21 de septiembre de 1938.
. OS dos mahometanos se. detu-
“—viéron para dejar paso a la pro:
cesión budista:.Con un paraguas
abierto sobre su cabeza, delante
de un palarquín dorado, marchaba un
devoto. .
- Atrás, oscilante, avanzaba el corte-
jo de elefantes, superando con sus bu-
das dorados, cargados en el lomo, la
verde copa de las palmeras... El socio
de Azerbaijan, el prudente Mahomet,
dijo; mirando a un gendarme tamil de-
tenido frente a una dama de Colombo,
cuyo cochecito de bambú arrastraba un
triado descalzo: . .
. — Que el Profeta confunda el enten-
dimiento-de. estos infieles. . -.
— Para ellos; el eterno pavimento de
brasas del infierno — murmuró Azer-
baijan coñ disgusto, pues una multi
tud de túnicas amarillentas llenaba la
calle de tierra.” ,
Esta. multitud mostraba la cabeza
afeitada, y casi todos se refrescaban
moviendo grandes abanicos de redon-
dez dentada, Azerbaijan, con ojos de
entendido, observaba los tipos huma-
nos y descubría que en aquel rincón
de Ceilán estaban representadas mu
chas de las razas del Sur de la India
Se- veían brahamanes con turbante:
chatos como la torta de una vaca; mú-
sicos con tamboriles revestidos de pie-
les de serpiente y trompetas en- forma
de cuerno de elefante; chicos: descal-
zos; de vientre hidrópico y desnudo; sa-
cerdotes budistas con la cabeza 'afei-
tada; parias cubiertos de polvo como
lagartos y más desnudos que monos; je-
fes candianos, tripudos, con grandes
fajas. recamadas en oro y sombreros
t
E
J l
descomunales como fuentones de plata,
Se reconocían los pescadores de per-
las por sus ojos teñidos de sangre y la
descomunal grandura del pecho, Ha-
bía también allí algunos ladrones chi-
nos, moviendo los ojos como ratones, y
varios estafadores ingleses, que con las
manos en los bolsillos miraban irónica-
mente desfilar la procesión, sacudien-
do en el aire la ceniza de sus cigarrillos,
— Vámonos — dijo Azerbaijan, — Y
Mahomet, encogiéndose de hombros, si-
guió a su cofrade, .
— ¿Tienes el dinero? — preguntó
Mahomet.
Azerbaijan asintió, sonriendo, El di-
nero, en buenas rupias indostanas, es-
taba liado cóñtra las carnes de su pe-
cho. El y Mahomet habían vendido el
fumadero de opio a un traficante chi-
no. Azerbaijan y Mahomet eran nati-
vos de Tánger, pero el azar de los ne-
gocios los había arrastrado hasta Co-
lombo, donde, siguiendo el ejemplo de
la comunidad musulmana, se dedicaron
a combinar el ejercicio de la usura con
la explotación de campos de arroz y
fumaderos de ovio,
Claro está que no podían jurar sobre
21 “Corán” que el dinero con que inicia-
ron sus negocios había sido honrada-
mente adquirido. Hacía algunos años,
los dos compinches, entre las nieves del
Himalaya, aturdieron a palos a un es-
pía prófugo de la policía inglesa. In-
útil que, intentando defenderse, el fu-
gitivo tomara por la chilaba a Maho-
met, al adivinar sus ladrones propósi-
tos. Más rápido, Azerbaijan le hundió,
con un golpe de báculo, el casco de cor-
cho hasta las orejas; y después de ali-
gerarle de sus libras, huyeron a mon-
te traviesa. Y así vinieron a recalar
A Cevián.
Ahora Azerbaijan y Mahomet toma
ron por un polvoriento camino” torcí-
lo entre palmeras. A lo largo de: co-
ertizos de bambú se: veían hileras de
viejas lavando azafrári; más allá, juri-
0 4.UN Muro gris de piedras yde ado-
des, tres ancianos de turbante trabaja
an frente a un telar: Una malaya ha
a girar sú rueda, Los hombres levan
'aron :la -vista cuando los dos maho-
netános pasaron, y la mujer murmuró
1n conjuro para protegerse del mal de
Xo Et
— Junto a la silla del Buda me es-
Jera un pescador de perlas — dijo, de
monto, Mahomet. : :-
— ¿Qué te quiere? -
.— Es forastero, Dice que tiene una
aXerla....
— Robada... :
— Probablemente...
—Debíamos verla; —':
La silla. del. Buda, un tronco que-
nado por un rayo tan caprichosamen-
“e, que. en carbón había quedado escul-
vida: la.figura del solitario como si
stuviera sobre un copo, estaba en una
'urva que describía el camino entran-
lo al bosque: -.
Ahora los dos socios. caminaban a lo
argo de una. playa,. frente al océano
entelleante, aplanado por la caliente
xesadez del sol. Algunas velas escarla-
as se doblaban sobre la llanura de
"gua; los peces voladores trazaban ver-
iginosas curvas; la ciudad había que-
lado atrás; entraron en el camino que
:onducía a los arrozales.
