MUNDO ARGENTINO
UANDO será el
día de mi gloria!
— exclamó ella.
-—Cuando la
conquistes —— contestó él
con calma.
—- Di, mejor, cuando tú
lo dispongas.
— No seas injusta. De-
masiado sabes que deseo
tu triunfo. Pero ¿no com-
prendes que sólo te re-
tengo por tu bien?
— Tres años van ya que
me dices lo mismo —afir.
mó ella, encarándose con-
migo. Disimulé mi con-
trariedad encendiendo un
cigarrillo, Nuevamente
veíame forzado a ser tes-
tigo de otra escena simi-
lar a las muchas de igual
carácter que había pre-
senciado, — ¡Tres años! — re
pitió ella, — Son vanos lo es-
fuerzos y dedicación que pongo
en mis trabajos, Todos los re-
chazan por insuficientes. Sus
exigencias me resultan una ver-
dadera tiranía. Hasta me res-
tringe la libertad de acción, No
tengo ninguna clase de diversio-
nes. Ninguna amistad, Vivo en-
claustrada dentro de esta casa.
— A medida que hablaba, las
lágrimas brotaban de sus ojos,
El llanto terminó por acallar su
protesta. -
— Pero, querida... — atinó
a decir mi amigo, dolorido por
sus palabras, :
— Te abusas porque sabes
que te quiero demasiado —
agregó ella, -
— Y tú me acusas tan mala-
mente porque bien sabes que lo
eres todo para mí,
— ¿Qué hago con esta obra?
— preguntó ella, después de un
breve silencio, mostrando un
block de cuartillas manuscritas.
— Rómpela y comienza otra.
— ¡Ten cuidado, Ricardo! ¡ Tu
manera de ser me tiene cansa-
El DRZ.
da! — exclamó ella, irritada, — ¡A
este paso, el día de mi gloria será aquel
que me libere de ti!
Yo, que a instancias de mi amigo
había consentido en acompañarlo esa
tarde hasta la casa de ella, sentía pre-
senciar un espectáculo tan poco edifi-
cante, sobre todo por el gran afecto
que me ligaba a Ricardo.
Poco después, salimos a la calle.
— Lo que has presenciado no es nue-
vo para mí — dijo él, a modo de acla-
ración.
— ¿Por qué lo soportas — me atreví
a interrogar, — Déjala seguir su ca-
mino, —- Insistí en el deseo de desper-
tarlo de su marasmo. — Nunca llega-
rán a armonizar espiritualmente, ya
que los dos tienen inquietudes artísti-
cas de tan distinta calidad.
— ¿Qué? ¿Acaso tú también eres de
los que creen que el arte es incompati-
ble con el amor?
— No creo eso, Juzgo a ambos par-
ticularmente.
— ¡Dejarla! — repitió él, — ¿Y có-
mo? Ella será. mi obra. Mis cuartillas,
mis pensamientos, mis conceptos, el
libro a publicarse o la obra a estre-
narse, todo es ella.
— Debes reaccionar, sin embargo, y
emprender tú esa obra. Si tienes ca-
nacidad vara orientar a otros. más la
Cuento por ALBERTO
P. CORTAZZO
ienes para guiar tu imaginación.
Pero los consejos y advertencias re-
ultaban inútiles para él. Mi amigo era
in hombre de inteligencia desorgani-
"ada, quizá por exaltación de lirismo.
Muchas veces intenté buscar en él las
'azones del desencanto que le impedía
lacer, por sí mismo, una obra sólida,
iendo un gran cerebro imaginativo.
