) de Marzo de 1938
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perdonarme. Era una cmoción muy
dulce estar a tu lado, adorarte y sa-
berme adorado, y no tuve fuerzas pa-
ra reaccionar a tiempo. Entretanto, te
he seguido engañando, porque yo sabía
que wa día u otro esto tenía que con-
Buenos oficios
NRIQUE Ríos, mientras se des-
abrochaba su overall de mecá-
nico, se inclinó sobre la venta-
nilla de la caja y con tono ale-
yre exclamó: :
— Buenas tardes, don Juan; parece
que tenemos linda cara hoy.:.
—— En día de pago, las caras siem-
pre son lindas... — respondió el alu-
dido pasándole un sobre cerrado.
Enrique se detuvo un momento, has-
ta quitarse el mameluco, y luego, des-
vidiéndose del viejo, continuó su ca-
mino, atravesó el portón de salida y,
echando a andar por una larga calle
paralela a la fábrica, hizo un extenso
irayecto hasta que dobló en una pla-
za, y cruzándola, se introdujo en una
casa de puertas altas y lustrosas, en
:uyo dintel un letrero blanco pintado
primorosamente rezaba: “Pensión fa-
miliar,”
Un rato después, Enrique aparecía
otalmente transformado. Había cam-
dado sus ropas y lucía un elegante
traje, demasiado hicn cortado para
que pudiera ser o:iginario de Villa
Rosa, el industrioso pueblo norteño en
que vivía. Enrique Ríos era justamen-
te un caballero en su nuevo aspecto.
Su rostro pálido y distinguido, sus mo-
vimientos sueltos y pausados denota-
van a primera vista que su oficio de
necánico debía ser una de esas alter-
1ativas que la vida presenta inespera-
lamente y que es necesario afrontar de
»uen grado. -
El hombre observó la hora, y luego,
ipresuradamente, se dirigió hasta la
astación del ferrocarril, próxima a la
vlaza. Una vez en ella, se instaló en un
vagón, y poco después la máquina se
ponía en movimiento.
— Bueno — exclamó Enrique lan-
zando un suspiro. — Alguna vez te-
ría que ser. Amelia no me lo perdo-
1ará, pero no queda otro remedio...
Jesde hacía tres meses acostumbraba
:fectuar, diariamente, ese camino.
Miró por la ventanill !+s campos
¡embrados, en cuya extensión los copos
Cuento por
M. A. OLIVERA
e algodón ponían una sábana blanca
ondulante por la acción del viento;
1s fábricas de tejidos, grandes unas,
equeñas las más, que de trecho en
recho. aparecían a lo largo de la vía
retrospectivamente, su vida se le
pareció como una película cinemato-
ráfica.
— Si le hubiera dicho la verdad des-
e el primer día — pensó — hoy no
ubiera pasado estas apreturas. —.
Y contemplando los capullos de al-
»dón esbozó una sonrisa triste.
“¡En qué trabaja usted”, me pre
untó — se dijo. -— Y mi contestación
ué bien audaz: “En algodón. Tengo
mucho trabajo en mi puesto de la fá-
rica” Si ella supiera que ha estado
mando a un mecánico, ella, la hija del
2ñor Blanco, uno de los más fuertes
1dustriales...
Entornó los párpados, y reclinan-
o su cabeza contra el cristal de la
entanilla, dió vuelo a sus pensamien-
os dolorosos, mientras el tren, acele-
ando la marcha, se acercaba cada
ez más a la vecina población en que
abitaba Amelia.
Cuando llegó, el corazón le latía
presuradamento. Sentía la emoción
e los minutos próximos y pensaba si
ería capaz de resolverse a terminar
us relaciones con aquella mujer a la
ue tanto quería, pero su conciencia
2 indicaba que no cabía otra solución,
- adoptando un aire decidido, se enca-
hinó al lugar donde ella solía espe-
arlo.
