MUNDO: ARCENTINO
L pago se estaba transformando. Vientos de
civilización llegaban hasta él. El último ba-
luarte de la tradición campera, la pulpería,
había caído ya, demolido por la piqueta del
progreso, En su lugar se levantaba ahora un alma-
rén de aspecto porteño, cuya presencia denunciaban
Je noche sus bien iluminadas vidrieras y de: día sus
rrandes letreros visibles a larga distancia. Sólo que-
daba el palenque, donde los gauchos ataban sus pa-
rejeros para “ahugar” penas en la pulpería, pegán-
dole al truco o a la ginebra, Los últimos ranchos se
desplazaban campo afuera, hasta donde no llega-
ban ni el silbido de la locomotora ni la acción del
comisario, porque ya tenía comisario ,el pueblo. Un
comisario de campaña que sabía leer y escribir, que
1saba cuello duro y montaba a caballo a la america-
1a. La encina secular, a cuya sombra se. bailaron
tantos pericones, se entrechocaron dagas o se re-
unieron los competidores de las carreras cuadreras
> de sortija, también había caído, porque le estaba
haciendo demasiada sombra al progreso — según
lecía el comisario, — y porque hablaba de un pasado
que era necesario olvidar,
Era el comisario un tal Gregorio Bermúdez. No
ara malo ni bueno. Era recto. No aplicaba penas sin
sumario previo, ni recurría a procedimientos. “expe-
ditivos”: para hacer “cantar”. Interrogaba con aus-
:eridad, pero lisa y llanamente, Se le podía señalar
mn defecto: el de ser por demás aporteñado. Por
eso no miraba con buenos ojos. a los vecinos -que se-
guían aferrándose a la indumentaria gaucha. Los
hostigabá con cierta habilidad para ponerlos en el
trance de refinarse o de levantar vuelo. En esa
forma consiguió eliminar del pago a la gente de chi-
ripá. “Pasaron los tiempos de Juan Moreira — de-
tía, — y hay que ponerse a tono con las- exigencias
de la época.” Y los gauchos comenzaron a alejarse.
[erminó por .quedar nada más que uno: .el gaucho
Rudecindo. El comisario Bermúdez hacía esa excep-
tión en homenaje al mozo, porque le debía más de
un servicio y era, sobre todo, hombre honrado y tra-
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, Cuento por ”
IULIO A. NUCHE
bajador. Lo tomó como domador, permitiéndole el
180 de las prendas gauchas de vestir, por “ahora”,
orque el comisario Bermúdez tenía el propósito de
ivilizar a Rudecindo y “matar” al gaucho que. vi-
vía en él.- A veces le decía, cariñosamente, que le
ba a sacar el olor a campo. ;
— Algo has cambiado en tus maneras — le decía;
— pern mientras no te quites ese disfraz de gau-
ho... .
Poco a poco fué naciendo entre el mozo y el co-
nisario una verdadera amistad. Al cabo de un tiem-
0, llegaron a ser amigos confidenciales. Adonde iba
:) funcionario policial iba el gaucho, convirtiéndose
'ste en algo así como la sombra de aquél. Llegaron
1 identificarse en los sentimientos, y en forma in-
sensible Rudecindo asimilaba las costumbres de su
vatrón, que sentíase halagado por la transforma-
sión que se estaba operando en el mozo, y porque se
alía con la suya de “matar” al gaucho, del que ya
120 quedaba, aparentemente. más que la indumen-
"aria. -
Una mañana consiguió el comisario Bermúdez que
Rudecindo se pusiera los, primeros pantalones de su
rida, y entónces consideró que el gaucho había
*'muerto” definitivamente. Aquello fué un aconteci-
miento en el pago, el más importante después de la
legada de la primera locomotora. La cosa causó re-
vuelo y comentarios de todo calibre, no faltando
quien dijera, con mordaz ironía, que al gaucho Ru-
decindo la habían disfrazado de hombre.
