LAS HUELLAS DEL ZORRO
Cuento por BENJAMIN ULLOA
RISIONERO del campo que le
P ha capturado el alma, Eusta-
quio Brad siente el embrujo
del paisaje verdeante, cuyos
aromas frescos aspira ansiosamente
desde el alba a la puesta del sol, Her-
mético y cerrado, ha aprendido a amar
el vallecito de la quebrada cordobesa,
donde aún se cobija el zorro, el sende-
¿uso que bastaba con entornaria na.
'a resguardar a sus aves del peligro.
Jías después, el molesto intruso vol-
ía, empujaba la ventana y desapare-
ía con una tercera presa. Esta vez
1 hombre se encolerizó de veras, Era
acesaria una acción enérgica.
Recordó, entonces, que en el altillo
enía arrinconado un viejo trabuco, oxi-
lado y quizá inservible, pero que en la
casión podía prestar un buen servi-
io. Lo limpió y lubricó detenidamente,
", una vez obtenido un perfecto funcio-
1amiento, lo cargó con una buena pro-
isión de pólvora y una docena de ba-
ines y menudos trozos de hierro. Des-
ués lo afianzó sobre dos travesaños
lel gallinero, con la boca apuntando
1 la ventana, anudó una piola entre
1 postigo y el disparador, y por este
medio se aseguró que al ser abierta la
'entana, una descarga mortífera cas-
igaría al ladrón que volviera por más
resas.
Una vez concluída la trampa, excla-
16 satisfecho:
— Ahora, el que venga a robar ga-
inas recibirá su merecido.
El granjero vive solo en una chacra
ituada en la falda de una loma y ra-
a vez es visitado por los moradores
le las cercanías, Todo en la casa es
ulero y cuidado, como cuando vivía su
mujer, muerta en la primavera pasada.
Los chacareros de las inmediaciones
uelen bromear a Brad por vivir en
¡quella soledad, tan lejos del poblado,
:un cuando es voz corriente que meses
mtes ha recibido una cuantiosa heren-
ia, legado de un pariente ignoto. Se-
"ún el rumor general, el monto de la
ro que lleva a todas partes y el río im-
perturbable de los días y las noches.
El solitario se introduce en el galli-
nero, evitando los rincones donde las
arañas tejen sus randas de humo, Las
gallinas, siempre glotonas y desconfia-
das, mirando de reojo y suspendiendo
una pata en el aire, acércanse a pico-
tear, mientras el gallo, petulante y al-
tivo, asume una actitud de reto.
El zorro ha vuelto. Allí están las
huellas frescas, inconfundibles.
El primer estrago fué advertido la
semana anterior, Durante el día, las
aves disponen de un pequeño corral,
cercado por una tupida alambrada, y
por la noche se refugian en el galline-
ro, cuya puerta hasta ahora ha que-
dado sin apestillar.
Una mañana constató que el cerco
había sido forzado, que a un lado y.a
otro se veían diseminadas varias plu-
mas, y en la tierra blanda del galline-
ro se notaban rastros frescos de zorro.
Una de las aves había desaparecido.
Esa noche y las siguientes salió, an-
tes de acostarse, para asegurar la
puerta del gallinero. Pero ocurría que
la puerta no tenía marco, y el mero-
deador, escarbando la tierra, había lo-
grado franquear la entrada, con el re-
sultado de una rapiña más, El granjero
colocó un travesaño bajo la puerta, en
la esperanza de que así el astuto ani-
mal no podría repetir sus fechorías.
Tampoco esta iniciativa fué feliz,
pues el gallinero tenía una ventana
«ue se abría hacia adentro, y. Brad
nerencia varía ampliamente, haciéndo-
a ascender unos a 50.000 pesos, mien-
"ras otros aseguran que sólo llega a
1n0s cuantos miles. Así y todo, esta
suma habría inducido a otros hombres
1 cambiar de hábitos y realizar un pa-
eo por los sitios habitados donde la
ida es alegre y fácil.
Pero el destino de Brad estaba re-
ueltamente decidido. Siguió viviendo
n la chacra como hasta entonces, y
-olocó la plata en un banco de la lo-
:alidad vecina,
El único signo de prosperidad visi-
»le en la casa era un piano que el cha-
:arero había comprado para satisfacer
in anhelo de su esposa, María, algo
ificionada a la música. Brad miraba
) piano con honda ternura, pues le
ecordaba a la dulce compañera, des-
iparecida casi inmediatamente después
le efectuada la adquisición, y muchas
reces el hombre se sorprendía junto al
vano pasando las manos por las teclas
le marfil, cual tratando de evocar los
aábiles sonidos que los dedos de la
muerta arrancaban de su interior,
A cuantos sorprendió la compra de
ste piano, Brad solía decirles: -
— María siempre deseó tener uno.
Lo tocaba con tanto arte y sentimien-
to!..
E
De vuelta a la cocina en ese día, se
reparó la cena: huevos revueltos, pa-
vas asadas, manteca, nueces y leche.
Jaciado el apetito, volvió al gallinero,
revisó la trampa y cerró cuidadosa:
MUNDO ARGENTINO
mente la puerta. La ventana quedó sil
apestillar,
Sus actividades del día no habían
concluído por eso. Quedaba la parte
del descanso, los breves momentos de
recreo que se reservaba en la jornada.
Enganchó el caballo al sulky y, ya en-
trada la noche, se puso en marcha ha-
2ia el almacén de Rudecindo, único lu-
Vió un hacha suspendida del muro
7 la descolgó.
— ¿Me dice dónde guarda el resto
o hago el muevile redazos?
rar de tertulia de todo el contorno.
Al entrar en el establecimiento vió
1 algunos de los vecinos de las inmedia-
ones en amena charla: unos, agru-
ados junto a la estufa fría; otros,
1poyados de codos a lo largo del mos-
rador. Orgía de grapa a la luz tur-
xa de una lámpara de kerosene,
Anastasio describía el tamaño de las
tuchas que esa tarde había pescado
n la laguna. Goyo y Paulucci, mozos
voco de fiar, hablaban en voz queda de
i1suntos que, evidentemente, no podían
ser divulgados. Algo distantes, el Co-
'rentino y Paulino, hombres de cierta
'epresentación, conversaban también
“parte sobre temas de ganado. Cuando
irad se les acercó, le hicieron partí.
ipe de sus preocupaciones, pues el
hacarero era ahora persona de recur-
'08 y había que contar con él. Esta
“til consideración lo dejó halagado.
En esos momentos, un hombre entró
il local por el portón del frente y,
1espués de comprar un par de tosca-
108, fué a ubicarse cerca del lugar
jue ocupaban Goyo y Paulucei, pero
in despegar los labios. Su aparición
nfrió momentáneamente la charla, To-
los lo miraron con atención silenciosa,
1 la espera de un saludo o de cual.
quier motivo de conversación,
El recién llegado, homre de ciudad
Dor las trazas, no denunciaba una po.
ción próspera, si se había de juzgar
or sus ropas desaliñadas. Algunos da
(Continúa en la página 74,