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La
25 de Mayo de 1938
oe, Margarita — le dijo, mientras de
m tirón arrancaba la colcha y las sá-
»anas de la camita. — Ya sabe que la
:ama debe tenderla cada una de las
aiñas...
La niña insistió en que no tenía fuer-
zas, que la cabeza le hacía ¡bam!,
"bam!, y que le costaba mucho estar
le pie.
— Lo que le pasa a usted es que la
están tratando con muchos miramien-
Os, y esto no puede ser, Necesita una
sorrección, porque la mentira es muy
ea y se está usted acostumbrando a
nentir,
Margarita quiso protestar, pero los
:0nvincentes argumentos que ella te-
1a para refutar la incomprensión de
a hermana Teresa no hallaron pala-
»xras apropiadas y debió resignarse, ba-
o la vigilancia de la celadóra, a or-
denar el lecho sin la ayuda de nadie.
— ¡Mañera! -— exclamó la beata,
suando la niña concluyó penosamente
ton su trabajo, — Al Señor no le gus-
tan las niñas como usted. Tendrá que
pedirle perdón...
Los ojos de Margarita, más tristes
que de ordinario, se abrieron para pre-
runtar qué debía hacer,
— Media hora de penitencia... —
"ué la respuesta de la hermana Teresa,
La niña, sin ánimo para contestar, se
lirigió al lugar en que debía cumplir-
la. Media hora de pie, detrás de una
puerta, le iba a resultar un poco difí-
sil, pero ¡qué se le iba a hacer!: había
que acatar la orden.
Llevaría un cuarto de hora en su cas-
igo, cuando Josefina acertó a pasar
unto a la puerta. La tímida manita de
Margarita se había prendido a la fal-
la de la joven, que sorprendida, volvió
a cabeza descubriendo a la niña.
— ¡Señorita Josefina — exclamó ella
evantando hacia el rostro de su amiga
as manos unidas como para una plega-
ca: — ¡me siento tal mal!... Me quie-
"0 acostar. No puedo seguir más tiem-
Jo parada...
La joven se inclinó hacia la peque-
ía y pasó una mano por su frente, La
sabeza le ardía. La fiebre, que nadie
sabía motado hasta ese momento, era
»astante elevada, y los párpados se le
:aífan a pesar de los esfuerzos que
nacía para mantener los ojos abiertos.
Josefina, sin perder un momento, al-
zó a la niña en brazos y la condujo
2 la misma cama que ella había ten-
dido poco antes de recibir la peniten-
ia, Dejándola allí, atravesó el larguí-
simo corredor que unía el ala de las
wiladas con las dependencias de la di-
rección, y apersonándose a la superio-
"a le dió cuenta de la enfermedad de
Vargarita. .
— ¡Hija mía! — le replicó la direc-
ura. — Se toma usted demasiado inte-
rés por esa niña... Hace un rato, sor
feresa me estaba diciendo lo que ocu-
rió esta mañana ante todas las niñas.
Jomprendo el cariño que siente usted
»r Margarita; pero no olvide que to-
las estamos aquí para encarrilar la
'onciencia de las pequeñas, y que no
dremos hacerlo satisfactoriamente si
:stablecemos preferencias entre las
siladas,
Se acercó a ella, envolviéndola en
ma sonrisa cariñosa, y luego, mien-
ras hacía sonar un timbre, prosiguió:
— No tome a mal lo que le digo,
hija mía. Hace veinte años que está
asted con nosotras, viviendo a nuestro
lado, pensando como el resto de las
hermanas, y si bien es cierto que la
queremos a usted como Dios ordena,
10 podemos disimular algún exceso que
yr su juventud usted cometa,
En ese momento una hermana, que
1 juzgar por su vestimenta debía ser
le la condición más humilde, penetró
mn la sala al llamado del timbre.
— Sor Luisa — murmuró la madre.
= Acompañe usted “a Josefina hasta el
'ormitorio de las niñas, y encárguese
te atender a Margarita. Habrá que
arle un- purgante, y mañana se en-
ontrará mejor...
— Madre — murmuró con timidez la
oven: — ¿me permitirá usted que-
larme a cuidarla?,..
— Sí, niña — contestó la superiora.
7 haciendo un ademán significativo,
ontinuó: — Pero no se olvide usted
le lo que le he dicho.
La joven se retiró, Durante el resto
le la tarde atendió solícitamente a la
'equeña Margarita, poniendo en su
uidado un afán íntimo, un fervor ca-
i religioso que no le permitía aban-
'onar el lecho de la” enferma sin la
Angustia atenazante de que la vida
e la niña corría serio peligro.
¿Por qué amaría tanto a aquel ser
iminuto que se estremecía bajo las
obijas a los impulsos de la fiebre
ada vez más alta?
No podía explicárselo. Pero desde la
legada de la niña al asilo, sus hermo-
os ojos tristes y profundos, su timidez
" su delicadeza, aquella continua me-
ancolía por la ausencia de la madre
ue ella en su infantil inócencia no
abía muerta, se Je habían introduci-
o en el corazón, originando un afecto
an hondo, que nada ni nadie podría
estruir, La amaba fervorosamente;
uería cuidarla, velar por ella, guiar
us pasos con una dedicación íntima,
omo si un llamado misterioso de la
1aternidad la impulsase a prodigarse
a, un desvelo que su juventud y la
Topia ignorancia de las necesidades
umanas no alcanzaban a concebir.
Cuando el resto de las asiladas se
ubo acostado, y hasta muy avanzada
2 noche, ella continuó al lado de Mar-
arita, sin acertar a otras medidas
aliativas que mojar con un pañuelo
úmedo los labios ardorosos de la ni-
a. A esa hora comprendió que la pre-
encia de un médico se hacía impres-
ndible, La fiebre había llegado a su
mite máximo, y la niña en su deli-
lo comenzaba 'a pronunciar frases in-
oherentes, Desolada, corrió hasta la
irección a suplicar la intervención de
n médico, Tuvo que rogar, que exigir,
" hasta lloró para que se satisfaciera
1 deseo,
— Mañana a primera hora. — le
ntestaba la madre superiora, — No
s posible ahora lo que usted pide...
Pero tanto alarmó a la swperiora
on sus súplicas, que, al fin, accedió
; sus pedidos. Ella misma se encargó
e correr al teléfono y ponerse en
omunicación con el médico que vivie-
a más cerca del colegio. Pocos minu-
os después el doctor se encontraba
anto al lecho de Margarita.
— No es posible enviarla a un hos-
ital — había murmurado ante una
asinuación de la hermana Teresa. —
is absolutamente necesario que no se
2 mueva de aquí. Yo me eneargaré de
Ne no carezca de la atención que su
ravedad requiere...
Para evitar trastornos a las otras
siladas, la cama de Margarita fué
rasladada a una sala en la que se
olocó otra cama para Josefina, que
abía logrado de la madre superiora
1 consentimiento para velar por la
iña.
Después que el doctor le hubo ad-
1inistrado a la enferma los primeros
uxilios, reparando en la belleza sere-
la y transparente de la joven, le pre-
untó:
— ¿Es usted algo de la niña? ¡Se
ota que la quiere tanto!...
Josefina, confundida, explicó vaga-
aente su afecto por la niña, y a sus
equerimientos, el médico se explicó:
— Sí; es muy grave; muy grave.
"ero con la ayuda de Dios...
La joven, con los ojos llenos de lá-
-rimas, parecía implorarle su máxi
(Continúa en la página 71)
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