que una pil-
trafa bajo mi vistoso traje de payaso,
la puerta se abrió lentamente y Beatriz
antró en la habitación. En las manos
traía un envoltorio,
— ¡Usted! — exclamé, -- ¡Cómo se
atreve!...
— ¡Porque te amo! — dijo a tiem-
70 que se inclinaba sobre mí y depo-
sitaba un beso en mi boca torcida por
2l espanto.
Después procedió a desatarme y sa-
zando del paquete las ropas con qué lle:
gué un mes antes a aquella casa, me
lijo que me vistiera, pues no había
tiempo que perder, que ella volvería en
seguida, -
Como un autómata cambié mi traje
le payaso por mis viejas ropas, y es-
Jeré, Beatriz regresó cubierta con un
impermeable, y me dijo:
— Vamos, Lo acompañaré hasta la
reja. Pero dése prisa, pues el tiempo
vuela y podría volver mi padre.
Por una escalera obscura salimos de
aquel sótano al aire frío del jardín
y llegamos junto a la reja. Dos saltos
y estaría en la calle. Pero una angus:
Lia terrible hizo que se me doblaran las
piernas y le dije:
— ¿Para qué huir, si dentro de un
par de horas se declarará el horrible
mal y moriré sin remedio?
— ¡Dios mío! — exclamó Beatriz, —
¿Cómo no te lo dije antes? Ayer mi
padre me prohibió que te viera, pues
lesconfiaba de mí, y entonces compren-
3í que se acercaba para ti el momento
terrible: que iba a someterte a su loco
axperimento, y disimulando mi angus-
tia, volqué todos sus virus y los subs-
tituí por agua coloreada, Estás per-
fectamente sano... y ¡te amo!
Beatriz había prometido acompañar:
me hasta la reja, pero la transpusimos
juntos.
Y el final de esta historia es una
historia de amor feliz que sólo a mí y
a ella interesa.
El doctor Graciani murió en el ma
nicomio al año siguiente.