A gran Estación Central de
Varsovia tiene un quiosco de
—A periódicos en el centro, donde
se venden diarios y revistas en
20 idiomas, y los bancos que lo rodean
están siempre llenos de gente, porque
riajar por tren es toda una aventura,
El horario puede ser cambiado sin pre-
vio aviso, y, posiblemente, se tenga que
esperar en filas horas enteras para
conseguir boleto. Muchos van allí por-
que sus hogares son fríos y obscuros,
mientras que en la estación hay luz y ca-
.0r, sin contar el continuado espectácu-
.0 de soldados, oficiales y extranjeros
con ropas extrañas. Es más agradable
star observando esta correntada hu-
mana que alguna callejuela miserable a
cravés de la sucia ventana. Todo allí,
en la Estación Central de Varsovia,
es bullicio, actividad y vida pintoresca.
Entre esta abigarrada concurrencia,
sierta tarde fría de diciembre, se halla-
da el doctor Julio Offenbacker, un in-
confundible anciano hebreo, de larga
harta y nariz relucien-
e. Iba en viaje a Cra-
zovia para conocer al
pequeño Moisés, el pri-
mogénito de su hija
Rebeca, cuyo adveni-
miento a este mundo
0 había llenado de ale-
rría porque uno de sus
hijos había muerto en
a guerra y el otro ca-
7Ó durante la epidemia
Podría ofrecerle uno de estos
huevos, pero la cabeza del
arenque es mi plato favorito.
le tifus en los días de hambre en 1921.
El sobretodo del doctor Julio estaba
in tanto raído por fuera y picado por
a polilla por dentro, pero le abrigaba
20n su cuello de piel barata que le en-
volvía como. el brazo de un amigo.
Hombre sensato y perspicaz, había per-
tibido, antes que otros comerciantes de
Varsovia, que los botines fabricados en
Checoeslovaquia eran más baratos que
los de otra procedencia.
Halló cierta dificultad con las tari-
fas aduaneras, pero había muchos me-
dios para salvar los obstáculos adua-
1eros para hombres tan astutos y ex-
erimentados como el doctor Julio. De
modo que nada tenía de particular que
orosperara y que en ese momento lle-
vara en el bolsillo un boleto de primera
:-lase para efectuar ese viaje nocturno
1acia Cracovia, y que un paquete bas-
ante voluminoso, que contenía su cena,
staba dentro de la valija que sostenía
obre las roditlas.
E
EL sonido estridente de la campana
lo llamó a la realidad, y ya todo
:1 mundo corría hacia el tren de Cra-
:ovia, Offenbacker seguía a una fami-
lia de campesinos, cargados de bultos
y niños. Cerca e él pasó un coronel de
zaballería en uniforme resplandeciente.
Por una de esas raras coincidencias,
al destino quiso que estas personas com-
»artieran el mismo vagón de primera
:lase. Al poco tiempo de iniciado el
iaje, el coronel se cansó de leer el
iario y, para no aburrirse, se dignó
mversar con su compañero de viaje.
labló del tiempo y de una antigua he-
ida que había sufrido en el brazo de-
cho y que durante el invierno a ve-
es solía dolerle, Habló de todo un po-
> y con cierta condescendencia amable,
mo a su condición de caballero polaco.
lientras que acariciaba sus bigotes,
ijo afablemente:
—- No conozco, por supuesto, a mu-
1as personas de su raza, de modo que
1e alegra tener la oportunidad de
ablar aquí con usted. Le diré por
ué: hay una cosa que siempre he de-
zado saber. Lo que no entiendo es por
'ué los miembros de su raza siempre
ienen tanto éxito en todas las cosas que
mprenden, Quiero decir, hasta cierto
unto, ¿no? Pero, de todos modos, us-
edes ganan mucho dinero, ¿no es cier-
0? Y tienen mayor éxito todavía en la
pera y en el teatro, y hasta me han
icho que en América — tengo amigos
n Washington — hay un judío en el
1inisterio, y este judío es un amigo
2rsonal del presidente.
El coronel puso las manos sobre las
adillas y se inclinó hacia el doctor.
— De hombre a hombre, quiero ha-
erle una simple pregunta: ¿cómo lo
onsiguen? ¿Cuál es su secreto?
Julio Offenbacker se frotó la nariz,
sensativamente, con el índice,
— Es una cuestión de sesos — dijo
on firmeza, — Tenemos cerebro como
5. demás..., y lo -empelamos, cosa
ue no hacen todos ustedes.
El coronel lo miró extrañado.
— Supongo que tendrá razón, pero
te dónde sacan esa inteligencia? ¿Por
ué la utilizan más que otras personas?
Esta vez recibió la contestación en
:guida.
— Nos viene de comer cabezas. Co-
nemos las cabezas de todo: cabezas de
erneros, de ovejas y las cabezas de los
escados. Aquí en mi valija tengo la
abeza de un arenque, que me guardé
e la cena de ayer, pescado relleno,
echo por mi viejo sirviente. Es un
Dato exquisito, al que se le agrega
na salsa especial, que le recomiendo.
Al coronel se le hizo agua la boca
1ando recordó que el tren no tenía co-
e comedor.
— Usted me dice cosas interesantes
— exclamó. — ¿Podría mostrarme la
abeza- del arenque?
Julio Offenbacker se encogió de hom-
-r08, con una sonrisa,
— Si usted me permite, señor, en
ste momento pienso saborear mi mo-
lesta cena,
Sacó de su valija un paquete envuel-
o en papel de diario, dos huevos duros,
an y manteca, un pedazo de queso, un
oco de sal, y, por último, la apetitosa
abeza del arenque,
— Esto — dijo, señalándola con la
mano -—- es lo más importante. Con ca-
ezas se hacen cerebros. Estimado se-
lor, os he enterado de nuestro secreto.
El coronel sentía un hambre muy
lemocrático y estaba, al mismo tiempo,
orprendido por su propia condescen-
lencia hacia el barbudo comerciante.
— Es una teoría muy interesante la
uya. ¿Me vende esa cabeza? ”
— De ninguna manera.
—Mire — insistió el coronel, — aquí
iene veinte “zlotys” en la mano. ¿Los
quiere o- no?
Offenbacker los tomó, y el coronel
“ecibió la cabeza. Estaba bien prepa-
"ada, tierna y fresca.
- — ¡Excelente! — exclamó el coronel
uando hubo terminado, — Estaba ex-
:elente de verdad.
Sacó un cigarro del bolsillo, mordió
a punta y lo encendió. Luego se re-
'ostó satisfecho en su asiento,
Recién después de fumar su cigarro
:ompió el silencio. Primeramente tiró
: pucho por la ventana, y luego miró
1 Offenbacker con extrañeza. :
— El arenque estaba muy bueno —
lijo al fin; — pero hay algo que le ten-
70 que preguntar. Estoy Seguro que
1 pescado entero no habrá costado
nás que tres “zlotys”, y Yo le he pa.
zado veinte poy la cabeza solamente,
“Julio Offenbacker saltó de su asien.
o señalando al coronel con el dedo,
— ¿Ve? — exclamó. — ¿Ve? ¿No le
lije yo? Ya está surtiendo efecto la
Abeza,