MUNDO ARGENTINO
NA noche volvía yo de una ex-
cursión cinegética, en un co-
checillo. Me separaban aún de
casa cerca de diez kilómetros;
mi excelente trotón marchaba a buen
paso por el camino polvoriento, reso-
plando de vez en cuando y agitandec
las orejas; el perro, cabizbajo y mustic
a causa del cansancio, iba como pega:
do a una de las ruedas traseras. Nos
amagaba una tormenta. Ante nosotros,
una inmensa nube malva se eleva»a
sobre el bosque, y por lo alto del cielo
avanzaban largas nubes grises. El mim-
bre blanco se apitaba, murmurante.
La atmósfera cálida se tornó de pron-
to húmeda y fresca. Se espesaron las
sombras. - .
Mi trotón se detuvo ante una torreri-
tera enjuta, cubierta de maleza. Le
arreé y la atravesamos, A. ambos lados
del camino se alzaban, en hileras com-
pactas, añosos nogales. Ibamos muy
despacio. El: cochecillo daba grandes
tambos al hundirse las ruedas en los
baches y al pasar sobre las raíces, du
ras y retorcidas, de los árboles cente
narios; el caballo tropeza5a a cada pa-
so, El viento comenzó a rugir, agitan-
do el follaje de la arboleda, en el que
no tardó en ofrse, pesado y sonoro, el
goteo inicial de la lluvia. Brilló un re-
lámpago. Se desencadenó la tormenta.
La lluvia arreció. - o
No era posible seguir avanzando. El
caballo se hundía en los charcos. Yo ca-
si no veía. Busqué el amparo de un ma-
torral e hice alto.
Esperaba pacientemente el fin de la
tempestad, encorvado, inmóvil, cuando,
de repente, a-la luz de un relámpago,
me pareció ver, no muy lejos, a un hom-
bre de elevada estatura. Momentos des-
pués, una alta silueta humana se de-
tuvo ante el cochecillo, —
— ¿Quién hay aquí? — preguntó el
aparecido. . . ,
— Y tú, ¿quién eres? — interrogué
yo.
—. Soy el guardabosque.
Yo me nombré. -
—¡Ah, bien, bien! ¿Volvia usted a
casa? ,
— Si, pero la tormenta...
Un. blanco relámpago iluminó de
pies a cabeza al gnardabosque, y casi
al mismo tiempo retumbó un trueno
Lo seguí
No sé cómc
se las arre-
yiaba para
andar, q
sravés de Ta
negrura de
lé noche
tan de prisa
y con tanta
seguridad
Sólo se de:
'enía cuan-
to queria
Xr más dis.
intamente
"08 hacha-
708.
xreve; estruendoso, La lluvia redobló
«5u ímpetu.
— Me parece — dijo el guardabos-
que — que hay agua para rato.
— ¿Sí? ¡Pues me he divertido!
— ¿Quiere usted que le lleve a mi
RSa? o .
— Te lo agradecería, —
— No se mueva.
El corpulento sujeto asió de la brida
Il caballo y nos pusimos en marcha.
E] coche se balanceaha como un barco
nm el mar. Yo-llamaba al perro. Mi
obre trotón resbalaba, tropezaba. El
mardabosque, tambaleándose ante las
raras, parecía un fantasma. Camina-
nos largo rato, y por fin, mi guía se
tetuvo y dijo, dando con los nudillos
uertes golpes en una puerta:
— Ya hemos llegado, señor.
Empezaron a ladrar unos perros, A
a luz de un relámpago vi una chocita
1n medio de un vasto cercado. Por un
rentanuco asomaba un débil resplandor,
— ¡Voy en seguida! — gritó, dentro,
una vocecita infantil. - ,
Y una muchachs como de doce años,
en camisa, descalza, con una cuerde
1 manera de cinturón y una linternz
en la mano, salió de la choza, Momeñ-
tos después descorría el cerrojo, —. .
—- Alumbra al señor — le ordenó
ni guía. — Yo voy a dejar el coche
nm la porchada, .
“La niña me miró y se dirigió a la
:asita,” Yo la. seguí. a ,
En la choza del guardabosque sólo
vabta. una habitación baja de techo,
Ihumada, Distinguíanse, a la luz va-
lante de la tea que ardía en la mesa
ma vieja pelliza, colgada de un clave
n la pared, una escopeta sobre el po
ro, un montón de andrajos en un rin
ón, dos grandes ollas junto a la chi
menea, una cuna en medio de la es
ancia... La muchacha apagó la lin
:erna, se sentó en una banqueta y st
puso a mecer la cuna con la mane
ierecha, y a arreglar con la izquierda
a luz, Se me encogió el corazón; no es
1ada alegre entrar de noche en la cho-
73 de un campesino. El niño que dor-
nía en la cuna respiraba anhelosa-
nente. - o
lustraciones de
— ¿Estás sola aquí? — le pregunté
1 la muchacha, na
— Sí, señor, sola — balduceó. "
— Eres hija del guardabosque?
— Sí, señor. E
Se oyeron pasos en la puerta, y el
zuarda. entró, encorvándose. .
— No estará usted acostumbrado a
ma luz ¿omo ésta, ¿verdad? — dijo.
