$ de Abril de 1938
Cuento por RAUL ARG
“UANDO esa mañana de abril
Alina Muniz llamó al joven doc-
C tor Eduardo Salcedo, el doctor
Lameson le aconsejó:
— No vayas. Cuanto menos tienes que
ver con esa vieja, mejor,
Eduardo levantó la cabeza al escu-
char estas palabras de boca de su
socio.
— Pero ¿por qué? .— preguntó.
Lamerson se sonrió:
— En' primer lugar, porque no te
cagará la cuenta, y en segundo, por-
jue nunca está enferma. Es una de las
personas - Más sanas que yo conozco.
Recuerdo bien la primera vez que la
atendí.. Me llamó, alegando que tenía
bronquitis, aunque no pude encontra”
la más leve señal de una enfermedad.
La visité durante todo el invit:no,
pues era en los primeros tiempos de
mi. práctica; y estaba descoso de ad-
quirir fama. Bueno, para abreviar,
cuando le mandé la cuenta, la seño-
ra me empezó a discutir, diciendo que
ella me había llamado una sola vez,
y que las visitas restantes las había
hecho por mi propia cuenta. Discuti-
mos largo rato, hasta que yo perdí la
paciencia, rompí la factura en mil pe-
dazos y se la arrojé a la cara,
Lameson se rió secamente. -
— Eso era, justamente, lo que ella
quería. Cuando le dije que no acep-
taría un céntimo de su dinero, ella -se
imitó a reírse de un modo sarcásti-
0 y me enseñó la puerta.
—- ¡Conque esas teníamos! — excla-
mó, fndignado, Eduardo, o
-— Sí — contestó Lameson. — Es una
avara; pero no -es tanta su avaricia
como su maldad, Y no porque esté en
mala posición: ¡al contrario! Tiene
1na colección de porcelana China an-
digua que. vale una fortuna.
Lameson suspiró con envidia, pues
además de ser médico éra un ardien-
te coleccionista de porcelanas anti-
zuas. o —
— Tiene un plato genuino de Ming,
jue su bisabuela trajo de Cantón. Da-
ría cualquier cosa por tenerlo en mi
colección. .
El relato de Lameson había inte-
resado a Eduardo, y al levantarse de.
claró:
— Me parece que voy a visitar a ta
amiga, Lameson. Pero no te preocu-
pes por mí. Esta vez las consultas no
serán gratis.
Lameson ocultó una sonrisa, acarián-
lose el mentón con un gesto reflexivo.
— Bueno, anda, si tanto te empeñas,
Yo he cumplido con mi deber al pre-
venirte.
Puesto en este trance, y ansioso por
:onocer a la anciana, Eduardo se hizo
anunciar a eso de las tres de la tarde.
La señorita Alina vivía en un barrio
apartado, compuesto por casas anti-
zuas y señoriales, Solía estar sentada
2l lado de la ventana de la sala, a
'ravás de la cual miraba la calle y se
— Sirvase uno, dozior,
aunque, seguramente, ho
le custarán.
ntretenía criticando a los transeúntes.
Alina estaba sola cuando Eduardo
ntró, acurrucada en-su: sillón acos-
umbrado: una solterona amargada con
ómulos altos, colores sanos y unos
Jillos malignos, Estaba vestida de ne-
ro y cubierta por un grueso chal. A
u lado, sobre una fina mesita de la-
or, junto a una “Biblia”, había un
artucho de dulces, que constituía su
nico lujo. Los muebles de la pieza eran
*almente excelentes. En una mesa,
“ente a la ventana, estaba el famoso
lató de Ming, A pesar del lujo de la
abitación, el ambiente estaba helado.
— Menos mal que se acuerda de mí,
octor — lloriqueó la vieja a manera
'e bienvenida. — Espero que no serú
ma- visita profesional. No lo tomará
€ esa manera, porque, ¿sabe, doctor?,
s por un asunto privado que lo mne-
esito. . .
Antes que Eduardo pudiera protes-
ir, continuó rápidamente:
— Siéntese y descanse. Pensaba
render el fuego, pero después no le
Nice, Espero que no tendrá frío. .
A pesar de los escalofríos que sen
ía, Eduardo tuvo que sonrefr. Segu-
'amente a Alina le producía más' sa-
isfacción estarse sin fuego para aho.
Tar el carbón, que calentar la pieza
on las alegres Hamas, ..
— Bien — dijo bruscamente, — ¿Pa-
a qué me llamó, señorita Muniz? -
— ¡Pero, doctor! — exclamó ésta, —
No se apure tanto! Yo le dije que
ne Visitara si le” quedaba de gaso,
ero que no viniera a propósito. Pen-
aba ofrecerle una taza de tá: nern
cabo de descubrir que no me alcanza
2) azúcar, y el agua se volvió a en-
riar. :
Movió la cabeza tristemente por la
xtraña coincidencia que no le permi-
ía ofrecer hospitalidad al visitante,
1 mismo tiempo que se servía un
vmbón. Después, como recordando, le
-endió el cartucho a Eduardo.
