MUNDO ARGENTINO
s
UE lindo!... Ahora sf que pue-
do cantar, reír, silbar, sin que
nadie se burle de mí..., se
mofe de mi color... ¡Qué lindo!
Esto se repetía, obstinadamente, Fé-
lix, el “negrito” Félix, como lo llama-
ban sus amigos de la esquina del ba-
trio, mientras sus pasos repercutían,
firmes, sobre la acera, en dirección
al empleo que le habían prometido,
Estaba satisfecho, radiante de alegría,
Su corazón brincaba y sonaba en su
pecho, como si la propia mano de la
mañana, una mañana a la que parecía
le habían limpiado el cielo con una es-
ponja, lo sacudiera como un badajo,
— ¡Qué lindo!... ¡Qué lindo!... —
remachaba su acento, bebiendo las pa-
labras y tratando de domar una ima-
gen borrosa aún; abierta su boca,
fresca su voz y las pupilas dilatadas.
Pero al llegar a una bocacalle, una
turba de chiquillos vagabundos, que
venían en son de guerrilla, fumando
descaradamente y arrojando piedras,
le cortó el paso, interponiéndose entre
él y la vereda de enfrente.
— ¡Chanta!... Miren qué negro,
muchachos... — dijo una voz bur-
lona.
Tres o cuatro lo rodearon, midién-
dolo de arriba a abajo, provocativa-
mente. El mayor de ellos, un desgre-
ñado pelirrojo, moteado por unas pe-
zas de color ladrillo quemado, se ade-
lantó al grupo: tenía un diente par-
tido en la mitad, por donde arrojaba
salivazos. Reía con “insolencia,
— ¿De qué barrio sos? — preguntó
de pronto, despectivamente, mirándolo
de reojo. Blandía al aire una vara de
mimbre, con la que, de tanto en tan-
to, se golpeaba las piernas y lanzaba
bocanadas de humo por el orificio de
su diente roto.
Sorprendido, no atinó a contestar.
Intuyó lo que sucedería si declaraba
le qué barrio era, De ahí que optara
por callarse, bajando la cabeza. Tam-
bién sabía que ese silencio le costaría
unos insultos. Pero prefería eso a te-
ner que dar pie a la provocación y,
»0n esto, acarrear consecuencias des-
agradables.
— ¡Uuuy..., san dió..., está mudo
el grone, muchachos! — frangolió uno
de los más chicos. Tenía los panta-
loncttos sujetos por dos piolines y un
MOTIVO DE
UNA MUERTE
Por F. DIAZ
BUSTAMANTE
“Te que trataba de alejar al perro:
— Fuera, “Sultán”, fuera!..,
Se le alegraron los ojos. También
endría un amigo- Y lo querría mucho.
"Vaya que lo querría!.... Fué cuando
>hirrió la puerta. Con presteza, hu-
nildemente, se quitó la gorra.
—- Buenos días, señor — tartamudeó
"on fingido aplomo.
edazo de camisa se le escapaba por
no de los costados de su cuerpo;
nasticaba una torta de cinco con azú-
ar quemado, y arrojaba migas al
ablar. -
— (Che, grone, ¿sos mudo, vos? —
,reguntó después el mismo, dirigién-
lose a él y salpicándole el rostro.
La voz le golpeó como un látigo.
70 miró mientras se limpiaba. Vió su
arita menuda, quemada por el sol:
- ¿Vuuy... “san
Tió”..., está mudo
21 “grone”, mu-
>»hachos!..— jran=
yolió uno de .los
más chicos del
grupo.
simpática, no obstante tener las me-
illas embardunadas de azúcar con al-
runas moscas que revoloteaban sobre
llas. Sus ojillos pequeños, movedizos,
lenos de picardía, le contuvieron los
mpetus. “¡Con qué alegría sería su
.migo!”; se dijo. Y apretó los dientes,
ispuesto a no contestar. Había re-
uelto mantenerse en ese mutismo ab-
urdo, que lo delataba como un co-
arde.
— ¡Marica. .., sos un marica, grone!
gritaron todos a coro, alejándose
» él y dejándole el paso libre.
No se inmutó siguiera; estaba como
iindado, De pronto, se sintió solo, én-
uelto en una marea de alquitrán,
-erdido como un punto negro. Y apre-
uró el paso cruzando calles. Llegó
, una puertita baja de hierro oxida.