Y sacudió la Tizosa cabeza. ,
Raras veces he visto a .un hombre de
an buena estampa. Era alto, ancho de
1ombros, arrogante. Bajo su camis:
nojada, se acusaba el relieve estatua:
+io de sus músculos de atleta. Su bar
a, Degra y rizosa, enmarcaba un ros
0 grave, enérgico. Sus ojillos negros,
t la sombra de una cejas anchas y es
»esas, miraban serenos, audaces.
En jarras delante de mí, parecía ofre-
-erse, altivo, a mi muda contemplación.
Le di las gracias por su hospitalidad
7 le pregunté su nombre. -
— Me llamo Foma — contestó, — Y
de apodo, Biriuk. E
—¡Ah! ¿Tú eres Biriuk?
Lo miré más atentamente, Había
oído hablar de Biriuk a los campesi-
nos, que le temían más que al fuego
Según ellos, no había en el mundc
quien supiera mejor su oficio. “Nc
hay manera — decían — de llevarse
un haz de leña. Aunque sea a medis
noche, le cae a usted encima como una
nevada, y ¡cualquiera se libra de él!
Es ágil y fuerte como un diablo... Y
no se le conguista ni con vino ni con
Jinero. Ni se le asusta. ¡Cuántas veces
— No tengo gana.
— Tenemos samovar, pero té... Yoy
2 echarle una ojeada al caballo.
Mi huésped salió, dando un portazo.
El acre olor del humo frío hacía casi
irrespinable. la atmósfera del. triste
iposento. La muchacha, sentada en la
banqueta, con los ojos bajos y las pier-
secillas colgantes, mecía de cuando
:n cuando la cuna: - -
—. ¿Cómo te llamas, nena?
— Ulita.
El guarda entró y se sentó en el
yoyo.
— La tormenta — dijo, tras un cor-
0 silencio — amaina. Si usted quiere;
10 acompañaré.
Me levanté, Biríuk agarró la esco-
peta. ; .
— ¿Por qué se arma usted? — in-
quirí,
— Hay ladrones en el bosque... En
2] barranco de los Jumentos están de:
*riando árboles. o
— ¿Y .lo oye usted desde aquí?
—Lo he oído desde el corral.
Salimos. Ya no llovía. Veíanse a lo
ejos densos nubarrones, relampaguea-
a aún; pero sobre nuestras cabezas,
m el cielo azul obscuro, sólo alguna nu-
ecilla blanca y fugitiva empañaba al
asar el claro fulgor de las estrellas
La silueta de los árboles empapado:
de lluvia y agitados por el viento se
Ebujaban en: las tinieblas. Aguzamos
el oido. Biriuk se quitó la gorra e in-
clinó la caheza,
ento por IVAN TURGUENEV
e Mm"
a MI=MMhTema|emnNAVTpeaddad
El más europeo de los escritores rusos es, sin duda, Iván
Turguenev (1818-1383), quien vivió gran parte de su existencia
en París. Son famosas sus novelas “Nido de hidalgos”, “Humo”
y los “Relatos de un cazador”, a cuyo libro pertenece: este
bello cuento. que publicamos.
—;—zLÑÑ;—L.;eo]———;]Úe;];Ú—ÓDDDETEDEE0
se ha jugado la vida!...” _ — ¡Qué nochecita han escogido! —
— ¿Conque tú eres Birtuk? — añadí. — exclamó momentos después.
—. He oído hablar de ti. Dicen que no Yo sólo oía el ruido de las hojas.
perdonas a nadie. —— Si quieres — propuse, — dejare
— Es mi obligación — contestó. — mos mi marcha para después y te
Debe uno ganarse el pan que come. - acompañaré ahora h) barranco. -
Se sentó en el suelo, y con el hacha — Vamos. Les echaré el guante en
que llevaba a la cintura se- puso a ha- un santiamén.
rer teas. Lo seguí. No sé cómo se las arregla-
— ¿No tienes mujer? — le pregunté. ba para andar, a través de la negrura
— No — respondió, blandiendo cicló- de la noche, tan de prisa y con tanta
neamerite el hacha. e segufidad. Sólo se detenía cuando que
— ¿Murió? , ría oír más distintamente los hachazos
— No... Es decir, sí. _— —- ¿Oye usted? ¿Oye usted? — mur
Callá. El guardabosque alzó la-ca- muraba: - j
»eza y me miró. — No...
— Se escapó con un corremundo — El guarda se encogía de hombros
lijo, sonriéndose, sarcástico, La. mu- Jajamos a lo hondo de un barranco
"hacha bajó los ojos, y como en aquel En. un breve reposo del viento, oyé
nomento el niño se despertara. y em- ronse, claros, acompasados, unos gol
xezase a gritar, se acercó a la cuna, pes.
— Toma, dale leche. — ¿Y ahora? .
El guarda le alargó a su hija el su- Avanzamos, hundiendo los pies el
cio biberón. la humedad de los helechos y las orti
— Y abandonó al niño — murmuró, gas. Se oyó un ruido sordo y prolonga
- Luego, dirigiéndose a la puerta, pre- do.,
guntóme, solícito y apesadumbrado: — ¡Ya ha caído el árbol!
— No le gustará a usted nuestro Salimos del barranco, y luego de an:
pan, lo único que puedo ofrecerle, ¿ver- — dar por su orilla veinte o treinta pasos.
dad? - Birmk susurró:
o — ¡Espéreme aquí!
IECTOR POZZO Y la escopeta advertida desapare