a
. Hacía varios días que Rudecindo andaba triste y
abizbaio. Había desaparecido en él aquella noble
—_—
ltivez que le era característica, Comía poco y, na-
uralmente, enflaquecía día a día. Estaba así desde
mue cambiara el chiripá por los pantalones, y sen-
íase como avergonzado de sí mismo. Su tristeza de-
Xía ser muy honda, porque se le veía con frecuen-
ia sentado junto a una mesa en el almacén, solo y
on la cabeza apoyada en las manos. como sumido
n profundas meditaciones, . . :
Un día se vió en el espejo de un ropero de su
atrón, y estuvo a punto de llorar, ¡A eso le llama-
'an civilización! Se dirigió a su pieza y contempló
argo rato, con profunda pena, su: indumentaria
'aucha, colgada en una percha. Acarició con la mi-
ada el chiripá que siempre había vestido con or-
ullo, las bombachas blancas, el poncho de vicuña
abierto no por el noble polvo de los caminos, sino
el polvo que olía a museo histórico, Contempló ape-
adumbrado su vistoso cinturón, adornado con chi-
olas de plata, el chambergo negro como el azaba-
he, el pañuelo celeste del cuello, bordado por la
nano de una moza que ahora se reía de él. Y se
chó a llorar, más de rabia que de pena, porque
ello era una vergonzoza claudicación.
Los vecinos que apreciaban de veras al gaucho
udecindo, lo compadecían, Los otros lo miraban
on ojos burlones y le hacían frases irónicas y cho-
antes, que el mozo no sabía él mismo por qué las
guantaba.
— Y áhura, mozo. .., ¿cómo hace pa caminar? ¿No
aprietan los pantalones?
El gaucho se mordía los labios para no contestar.
zachaba la cabeza y continuaba su camino.
— Hasta cobardón se ha vuelto, ¿no? —
El comisario Bermúdez lo interrogó en varias
vortunidades, inquiriéndole la causa de su tristeza,
'] gaucho se limitaba a encogerse de hombros o res-
ondía cualquier cosa. Más de una vez estuvo ten-
ado de hablar para desahogarse, aunque más no
uera; pero las palabras se le anudaban en la gar-
mta. No se atrevía a decir la verdad, temiendo con-
rariar a su patrón. ¡Cómo le iba a decir que no es-
aba conforme! ¿Le faltaba algo, acaso? El comi-
ario ¿no lo sentaba a la mesa con él y le ponía siem-
lustró MONTERO LACASA
Je puso el chambergo, bien levantada el ala so-
re la frente, y empezó a ensillar el caballo, re-
lomón todavía, fuera de la casa, para que lo vie-
ran los vecinos burlones, por si alguno estaba
entre los madrugadores.
,re un peso en el bolsillo?.¿No lo había como. agre-
"ado a la familia? . E ..
Al fin, se-decidió a hablar. Estaba cansado ya de
guantar burlas de ciertos vecinos. Por otra parte,
| comisario, que vivía intrigado por la inexplicable
risteza de Rudecindo, comenzaba a sentirse molesto
or la actitud reservada del mozo. * ::
Y el gaucho habló. Fué a la caída de una tarde.
.cababa de domar un potro soberbio. Le había dado
rabajo el animal, que tenía sangre” de pareicr0, y
or eso le gustaba, Estaba animoso el gaucho, ese
lía, cosa que alegró al comisario,
— ¿Sabe, don Gregorio, que me gusta el pingo?
— Tiene buena pinta, ¿no? -
— Y es gran galopador, .
—¿Te gusta? —
— Tanto, que, vea..., se lo iba a pedir. ¡Tengo
mas ganas bárbaras de galopar, de agarrar cam-
10 afuera! .
El comisario” Bermúdez comprendió. El gaucho
.0 había muerto. Estaba dormido, y despertaba.
ruardó silencio un. instante y observó a Rudecindo.
.uego hizo un gesto de resignación y le dijo, en
n tono que dejaba traslucir un desencanto:
— Así que tenés ganas de galopar, de cubrirte
tra vez con el polvo del camino... ¡Qué le vamos
hacer!
dizo una breve pausa y prosiguió:
— Y bueno..., ahí está el caballo. Ya sabés que
úunca te he negado nada, .
— Ya sé, don Gregorio... Y créame que dejo aquí
a mitá del alma.
— Pero te vas con la mitad de mi corazón.
E
Al día siguiente, con las primeras luces del alba,
1 gaucho Rudecindo le sacaba el polvo a su indu-
sentaria tradicional y cantaba, mientras tanto, co-
(Continúa en la nárcina 63)