Amelia ya estaba allí. Con las ma-
.us apoyadas en el volante de su voi-
Un enjambre
le niños rodeó al
automóvil curiosa-
mente, haciendo
7 la muchacha
un tumulto de
preguntas a las
que ella no tuvo
ánimo de contes
tar.
arette, lo vió llegar, y sonriendo amo-
osamente, cuando estuvo junto a ella
3 saludó:
— Buenas tardes, amor.
El sonrió tristemente mientras se
cntaba 'a su lado, y viendo que ella
ntentaba poner el coche en marcha,
on voz tenue, deteniendo su ademán,
xclamó:
— No, Amelia, quedémonos agií.
"oy a estar muy poco contigo...
Ella obedeció. Hubo un silencio lar-
0, durante el cual los ojos de Enri-
jue se posaron en los de ella como si
uplicasen perdón por una falta co-
netida. Se le hacía difícil explicarse.
imelia, con las pupilas brillantes, es-
eraba. Le gustaba saborear la incer-
idumbre que le proporcionaba Enri-
«ue, y se sometía a lo que él demanda-
€ con una ductilidad de esclava que
1acía feliz al hombre. Después de un
ato, él se decidió a hablar. -
— Te extrañará lo que voy a decir-
¿, Amelia; te extrañará mucho, sobre
ado porque no lo esperas...
Volvió a trabarse. Indudablemente,
> costaba decir aquello, pero como ob-
ervara la sonriente expectativa de la
nuchacha, continuó: -
— Tenemos que separarnos, Amelia;
2mnemos que dejar de vernos; lo he
ansado bien y no queda otra solución,
Ella lo tomó a broma y se echó a
sir,
Entonces, el hombre, con expresión
mbría, prosiguió:
—.Como lo oyes, Amelia. Esto no
iebió haber sido nunca. Me siento cul-
sable de debilidad y tú tendrás que
luir, Y el día se ha presentado, cuan:
lo menos lo esperábamos tú o yo. Nos
1emos amado, Amelia, durante tres
1eses, tres meses de felicidad para mí,
le felicidad sin nombre, porque sólo
ú la proporcionas, Pero nuestro amor
staba en nosotros dos solamente, y
Or eso yo lo permití, Pero ahora tú
ne has pedido algo que no puedo dar-
e. Quieres presentarme a tu padre,
hacer que todo esto se oficialice, y yo
10 puedo aceptarlo así,
Detuvo una palabra que ella inten-
tó pronunciar, y continuó su explica-
"ión:
— Tú me dirás que no hay necesi-
iad entonces de la presentación; yo lo
sé; pero tarde o temprano, entiéndelo,
leberemos separarnos. Prefiero que
sea ahora; hay algo que no te puedo
»Xplicar que es suficiente motivo para
muestra separación. Todas las eosas
ienen su fin, y no es posible dilatar
sos momentos, Amelia... -
— Pero no te entiendo, Enrique —
:1jo la muchacha con la voz opaca. —
Jo te creo tampoco, ¿Qué puede haber
n tu vida que sea de tanta gravedad
ara impulsarte a dar un paso así?
do te creo, Enrique; debe ser alguna
mtería tuya... ;
— Y sin embargo, Amelia, esta es la
itima tarde que nos vemos. .
Hubo una larga pausa, Los dos ha-
dan enmudecido como si pesase sobre
]los el aplastamiento de las palabras
:ambiadas. Amelia, sorprendida des-
1igradablemente, no acertaba a protes-
ar ante la resolución de Enrique, y
uando él se incorporó para marchar-
se, los ojos de la muchacha se ensom-
wecieron ante la inminencia del desas-
Te.
— ¿Te vas? — le preguntó, opri-
niéndole una mano.
El asintió con un movimiento de ca-
eza.
— Pero, ¿así...? — insistió ella. —
Así, sin darme una explicación, sin que
-e pese el engaño en que me has tenido,
sin que te duela el abandonar este amor
jue tan feliz nos ha hecho?...
Enrique la miró en silencio; su mira-
1a cálida chocó con los ojos de Amelia
somo si quisiese fundirse con ellos en
na despedida dolorosa.
(Continúa en la nácina 23)