La
mujer
olvidada
Cuento por
SEVERO DIAZ
ALMAGRO
L valet de Eusebio Restano, al abrirle la puer-
ta de su lujoso departamento, murmuró con la
suave entonación -de todo buen valet: —
-— Habló por teléfono una dama y dejó este
número para que usted la hablara en cuanto llega
se, Dijo llamarse Isabel Lema, señor.
— ¡Ah! Isabel Lema... so
El nombre evocó para Eusebio todo un mundo de
experiencias olvidadas. Recuerdos de la infancia, allá
en su pueblo natal, perdido en las lejanías de la pro-
vincia y del tiempo. e , .
Recordaba claramente y con Un curioso, encogl-
miento interior a Isabel. Fué su primera novia en
aquellos tiempos. Era la hija de la familia “de -al
lado”, linda sin ser del todo hermosa. Una niña que
caminaba siempre muy derecha con un aire recon
centrado y orgulloso como si estuviese bien segura
de su valer. Y tenía aspiraciones. Cuando conversa-
ba con Eusebio, le hablaba del gran mundo de don-
de venían los trenes y hacia adónde iban... sin ellos.
Con palabras encendidas por una secreta ambición,
comparaba la vida de la gran urbe entrevista en
los diarios y las revistas con la monotonía del pueblo.
. Rememorando esas pláticas Eusebio debió recono-
cer cómo muy posible que las palabras de Isabel
influyeron más que cualquier otra cosa .en su an-
siedad de nuevos horizontes, ansiedad que determi-
nó su viaje a la metrópoli.
Se sonrió con cierta tristeza al comprender ahora
que la intensa lucha por triunfar le había hecho
olvidar aquella niña tan derechita y orgullosa cuyo
rostro apenas era un borrón en sus recuerdos. ¡Có-
mo pasaban los años! Supo cierta vez por casuali-
dad que ella había abandonado el pueblo años atrás
ton el fin de “conquistar” aquel mundo ingrato y
traicionero que imaginaba en su inexperiencia ser
un cúmulo de tesoros y de satisfacciones.
Eusebio se dirigió hacia el teléfono y marcó el
número que le entregó el valet en una hoja de me-
morándum.
El pulso le latía un tanto más acelerado mientras
esperaba escuchar la voz de hacía quince años..
—¡Por qué se habrá recordado de mí? — pensó,
-— Hemos cambiado mucho los dos, sin duda, tanto,
que ya quizá no nos reconoceríamos. Estará gorda y
desfigurada.
— ¡Hola! ¿Con Isabel Lama?
— ¡Eusebio! Temí que no hallarías tiempo para
hablarme. .
Era la misma voz dulce y enérgica a la vez. Y lo
tuteaba como si el tiempo no hubiese pasado y se
encontrasen de nuevo en las calles polvorientas del
pueblo hablando de sus grandes proyectos que vola-
ban detrás del humo de las locomotoras.
— Realmente ¿me creías tan ingrato? La verdad
es que nunca he sabido dónde te hallabas...
Eusebio tuvo la decencia de sonrojarse al decir
estas palabras. No sabía dónde. estaba, sencillamen-
te, porque nunca se le había ocurrido averiguar,
—- Por supuesto — respondió Isabel, como si aque-
lla explicación fuese indiscutible, — Y si te he mo-
.estado, es porque nuestra vieja amistad...
¡Nuestra vieja amistad! Esa frase presagiaba un
disgusto. Era la frase de los derrotados que le pe-
dían favores, dinero, trabajo... !
-— Supe por los diarios — continuó diciendo la mu-
jer — que hacías un viaje de vuelta,
—- Sí, Isabel. Por primera vez vuelvo a los viejos
pagos. Y esos cronistas de los diarios no se pierden
ni una.
— Son los inconvenientes de la fama. Y otro in-
conveniehte es que las viejas amistades lo molesten
2 UNO...
— Te equivocas. Esa es nuestra recompensa.
— Si lo dices sinceramente, me atrevo a pedirte
an favor. ¿Podrías venir a verme antes de hacer
2l viaje?
Con una mueca de desagrado, Eusebio le rogó quí
le diera su dirección, prometiendo que iría sin falta
esa tarde. Se figuraba el pedido que le haría Isabel
Algún recado para la familia, o uno de esos fasti-
diosos vacietes que uno tiene die estar vicilande
Bajo la luz
suave de un
artefacto de
oristal tenía to-
ña la frescura
de los veinte
años.
MUNDO ARGENTINO
Turante todo el viaje. Posiblemente algo de valor,
Jorque según había oído decir a unos ex compañeros
que fueron a visitarle, Isabel disfrutaba de una po-
sición envidiable en la metrópoli.