'0, Tocó el botón del timbre, Temblan-
10 aún por la tensión sufrida, esperó
nos segundos, que le parecieron si-
dos. Impaciente, volvió a apoyar la
"ema de su índice en el botón, Ladró
in perro y oyó el ruido que producían
sus patas arañando la puerta. Tuvo
in instante de duda. ¿Y si lo habían
ngañado? ¿Se quedaría o no se que-
laría allí? ¿Vendría alguien a recibir.
0?... Después oyó la voz de un hom-
3: JEA
En realidad, tenía un miedo tre-
nendo. Se le trababa la lengua y
:emtía arder sus mejillas. Pensó con
degría que su color lo acorazaba de
:53a ola de fuego, que le subía desde
a punta de los pies hasta quemarle
a raíz de su pelo.
El hombre lo miró un segundo, du-
lando y escudruñándolo detenidamen-
e. Sintió como que lo desnudaba, Era
:5a Una mirada fría; una tira de me-
al. Se le antojó un ojo de pescado;
nmóvil, fijo, con esa transparencia ge-
atinosa del ojo de pescado. Un segun-
lo más y echaría a correr calle abajo,
:scondiendo la cabeza entre sus manos.
Jomenzaron a picarle los párpados,
ero la voz del hombre lo apaciguó:
— Entrá... ¿Vos sos el chico re-
.omendado por don Pietro?
Asintió con un movimiento de ca-
'EZA. .
— ¡Caramba!...-— Hizo una pau-
a como contrariado; después prosi-
ruió: — Mirá que tenés que trabajar
uerte, — Y luego, cambiando el tono
le voz, guiñando un ojo, añadió: —
A mí me dijeron que los negros son
1araganes. ¿Es cierto eso?
Pronunció la palabra negros zum-
ando, por no decirle negro a él. Lo
JO SSE
q
A
>omprendió así y estuvo a punto de
rebelarse. Pero la cabeza del perro,
que pugnaba por meterse entre las
»iernas del hombre, y sus ojillos, re-
londos, negros, en los que advirtió
ma mirada amistosa, lo: sobrepusie-
ron de su encono.: Miró de frente al
'ombre. Este tenía sobre la cabeza un
ancho sombrero de paja en forma de
:mbudo. Apestaha a tabaco malo y
udor. Escupía, frecuentemente, una
saliva pastosa, negra-
— ¿Y es cierto eso? — preguntó de
Evo. -
— No sé, pero si usted lo dice...
— se detuvo.
— No, yo no lo digo; lo dice la gen-
e — replicó el otro, lanzando una
-arcajada estridente, grosera.
La burla, recibida en pleno rostro,
lo hizo trastabillar sobre sus pies. Los
jos se le llenaron de lágrimas, pero
os ojillos del perro, que aún, con ca-
maradería, le lamían los. suyos, lo-
raron tranquilizarlo,
— — ¿Cómo te llamás vos?
— Félix, señor — respondió cohi-
ido. Aún le zumbaba la burla en los
idos como un disco rayado.
— Ajá... ¿Y cuántos años tenés?
— Trece, señor.
— Ajá... ¿Paleaste alguna vez tie-
rra? -
— No, nunca, señor; trabajé de pin-
or siempre... —- :
Ahora se mantenía firme, resuelto.
Tabía logrado dominarse, “Tenía que
'er un hombre, pues... Con pacien-
a me acostumbraré al mal trato”,
nonologó mentalmente. Y se atrevió a
nirar al otro, que aún mantenía una
onrisa irónica sobre sus labios.
— ¿Y cuánto querés por mes?
— No sé, señor, usted dirá. — Y sub-
ayó el señor con más insistente timi-
lez que de costumbre,
—Ajá..., bueno, ¿Te conformás
on veinte pesos.
Aceptó sin recapacitar. No era mu-
ho, es cierto; aunque de pintor, pen-
ándelo bien, no ganaba más, Y luego
se insufrible olor de aguarrás, aceite,
arniz, que le embotaba el cerebro, Y
as escaleras, la cal, el sol, Era mejor
1sí, claro; seguro, en tierra firme,
»bre la tierra. .
— ¿Quiere que empiece hoy? — pre-
“untó, alborozado,
— Ajá... Hoy tenés que empezar,
ves... Entrá, vení conmigo.
Lo siguió, El perro se le enredó en
as piernas, husmeándolo y moviéndole
1 rabo. Le acarició alegremente la ca-
veza; le sobó las patas y el lomo, lla-
nándolo por su nombre. Se festejaron
nutuamente como viejos conocidos.
Un minuto después estaba curvado
obre la tierra.
(Continúa en la página 25)