29 de Junio de 1938
L valle de Uspallata, aprisionado entre” las
moles vetustas del macizo cordillerano, cons-
tituye, por su belleza panorámica, algo así
como un retazo del paraíso engarzado entre
as cumbres, -
Emergiendo de las nubes rizadas por la brisa de
a montaña, sus picos gigantescos destacan el albo
:estuz por entre su corte de titanes, mientras que
allá, en la inmensidad diáfana de un- cielo de seda,
señorea, voluptuoso y dominante, el cóndor de las
alturas,
En plano inferior, como remedando la majestuosi-
lad de su vuelo, una bandada de chimangos ambula
por ese mismo cielo emitiendo sus graznidos ásperos
y estridentes.” Circundaba por senos turgentes de 1a
cordillera y asomando en lontananza las copas de
sus álamos, sauces y carolinos, se encuentra la es-
tancia “La Llave”, a la que se acude por un camino
que se hilvana entre faldas y hondonadas, Por esa
«amino y con ese rumbo, montado en una mula que
] azar puso a su alcance, transitaba, cuerpeando
¡arillas y chañares, un antiguo morador de la estan-
ia: Nemesio Rosales,
El chaparrón de los años había dejado sus huellas
mpresas en su faz morena y en sus cabellos, aquellos
:abellos renegridos y lacios, otrora orgullo de su
masculinidad, hoy trocados en un puñado de esas
teves que simbólicamente cobijan a las cimas: mi-
enarias,
A solás por entero con su personalidad y ensimis-
nado en sus recuerdos, desfilaba por su mente, es-
E por escena y acto por acto, todo el drama de su
rida,
Y así, al paso tardo de su cabalgadura y mascu-
iando soliloquios, el viejo Rosales tornaba a sus
ares con el estigma de veinte años de presidio.
¡Veinte años hacía que faltaba de “las casas”!
Veinte años de expiación y de amarguras que él
nunca creyó poder cumplir!
¡Cómo recordaba la noche aquella de la tragedia,
:uando ño Dionisio, el viejo puestero de sierra aden-
:r0, ayagando de un manotazo el diapasón de su
suitarra, interrumpió su vidala con un: -
— ¡Gaucho sonso! .
— ¿Sonso 16? ¿Di ánde y por qué, ño Dionisio?
— Porque no ve... o no quiere ver... lo que pasa
?n su rancho... .
— ¿No quiero ver? ¿Lo dice por mi china?
— ¡Aguaite!
Aun hoy, después de tanto tiempo, la sangre se
igolpaba en su sienes que latían febriles al martilleo
le su corazón; aún perduraba en su memoria el ins-
ante en que, obedeciendo a su instinto de gaucho,
asió a su compadre Dionisio por el pecho, mientras
su diestra, en un ademán incontenido, buscaba la
empuñadura de su “chafalote”.
- de lo
md
4
A
—
Cuento cuyano
Por HERNALDO BERTOLINI
— ¡Qué va a hacer, compadre! ¡Aguaite, po!
— ¡Nada, ño Dionisio, nada! ¡Perdóneme!
Después... ¡la verdad desnuda y palpable frente
2 sus ojos! Esa realidad por que hubiera dado hasta
a última gota de su sangre para que no lo fuera: el
comisario, que, cobarde, se esfuma como una exha-
ación buscando amparo entre las sombras, y ella,
¡su china!, traidora y desmerecida, allí mismo, a
sus pies... Con el ánimo en suspenso en los pri-
meros instarites, pero imbuído poco después por un
furor atávico y sin exhalar una imprecación, atra-
vesó, quién sabe cuántas veces, empurpurando el
suelo y la vestimenta, el busto de la mujer que mi-
nutos antes hubiera colocado en el más florido de
os altares.
Luego... ¡Ah, ya recordaba! La primera idea,
a idea, desistida, de la fuga. Ello significaba apare-
'arse con el cobarde que huía despavorido, quizás
hasta reventar la cabalgadura. Además, reclinada la
'inda cabecita sobre el almohadón de chalas, dormi-
:aba en su cuna, como un capullo entre la fronda,
JU TICO guagua...
Todavía perduraba en sus manos la sensación de
a tibieza del lecho del que arrancara a su eachorro
ara abandonarlo bajo el dintel de la puerta de sus
atrones, adonde hoy, por una ironía del destino,
cudía él en persona en busca de amparo.
Y todavía perduraban también, fijas en sus pupi-
95, las llamaradas deslumbrantes de su rancho in-
endiado,. llamaradas que con gesto diabólico con-
emplara aquella misma noche, a la distancia, antes
le salvar el último recodo del valle para entregarse
. la justicia,
Allí estaban a su frente, inmóviles y enhiestos, los
erros y rocas — centinelas de la soledad, — que
lejara en sus mocedades; y más allá, siempre TU-
aoroso y serpenteante, el inquieto Mendoza con Su
narcha incansable hacia el llano.
¿Qué sería de su cachorro, de ño Dionisio y de sus
migos, de quienes nunca, ni Una vez siquiera, tuvo
oticias? ¿Vivirían? ¡Vaya a saber! ¡Qué solo se
meontraba en el mundo!...
Un ocaso de fuego sucedía al tramonto en los
lltimos aletazos del día. Poco después, una noche
lusiró HECTOR POZZO
=- Usié compriende..., ¡%ó
0 puedo decirseló! Sólo
puedo contarie que di ha-
2e un tiempo tengo un fiu-
do grandote en el corazón,
que mi hace dispertar tui-
'os los días a eso del alba...
de plata y brumas, en la que reinaban la quietud y
el silencio. -
Por fin, a medianoche, Rosales arribaba a la es
Lancia.
Su voz implorante desató la algarabía de los pe-
:108, Luego de un instante de tregua, rechinaron los
voznes de la puerta,
— ¿Quién va?
— ¿Vive por aquí un tal Camilo Rosales?
— ¿Camilo Rosales? ¡Habla con él mesmo! ¿Qué
:e li ofrece?
— Por esta noche un hugarcito ande tenderme, si
:8 de su complacencia.. Vengo dende muy lejos y
aasta me siento apunao...
La bondad de los cuyanos es tradicional
— ¿Y diay? ¡Paseú
-— Dios se lo pague, Camilo.
— ¡Di ánde me conoce?
— ¡Oh, di hace muy mucho!
— ¡Ta gteno! Desensille áhi, en el corral, y alte
ruesé pa que li haga a un criollito y pa que en tanto
me váia contando sus cosas. ¿Sabe que me tiene im-
trigao?
— No es pa menos, lo compriendo, —
Momentos después, a paso lerdo, remarcado por
21 tintineo de las “lloronas”, el viejo retornaba.
— Con permisio...
— Adelante, don,
— Llámeme “viejo”, nomás, A mi edá, sin hacien-
la y sin amigos, porque colijo que tuitos deben ser
¡á dijuntos, no quedan mi los rastros del nombre
mesmo,
— ¿Entonces usté ha tenido amigos en Uspallata!
(Continúa en la página 19;