—¿Qué pedirá el ladrón por la
perla?
-
. Mahomet, cuya cara redonda y lus-
osa reflejaba la paz, dijo, extendien-
lo el brazo:
— Alí está.
Azerbaijan volvió la cabeza. No po-
lía distinguir bajo qué árbol del bos-
Jue obscuro se ocultaba el ladrón de la
verla. De pronto, sintió un golpe tre-
nendo bajo el corazón; vió a Mahomet,
mnorme como una estatua, que esgrimía
1n cuchillo gigantesco, y comprendió
Jue estaba muerto. Cayó cara al polvo,
Como en sueños, muy lejos, sintió que
“Tahomet,» con mano impaciente, le
lesgarraba la faja del pecho, y todo
e hizo obscuridad en sus ojos cuan-
lo el mercader se apoderó del hulto de
upias indostanas.
Lentamente, una bandeja de sangre
se fué formando en el polvo. Mahomet
se alejó internándose por el camino
jue conducía hacia la silla del Buda.
Este hecho ocurrió a comienzos del
año 1915,
A comienzos del año 1930, quince
ños después de la muerte de Azerbai-
an, un joven, aproximadamente de
liez y ocho años de edad, instaló su
muesto de barberillo frente mismo al
Jazar de los Sederos, que en Tánger
s como la bolsa de la seda. Durante
os primeros tiempos, el joven rapaba
¡ afeitaba junto a la fontana donde
ran todas las mujeres del bajo pueblo
) buscar agua y a murmurar de sus
13Mas.
o
7 ? dl
El Bazar de los Sederos es un lugar
mportante, y la mejor forma de repre
sentarle es como un patio de resque
brajadas baldosas rojas, en torno de
-uyas aristas los arcos festonean de
2arabescos unas recobas obscuras. Baje
stas recobas se abren profundos ni-
:hos, donde relucen rollos de las más
"loreadas telas que pueda codiciar la
'maginación de una mujer negra.
La principal tienda del Bazar de los
>ederos pertenecía al asesino Maho:
met. Naturalmente, madie sabía que
Mahomet había asesinado, hacía quin:
:e años, a su socio Azerbaijan en los
alrededores de Colombo. Además, éste
fué el primer y último crimen que co.
metió Mahomet, porque desde aquel dís
32] traficante cumplía escrupulosamente
zon todos los deberes del creyente. Nc
taltaba jamás a una sola oración en ls
nezquita, y nunca dejaba de llevar la
mano a su bolso para beneficiar cor
una caridad al ciego, al huérfano o a.
enfermo. De este modo, la vida de Ma
homet florecía como su misma barba
que, cuando se olvidaba de afeitarla
relucía negra como el azabache en tor.
10 de sus mejillas sonrosadas y puli-
las, Para esparcimiento de sus senti-
los, mantenía un harén con eunuco v
varias esclavas,
De manera que, como dejo contado,
“ué frente a este bazar donde instaló
su puesto de barberillo el joven extran-
¡ero que apareció en Tánger. Aunque
musulmán, el barberillo no era native
lde Africa, sino de Cevlán: su pronun-
Intentando defenderse, el fugitic
tomó por la chilaba a Mohomet...
Cuento por
ROBERTO ARLT
ciación lo delataba, y Mahomet no pu-
do menos que estremecerse cuando su-
po que el barberillo venía del archi-
piélagos pero se tranquilizó cuando su
criado le dijo que el menestral era na-
tivo de Puloli, la punta onuesta de Co-
'ombo. ,
Durante algún tiempo, el jovencita
:ingalés rapó barbas en medio de la ca-
ide; luego, mediante algunas monedas
de plata, echó al conserje del Patio Je
los Sederos, y un día se le vió instalar
su sillón frente mismo a la tienda de
Mahomet, y poner en hilera, sobre una
mesita de madera de cerezo, sus cor-
tantes navajas. Los comerciantes en-
contraban cómodo, en la hora de la
siesta, sentarse en el sillón y dejarse
rapar por el hombre de la isla.
Cuando no tenía nada que hacer,
canturreaba, Siempre la misma car-
ción: “El Rasd ad-Dill”,
Aquel si bemol, con que el barberillo
arrancaba la palabra “ja”, inicial de
la canción, le crispaba los nervios al
pulcro Mahomet. Y el menestral can-
turreaba:
“Ja... sa-hibu | hemmi li in-nel
hemma...”
A veces el sedero se encontraba con
la mirada del barberillo fija en él, y
entonces experimentaba una especie de
ansiedad extraña, un género de inco-
modidad, que le hacía mover la cabeza
como si el cuello de su abotonado cha-
leco bordado en oro le ajustara dema-
siado en torno del pescuezo; pero Ma-
homet se vengaba de esta molestia no
recurriendo jamás a los servicios de
harberillo.
(Continúa en la página 291
11