Full text: 28.1938,13.Jul.=Nr. 1434 (1938143400)

MUNDO ARGENTINO 
Tormenta 
T 
Y L - Cuento 
E: L. GONZALEZ 
ARENA 
L ondulante y movedizo suelo del desierto 
puntano, al ser tocado por el ciclón que so- 
plaba del Norte, fué lentamente cambiando 
. el agreste panorama. ; 
— Esto va durar muchos días — afirmó don Ci- 
riaco, mientras escrutaba el cielo tornasolado por la 
irena roja que flotaba en el espacio, - 
— ¡Muchos días! — repitió la peonada, 
— Sí, tormenta de arena, que terminará con lo 
co que Nos queda. En 
-— Gtueno; es lo único que nos faltaba, después 
de -la sequía de este año — alegó el mayor de sus 
aljos. 
— ¡Ojalá juera de agua!—dijo otro de los peo- 
nes, mientras entraban en la cocina. 
Todos guardaron —al íntimo deseo del peón — un 
resignado y apesadumbrado silencio. Nadie quiso 
aventurar una palabra más en la lacónica conversa- 
ción terminada, En el espíritu de cada uno se agran- 
daba la visión trágica de la muerte inevitable de la 
hacienda, si se cumplía la observación de don Ciria- 
co, Ello significaba la ruina y luego la emigración 
a otras regiones de la llanura en pos de mejor suer- 
te. Sería tal vez la desmembración obligada de una 
familia, donde padres e hijos, con distintos rumbos, 
saldrían a rodar y sufrir penurias por otras desco- 
nocidas comarcas, 
Ese grupo de curtidos criollos calladamente se- 
guía mateando, mientras sus rudos cuerpos forma. 
ban una compacta muralla humana alrededor del 
pequeño fogón, 
Desde allí se percibía claramente el mugir lasti- 
mero de la hacienda vacuna y el relinchar nervioso 
del yeguarizo, que, anca al viento, se defendía de 
la tormenta de arena. 
— ¡Muchos días! —repitió de nuevo uno de la 
rueda. Lo dijo como si estuviera soñando. 
La noche se cerraba casi de golpe, El viento arre- 
ciaba y castigaba con fuerza huracanada los aleros 
del rancho, que se estremecía entero. 
— ¡Parece que juera a volcarse el rancho! —ar- 
zuyó uno de la rueda, por decir algo, 
— ¡Tiene gúenas riendas!— contestó su dueño. 
Pantaleón, otro viejo criollo de la comarca, mirando 
a don Ciriaco, dijo: 
Apareció don Ciriaca con la ropa hecha 
jirones y cubierto de sangre, pero con st 
hijo al hombro. a quien había salvado 
del nisoteo mortal. 
—- No ricuerdo tormenta igual! — Hizo una :pau- 
sa, y agregó:-—Si ansina sigue a la madrugada, 
habrá que llevarse la hacienda. 
— ¿Y p'ande? 
— Rumbiando la diresión del viento, saldremos 
nalau de Villa Mercedes. 
— Esperemos, entonces. 
— La hacienda está nerviosa —- afirmó otra vez 
lon Pantaleón, , 
— Es aw'el istinto del animal le anuncia hambre 
r sé, . 
— Debemos hacer algo, tata. 
—— No; es mejor esperar. 
— ¿Y si la hacienda. se embravece? 
— ¡Pacencia, y aguardemos que no suceda! 
En ese instante, ña Toribia, que regresaba de 
fuera, entró protestardo: 
— ¡Puf! ¡Todo está lleno de tierra, hasta el agua! 
El asao, como si lo hubieran revolcao en el suelo, 
¡Ni perros que juéramos pa comer porquerías! 
— Tené pacencia, vieja. 
— ¿Más pacencia? ¡Si noj'estamos entérrando vi- 
vos! Salí afuera y verás que al lao del rancho se 
está formando una montaña de arena, y pronto no- 
más no tendremos techo ni agua que tomar, : 
-.i No hai ser tanto, no hai ser tanto, nol 
— ¡Ta lo verás! . 
Y así, entre mate y protestas, se cerró la noche. 
Jadie quería dormir por miedo a ahogarse con la 
irena, y se quedaron al lado del fogón ovendo el 
silbar furioso del huracán. 
Los morunos rostros de los gauchos silenciosos se 
¡ornaban ceñudos en esas circunstancias. Sus cuer- 
»05 adquirían, a través de la débil luz del candil, 
"ipuras grotescas y gigantes que se quebraban en 
los, entre el ángulo de la negra pared v el techo 
le cañas del rancho. 
Afuera, a medida que aumentaba en fuerza el ci- 
:ón, se oía a la hacienda, que impaciente se apre- 
/aban unos contra otros, buscando protección entre 
sus propios cuerpos. La atmósfera cargada de áspera 
ierra se hacía cada instante más irrespirable. El 
rauchaje seguía silencioso alrededor del pequeño 
'uego. La peonada, ya fatigada, sobre sus asientos 
mpezó a cabecear; sólo los dos viejos resistían las 
'atigas del día y el soporífico sueño de ese anoche- 
er de enero: 
— Si llegamos al alba, podemos hacer algo —- dijo 
11 fin don Ciriaco. 
Hlustró MONTERO LACASA 
— Ese huracán se parece al zonda. 
— ¡Pior qu'el zonda, porque ciega, ahoga y mata! 
— ¡Ansina es! 
En medio de ese silbar salvaje del viento norte. 
>e 0YÓ UN raro estruendo, como si los animales aca: 
varan de romper el sólido alambrado del corral. 
Ellos, en - silencio, escucharon breves instantes, 
mientras el rumor de pesuñas y el balido de la ha- 
:+ienda se dejaba oír con mayor imponencia. Los dos 
vauchos, al fin, comprendieron que algunos novillos 
7a habían conseguido saltar el corral y se alejaba" 
lel lugar, 
— La tormenta no amaina, y la hacienda se est” 
ascapando —arguyó don Ciriaco, 
-— Son pocos los que saltaron. 
— Ya los seguirán los otros. 
— ¡Quién sabe! Saltan los más jóvenes. 
— Pior pa nosotros. 
Este diálogo fué interrumpido por un alarmante 
struendo que retumbó en el espacio cual si hubiera 
sido un trueno, El estrépito levantó del asiento a 
os demás peones. El ruido siguió en aumento, en una 
nezcla de lastimeros mugidos y desafiantes bramidos 
le bestias. 
(Continúa en la página 74:
	        
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