— Sírvase uno, doctor; aunque, se-
yuramente, no le gustarán, -
Eduardo, reprimiendo una sonrisa, se
sirvió liberalmente,
— Gracias, señorita Muniz, Me gus.
tan mucho los dulces. ¿Cómo lo sabía?
-La cara de la anciana se heló vien-
do que” había quedado vacío el car-
tucho, . -
Se lo quitó de la mano, y declaró
i1griamente: .
— Sí, no cabe duda que le gustan
os dulces, E
Eduardo, en vista del cariz que em-
xezaban a tomarlas cosas, comenzó a
livertirse,
— Y ahora, señorita Muniz, que es-
1mos instalados tan confortablemen-
e, dígame: ¿qué le pasa?
Alina :lo miró fijamente, ;
— Bueno, bueno. Ya que insiste, Ten-
x0 algo que podría ser interesante
vara usted. Se trata de un pequeñc
quiste que tengo en la cabeza. No me
oreocupa en lo más mínimo. Lo tengo
lesde hace: seis años; pero hace poco
e está poniendo cada vez más grande
le. manéra que yo me dije: “Lo lla.
ñaré al doctor Salcedo para que me
o saque.” Será una gran experiencia,
no dudé de que me estaría apra.
decido si le doy la oportunidad para
practicar sin que me lo ponga en la
cuenta. ' -
Semejante desfachatez le cortó a
Eduardo la respiración; pero a pesar
de todo, dijo simplemente:
— Déjemelo ver, entonces,
Apartando el cabello, aún negro y
abundante, examinó el cuero cabellu-
do.. Allí había un montículo rosado,
grande como un huevo de paloma.
Lo reconoció inmediatamente. Era un
grano común, fácil de extirpar.
“Explicó el caso .a la mujer, dicién-
dole quese mpoctía curar con una
simple operación. - — -
Sus ojos brillaron. ,
— [Ya sabía que le iba a intere-
sar, doctor! ¡Ya sabía que era una
gran práctica para usted!
. Eduardo la miró, asumiendo un to-
no de severidad. e NG
-— No necesito esa clase de experien-
cia, señorita Muniz. Haré la opera-
ción si usted así lo desea, pero le cos-
tará cien pesos. . -
La cara de Alina cambió cómica-
mente. - -
— ¡Doctor! ¡Doctor! — exclamó. —
Usted me sorprende, ¡No estoy para
bromas hoy!
— Nunca estuve más serio, señorita.
— Pero no tendrá usted tan poco co-
:azón — clamó la avara, — No le di-
je yo que...
— No importa lo que usted me dijo
— interrumpió Eduardo. — Lo qu:
importa ahora es lo que yo le digo.
El precio es cien pesos, ni un cen-
tavo menos.
— ¡Váyase, entonces! —e exclamó
ella, furiosa, — ¡Mal hombre! He per-
dido mi tiempo en usted. Y no se-le
ocurra cobrarme la visita, porque no
se la pagaré. No tengo dinero.
Ya Eduardo se dirigía hacia la puer-
ta, cuando se le ocurrió una idea bri-
llante. Sus ojos se posaron en el pla-
to de Ming que Lameson tanto codi.
ciaba.
— No se preocupe por el dinero, se-
ñorita, si no lo quiere gastar — ex-
:amó. — Haré un trato con usted.
Le hago la operación si me da es:
plato que está al lado de la ventana.
— ¡Mi plato! — chilló Alina. — ¡Mi
Jato de Ming, que vale una fortuna!
¡Como si no supiera el valor que tie-
1e!-¡Salga de mi casa en seguida, sin
vergienza!...
Eduardo optó por batirse en reti-
rada, riéndose de su propia derrota,
jue pensaba contar al doctor Lame-
:0n esa misma noche,
A la tarde recibió una mota de
Alina, rogándole la: visitara a la ma-
iana siguiente, A pesar de su extra-
ieza, al otro día se presentó en ls
rasa, : -
Estaba extrañamente arrepentida y
lorosa.
— Realmente, me arrepiento de có-
no me porté con usted ayer. Es ver-
zonzoso, lo sé, pero me tiene que dis-
ulpar. Debe saber que muchos re-
suerdos me unen a ese plato, y su pe-
ido me tomó por sorpresa. Pero es-
tuve pensando desde ayer que es im-
arescindible que me cure la cabeza.
“stoy decidida a darle el plato si me
ura ese maldito grano.
Eduardo experimentó una sensa-
ión de triunfo al haber dominado a
a avara, y al mismo tiempo poder
osesionarse del plato tan codiciado
por Lameson.
— Muy bien — dijo, — celebro que
1ayamos llegado a un acuerdo,
Fué hacia la ventana y tomó el pla-
0. Examinándolo de cerca, le pareció
vastante ordinario; pero poco entendía
le antigiiedades, y únicamente sabía
e] valor que Lameson le había dado.
40antinúa en la nácina %")
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