— Todos se reían de ella cuando dijo que pensaba
Tiunfar sola y sin ayuda — habían dicho. — ¡Era
an ambiciosa! Pero tiene que ver las cartas que
e escribe a la madre. La vieja los lleva con ella
omo si fueran una bandera. Se pone tan orgullosa
de pensar que su hija, de quien se murmuraba tan-
lo, está ahora tan bien en Buenos Aires! Pero es
1na desaeradecida. No invita a nadie a visitarla.
E USEBIO no tenía tiempo que perder, de modo
que con un “pronto estaré allí” volvió a salir
para cumplir cón esa absurda promesa.
Después de sortear el tránsito en el centro, tomó
yor na ancha calle que conducía a los barrios ale-
jados, acelerando en lo posible su automóvil. Le
xxtrañaba un tanto la dirección que Isabel le había
lado, tan apartada del centro. Desconocía aquellos
varrios por completo y se imaginaba alguna nueva
residencia principesca en medio de un parque. Pero
al acercarse al número anotado, las casitas pare-
cían acurrucarse las unas “contra las otras para
lisimular su pobreza, No sin cierto temor, pensó en
na celada, tan escuálidas eran las calles por que
atravesaba. Finalmente llegó a la dirección indica-
la por Isabel y sé encontró con una casa igual a las
demás, insignificante, raída, miserable.
. Empezó a comprender que Isabel no era la triun-
fadora que en su pueblo se imaginaban...
Al abrirse la puerta Eusebio se halló frente a
frente con una visión arrebatadora. Esa Isabel, ves-
tida de soireé, en un traje blanco que le quedaba
maravillosamente, realzando su tez mate y el rostro
finamente ovalado. Bajo la luz suave de un arte-
facto de cristal tenía toda la frescura de los vein-
se años,
— ¡Túl — exclamó Eusebio sin atinap a coordi-
nar frases, — Yo... Este... ¿Cómo .puede ser?...
— Gracias por haber venido, Eusebio — respondió
:lla con la mayor compostura. — Y perdona que te
reciba de esta manera un poco... cursi. Quise que
me vieras tal como deseo que me describas a mi
riejita. Te resultará más fácil mentir de ese modo.
— No me explico...
— Es muy natural que no te lo expliques, Pero te
voy a rogar que cumplas una misión de caridad.
Siempre tenías. un corazón bendadoso, Eusebio. Y,
además, eres un hombre famoso y todos te crecerán
al pie de la letra. Por eso me he atrevido.
Eusebio fué hacia ella y le tomó las manos sin
haber resuelto aún si esa mujer era una desequili-
brada, una farsante o una criatura de valor.
— Explicame. _
—La ciudad es muy cruel, Eusebio, Llegué re-
suelta a triunfar y lo único que he podido hacer
25 no morir de hambre, Es difícil para una mujer...
— Sí; comprendo.
— Ahora trabajo de modelo en una casa de mo-
das. Este vestido me lo ha “prestado” la casa has-
ta que lo devuelva mañana, Pero quise que me vie-
“as tal como yo lo he descrito a mi madre, para
después decirle que su hija... ¡Eusebio! ¡A ti te
creerá con los ojos cerrados! Y se pondrá tan con-
tenta!
— ¡Por Dios, Isabel! Más contenta se pondrá de
tenerte otra vez con ella,
— Quizá. Pero yo no podría volver derrotada...
2ara que todas se rían de mí, Me fuí del pueblo des-
preciándolos por retrógrados, por haraganes. Y no
me lo perdonarán. Reconozco que sov demasiado or-
zullosa para volver,
Eusebio la vió pequeña y afligida, implorándole
ma gracia dolorosa, todo su orgullo reducido a una
nistificación con el vestido de sus patrones. para
que él a su vez pudiera más fácilmente decir su
ciadosa mentira. Mas no fué eso solamente lo que
advirtió. Desde el fondo de su conciencia surgió otro
pensamiento, “Ella se ha vestido así para deslum-
brarme y lo que me dice no es sino una superche-
ría. No se olvida que éramos novios de chicos”.
El egoísmo aprendido en la tenaz lucha cubrió
sus sentimientos como una coraza, e inclinando la ca-
peza en un saludo frío. se volvió hacia la puerta di-
ciendo:
— Está bien, Isabel, Haré lo que tú me pides. Adiós,
Pero al cerrar la puerta detrás suyo supo perfec-
tamente, con el sentido práctico de los triunfadores
que saben lo que quieren y lo consiguen, que no era
“adiós” lo que debió decir, sino simplemente “hasta
'uego”; Y una extraña alegría, algo que no había sen-
“ido en quince años, le transformó la calle escuálida
*n tna especie de antesala del paraíso.