Jnicamente la atribuía a una dolen-
da inexplicable, a una pereza innata
le las inteligencias exuberantes. Otras
reces deducía que su indiferencia hacia
) propio triunfo obedecía a su propia
'apacidad, que lo convertía en un ene-
nigo de sí mismo. Era uno de esos
juijotes predestinados por una fuerza
uperior del espíritu, de la mente o de
a vida a ser un segundo para los de-
nás, sin jamás ansiar ser primero para
1, Detrás de todo esto había un hom-
re bueno, cordial, un fervoroso alen-
ador de los demás. Su espíritu des-
ordaba siempre, como un manantial,
uscando expansión. Muchas veces las
lnetraaniaá=- da A
odas cristalinas se llenaban de hoja-
rasca, Las tierras que regaba generosa-
mente echaban sus desperdicios en ella,
“gnificando en esta forma que la in-
rratitud vive latente en todas las ma-
nifestaciones de la vida, Su mayor sa-
isfacción era haber sido un peldaño
vara la ascensión de alguien. Todo lo
daba sin reservar nada para sí: su cul-
ura, su profundo sentido analítico, su
:apacidad para asentar juicios de crí-
ica. Por lo demás, era un contradic-
'orio en acción,
— Lo que te ocurre con esta mujer
3 sintomático — proseguí, — Tú te
namoraste por su belleza; ella, en
ambio, por tu inteligencia,
— ¡No! — protestó Ricardo. — Ella
107 amor. Lo afirmo.
— Discúlpame, pero la conocí antes
ue tú. En mi concepto, siempre fué
ina mujer con una cultura adquirida
ara la decoración, Quizá para cubrir
1olganzas también. He ahí explicada
a causa de sus arrebatos, Acepta con
neono la severidad de tus análisis por-
ue se considera negada u ofendida.
Jusca solamente la exhibición y el
plauso. — A un ademán negativo de
sicardo, proseguí con brío: — Es una
oqueta porque tiene la exacta noción
'e su belleza, El lujo la seduce. Las
iversiones frívolas la conquistan. En
's0 radican las continuas andanzas que
t tus espaldas realiza en pos del falso
alago. La atraen los salones bullicio-
os de la música frágil y, de las luces
in alma. En el fondo, es una aristó-
rata de la puerilidad. Tendrá contigo
enunciaciones transitorias, acatamien-
os tal vez, pero jamás serán de con-
OTOR POZZO
— Tú abusas porque sa-
bes que te quiero demasia-
lo — agregó ella. :
— Y tú me acusas tan
malamente porque bien sa-
bes que lo eres todo para
m2.
vencimiento definitivo, Tú puedes ser
1na víctima suya. .
-— ¡No exageres! Sé que es inteligen-
:e. ¿Por qué no aprovechar esa predis-
sosición y encauzarla? Cuando llega-
nos a comprendernos, me habló de tal
víán. Sus propósitos de superación me
mocionaron, Pero tuve que maniatar-
a a una tiranía que hasta ahora no
ogra interpretar. Y comencé por so-
meterla a una severa disciplina, Mis
elos no son por amor, Celo de su tiem-
'0, que debe cuidar; celo de sus amis-
ades sin inquietudes. ¿Qué valdría mi
sfuerzo por enriquecerla en el pensa-
niento sin fijarle una contracción? —
7o le escuchaba escéptico. Ricardo se
nostraba lírico, como siempre, El pro-
iguió: — Estoy modelando una esta-
ua y no puedo dejar la arcilla en ma-
108 incapaces, Me la deformarían, Aún
a estatua no tiene vida; por eso no
uedo abandonarla a ningún riesgo. No
¡uiero una estatua de yeso vulgar,-sino
le blanco y consistente mármol. Con-
'eptúo que la vida es muy breve, y para
legar a saber algo hay que alarrarla
'on sacrificios,
— Es decir que tú quieres tenga más
2 mente en la cátedra, y ella fíja sus
jos en Una joya, por ejemplo, que la
jente infinitamente más valiosa que
ma idea, Convéncete, Ricardo: para
sa clase de caracteres un baile nutre
nás que una biblioteca,
— Soporto con resignación su moda-
idad porque ya no puedo dejarla en
nedio de la empresa en cuyo camino
a he puesto. Ella será mi obra. La
»bra que nunca escribiré yo será de
lla. No me lo reproches más. Déjame
'on esta desesperada ilusión encarna-
la en esa mujer, como en mis propias
uartillas, y su inteligencia, perfeccio-
lada, alcanzará algún día una expre-
ión que arrancará el “otro aplauso”
(Continúa en la nárcina 27)