MUNDO ARGENTINO
Tormenta
T
Y L - Cuento
E: L. GONZALEZ
ARENA
L ondulante y movedizo suelo del desierto
puntano, al ser tocado por el ciclón que so-
plaba del Norte, fué lentamente cambiando
. el agreste panorama. ;
— Esto va durar muchos días — afirmó don Ci-
riaco, mientras escrutaba el cielo tornasolado por la
irena roja que flotaba en el espacio, -
— ¡Muchos días! — repitió la peonada,
— Sí, tormenta de arena, que terminará con lo
co que Nos queda. En
-— Gtueno; es lo único que nos faltaba, después
de -la sequía de este año — alegó el mayor de sus
aljos.
— ¡Ojalá juera de agua!—dijo otro de los peo-
nes, mientras entraban en la cocina.
Todos guardaron —al íntimo deseo del peón — un
resignado y apesadumbrado silencio. Nadie quiso
aventurar una palabra más en la lacónica conversa-
ción terminada, En el espíritu de cada uno se agran-
daba la visión trágica de la muerte inevitable de la
hacienda, si se cumplía la observación de don Ciria-
co, Ello significaba la ruina y luego la emigración
a otras regiones de la llanura en pos de mejor suer-
te. Sería tal vez la desmembración obligada de una
familia, donde padres e hijos, con distintos rumbos,
saldrían a rodar y sufrir penurias por otras desco-
nocidas comarcas,
Ese grupo de curtidos criollos calladamente se-
guía mateando, mientras sus rudos cuerpos forma.
ban una compacta muralla humana alrededor del
pequeño fogón,
Desde allí se percibía claramente el mugir lasti-
mero de la hacienda vacuna y el relinchar nervioso
del yeguarizo, que, anca al viento, se defendía de
la tormenta de arena.
— ¡Muchos días! —repitió de nuevo uno de la
rueda. Lo dijo como si estuviera soñando.
La noche se cerraba casi de golpe, El viento arre-
ciaba y castigaba con fuerza huracanada los aleros
del rancho, que se estremecía entero.
— ¡Parece que juera a volcarse el rancho! —ar-
zuyó uno de la rueda, por decir algo,
— ¡Tiene gúenas riendas!— contestó su dueño.
Pantaleón, otro viejo criollo de la comarca, mirando
a don Ciriaco, dijo:
Apareció don Ciriaca con la ropa hecha
jirones y cubierto de sangre, pero con st
hijo al hombro. a quien había salvado
del nisoteo mortal.
—- No ricuerdo tormenta igual! — Hizo una :pau-
sa, y agregó:-—Si ansina sigue a la madrugada,
habrá que llevarse la hacienda.
— ¿Y p'ande?
— Rumbiando la diresión del viento, saldremos
nalau de Villa Mercedes.
— Esperemos, entonces.
— La hacienda está nerviosa —- afirmó otra vez
lon Pantaleón, ,
— Es aw'el istinto del animal le anuncia hambre
r sé, .
— Debemos hacer algo, tata.
—— No; es mejor esperar.
— ¿Y si la hacienda. se embravece?
— ¡Pacencia, y aguardemos que no suceda!
En ese instante, ña Toribia, que regresaba de
fuera, entró protestardo:
— ¡Puf! ¡Todo está lleno de tierra, hasta el agua!
El asao, como si lo hubieran revolcao en el suelo,
¡Ni perros que juéramos pa comer porquerías!
— Tené pacencia, vieja.
— ¿Más pacencia? ¡Si noj'estamos entérrando vi-
vos! Salí afuera y verás que al lao del rancho se
está formando una montaña de arena, y pronto no-
más no tendremos techo ni agua que tomar, :
-.i No hai ser tanto, no hai ser tanto, nol
— ¡Ta lo verás! .
Y así, entre mate y protestas, se cerró la noche.
Jadie quería dormir por miedo a ahogarse con la
irena, y se quedaron al lado del fogón ovendo el
silbar furioso del huracán.
Los morunos rostros de los gauchos silenciosos se
¡ornaban ceñudos en esas circunstancias. Sus cuer-
»05 adquirían, a través de la débil luz del candil,
"ipuras grotescas y gigantes que se quebraban en
los, entre el ángulo de la negra pared v el techo
le cañas del rancho.
Afuera, a medida que aumentaba en fuerza el ci-
:ón, se oía a la hacienda, que impaciente se apre-
/aban unos contra otros, buscando protección entre
sus propios cuerpos. La atmósfera cargada de áspera
ierra se hacía cada instante más irrespirable. El
rauchaje seguía silencioso alrededor del pequeño
'uego. La peonada, ya fatigada, sobre sus asientos
mpezó a cabecear; sólo los dos viejos resistían las
'atigas del día y el soporífico sueño de ese anoche-
er de enero:
— Si llegamos al alba, podemos hacer algo —- dijo
11 fin don Ciriaco.
Hlustró MONTERO LACASA
— Ese huracán se parece al zonda.
— ¡Pior qu'el zonda, porque ciega, ahoga y mata!
— ¡Ansina es!
En medio de ese silbar salvaje del viento norte.
>e 0YÓ UN raro estruendo, como si los animales aca:
varan de romper el sólido alambrado del corral.
Ellos, en - silencio, escucharon breves instantes,
mientras el rumor de pesuñas y el balido de la ha-
:+ienda se dejaba oír con mayor imponencia. Los dos
vauchos, al fin, comprendieron que algunos novillos
7a habían conseguido saltar el corral y se alejaba"
lel lugar,
— La tormenta no amaina, y la hacienda se est”
ascapando —arguyó don Ciriaco,
-— Son pocos los que saltaron.
— Ya los seguirán los otros.
— ¡Quién sabe! Saltan los más jóvenes.
— Pior pa nosotros.
Este diálogo fué interrumpido por un alarmante
struendo que retumbó en el espacio cual si hubiera
sido un trueno, El estrépito levantó del asiento a
os demás peones. El ruido siguió en aumento, en una
nezcla de lastimeros mugidos y desafiantes bramidos
le bestias.
(Continúa en la página 74: