15 de Junio de 1938
IDO
Un
A
Por ROBERTO R. FUNES
UANA, la costurera, arrodillada frente a Zu-
lema Artes, daba los últimos toques al vestido
de “soiree” -que aquella noche luciría en el
baile del club, Aunque tenía la boca llena de
sifileres por mera costumbre profesional, no dejaba
de charlar con aquella intimidad que se permiten las
viejas criadas y las costureras a domicilio.
— Le quedará magnífico — decía, — Todas se la
van a envidiar, A
Zulema se miraba en el espejo con la tranquilidad
de quien se sabe hermosa, y las palabras de la cos-
turera sonaban en el “vacío sin qué les prestara
atención, —. —-
— De veras — continuaba diciendo .Juana. — Si
yo fuera hombre estaría loco por usted. No me ex-
traña nada que el señor Marbells ande como un per-
dido por ahí. Y ese pobre, el niño Rafael, que quiso
oegarse un tiro...
— Vamos, Juana — le. interrumpió Zulema, —
nada de chismes. ¿Qué tengo yo -que. ver con esos
jóvenes? La culpa no es mía $i'se creen enamorados.
-— Eso mismo digo yo —— respondió la costurera, —
¡Qué culpa le cabe auna que los hombres tengan
jos? Pero me dicen que el niño Rafael lo tomó muy
a pecho y ahora es una bala perdida. Ayer estuve en
lo de la madre cosiéndole un tapadito; con mangas
anchas y cortado al bies -— demasiado juvenil nara
slla, me parece a mí, — y ella se lamentaba. Pero
¡qué injusta! Las madres siempre echan la culpa a
las chicas cuando ellas no quieren llevarle el apunte
n sus hijos. ¿Sabe lo que yo le dije, señorita Zulema"
Pues le dije... —-
— No importa, Juana — interpuso Zulema; —
Rafael no significa nada para. mí,.de modo que las
Jpiniones de su madre no me afectan,
— ¡Pues eso mismo le dije yo! ¡Que usted era de-
masiado bonita para un hombre. pobre. .
— Tonterías, Juana: No son tan pobres los padres
de Rafael. :
— ¡Oh! Es claro que tienen alguna cosita... Pero
como me decía la señorita heticia, esa amiga suya;
cuando le estaba probando un saquito — ¡viera qué
mono!, con un corte casi de hombre, precioso, que
piensa usar con una blusa de georgette -— me decía:
“¿Sabe Juana? A Zulema no le queda mucho tiempo
nara jugar con todos esos mocitos que la festejan.
Tiene que pensar en encontrarse un marido rico,
— ¿Ella te dijo esa insolencia? — preguntó Zule-
ma con indiferencia. E,
No le extrañaba que Leticia o cualquiera otra de
sus amigas se expresasen de ese modo, porque era
lo que ella misma siempre había opinado, Un marido
de fortuna: esa era su ambición, Y por cierto; estaba
bien equipada para conseguírselo- con su juventud
radiante y sus toilettes un tanto exageradas que
hacían volver la cabeza a los hombres. :
— No es una insolencia, señorita Zulema — le res-
pondió Juana. — Es la envidia, Por eso la critican
tanto diciendo que lo mandó a pasear al señor Mar.
belis, porque no es millonario, y le echan la culpa
de que el. niño Rafael ande como un loco: Pura en-
vidia, nada más. Yo la he defendido la mar de veces.
— No se moleste más en hacerlo, Juana. Poco me
importan las críticas. -
— Pero la señorita es sola y, según dicen, no ha
neredado gran cosa. Tiene que defenderse de la en-
ridía, Cuando se es pobre, no la respetan, eso digo yo,
Zulema miró con enojo a su costurera, .-
— Debo prohibirte que me hables así ¡Yo pobre!
Quién te dijo eso?
— Lo dicen todos, así que usted me perdonará.,.
— ¿Lo dicen todos? Mienten, Juana, Tengo mis
alhajas; las que fueron de mi madre. Valen por lo
menos cincuenta mil pesos. No sé por qué se lo digo,
pero me indigna que estén hablando de mí como
si fuera una pordiosera a la pesca de un millonario,
La indignación pintaba las mejillas de Zulema con
unos colores encendidos que le quedaban maravillo-
s«amente,
— ¡Qué bonita está la señorita! — exclamó Juana
por cambiar de tema, — Hoy podría ir al baile sin
olorete, ¡Ah, si yo fuese hombre!
— No trates de halagarme, Juana, Estoy enojada
zontigo. Hablas demasiado.
La costurera siguió arreglando los pliegues de la
falda colocando aquí y allá unas puntadas con su
1guja veloz, pero no pareció estar muy afectada
nor el reto. Finalmente habló de nuevo. como si el
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silencio le resultara un sufrimiento.
— Tengo una noticia que le va a hacer desenojar
señorita. Lo escuché en la casa de uno de esos que
e. agregados de la embajada del Brasil. Le cosía
ma batita a la señora — ¡viera que mujer más edu-
*ada!, sabe todos los idiomas, — y entró el marido
diciéndole en esa lengua rara que usan, pero que se
antiende casi todo:
”— ¿Sabes quién-está con nosotros? Don Enrique,
quel que es dueño de medio Matto Grosso. Dicen aue
s.el hombre más rico del Brasil, -
”— ¿Y qué hace aquí? — le preguntó la señora,
"”— Unos negocios importantes, Pero viaja bajo el
nombre de Adolfo Alvaro, porque no quiere publici-
lad. Por eso vino a la embajada para mostrar sus
documentos y explicarse.” :
Zulema miró a la costurera repentinamente intere-
sada en su cháchara. o - os
— ¿Y qué puede importarme este señor brasileño?
— dijo,
— Es que oí decir también que iba a ir al baile
del club porque se aburría de estar alejado de las
liestas, y es un gran bailarín,
—¿lIrá econ su mujer?
— No. Es soltero.
«Bulema; como nano
se sintió. íntimament
atraide-por la: cercantí
de ese hombre, y su co:
razón latía desacostumi
bradamente sobre e
compás de los tangos,
— ¡Ah!
La exclamación de Zulema encerraba una decisión
"omada sin necesidad de mucha reflexión, Un extran-
jero rico y aburrido sería fácil presa, quizá, para
sus encantos, y como nadie sabría quién era, tendría
cómo maniobrar sin competidoras, Al hacer esto no
yacía sino defenderse con las armas me la yatura:
leza le había dado en su lucha tenaz por asegurarse
"n porvenir en que podría disfrutar de la felicidad
victicia que ansiaba para sí, El lujo y la ostentación
sran los únicos elementos que entraban en su fór-
nula de dicha. Se parecía en mucho a esas frutas
-ropicales cuyas carnes tersas y tentadoras invitan
a hincar el diente para ofrecer sólo un sabor a yuyo
y aserrín. Su falta. de sensibilidad le había permi-
tido eoquetear con hombres genuinamente enamora-
dos de la visión que ella representaba con su son-
risa fresca y sus ojos dulces e ingenuos, para verlos
luego hundirse en la desesperación de su indife-
rencia sin la menor reacción piadosa de su parte,
Podían adorarla a distancia sin que ella se opusiese
pero su mano sólo se la daría a quien tenía cóme
firmarle. cheques en hlanco,
(Continúa en la nárcina 22: