26 de octubre de 1938
as quiero si no puedo lucirlas junto
al hombre que amo? Y allá en las sie-
"ras no me hacen tfalta..,
Resuelta a esto, Julia empeñó sus
joyas, y con el dinero obtenido se di-
"igió a una imprenta. ¡Con qué cui-
lado fueron corregidas aquellas prue-
vas por la muchacha que había visto
crecer día a día la obra del que estaba
sentenciado a. morir en breve plazo!
¡Cuántas veces lloró sobre aquellas le-
:ras de molde grabadas en las tiras
le papel que pronto iban a convertir-
se en las páginas del libro! Los ner-
vios se le ponían de punta cuando sus
jos tropezaban con una errata, cual
si ella fuera un insulto a la pluma de
su admirado Alfredo.
Después, ¿cómo describir la emoción
jue la penetró cuando tuvo en sus ma-
108 trémulas el primer ejemplar de
*Vida de soledad?” Fué tal el trans-
vorte que sintió, que sus labios besa-
ron la cubierta del libro como si fuera
:1 mismo rostro de quien lo había es-
:rito.
Esa misma noche tomó el tren con
lestino a Córdoba. No quiso telegra-
liar a Alfredo para darle una sorpre-
3, Durante el viaje releyó aquella au-
tobiografía' de un hombre triste y hon-
damente poeta, más que muchos otros
que escriben versos, pues por todas las
páginas corría un soplo poético y de
comunicativa belleza. No hizo caso de
as galanterías de un apuesto joven
moreno que con cualquier pretexto que-
-ía iniciar con ella un diálogo que no
legó a establecerse. A ella no le in-
-eresaban los hombres porque ya ha-
a encontrado el suyo. Y si bien es
verdad que pensaba en que acaso no
»udiera unirse a él, ya que la muerte
quizá los separaría muy pronto, no
lejaba de perder la esperanza de que
or un verdadero milagro el enfermo
reaccionaría y vencería al mal que lo
levoraba, Llegó a Córdoba gustando la
áltima página de “Vida de soledad”.
Fué como si no hubiese viajado sola,
sino en la cautivadora compañía del
1n0mbre amado, que le hablaba a tra-
vés de las páginas dolorosas de su li-
aro.
Era casi mediodía cuando Julia se
1allaba cerca de la casita serrana en
jonde se albergaba Alfredo. El cora-
zón comenzó a golpearle rudamente en
e] pecho. Su respiración se hizo más
anhelosa. ¡Tres meses ausente! ¡Tres
meses sin escuchar la palabra ni ver
f El hijo de Caruso...
primer gran error de su vida. Eligió
como su número “Ridi, Pagliacci”, la
gran aria de la ópera de Leoncavallo,
que siempre estará asociada con el
nombre de su padre como la ejecución
más magistral del famoso tenor.
De modo que, cuando sus compañe-
ros de vodevil decidieron que el joven
Caruso cantaría “Ridi, Pagliacci”, lo
mandaron a lo de un maestro de can-
to. El maestro era amable pero enér-
gico.
— No sirve, No tiene voz — dijo.
Pero el joven Enrique insistió, persis.
tió y, finalmente, creyó haber domina-
lo la difícil aria. .
— Todo iba bien hasta que abría la
hoca — dijo Enrique. — Había un, es-
truendoso aplauso euando salía a es-
sena. Pero tan pronto comenzaba a
cantar, el número era un fracaso.
Profundamente desilusionado por el
“racaso, Enrique regresó a Italia. Los
diarios habían publicado que el hijo de
Enrique Caruso se dedicaba al vodevil,
v algunas de las noticias fueron leídas
por la tía del joven Caruso en Italia.
— Cuando la visité, demostró curio-
sidad — cuenta Enrique, — Me pidió
que cantara un poco para ella. Canté
unos cuantos compases de la gran aria
os ojos del hombre elegido! Y ahora
ba a verlo de nuevo, a besarlo con
nás ansias que nunca, a ser feliz con
a felicidad que la vista del libro des-
vertaría en el corazón del enfermo.
La casita estaba rodeada de una den-
:a arboleda, Julia, como una niña tra-
iesa, se acercó al cerco que rodeaba
a vivienda para atisbar sin ser vista.
Juería sorprender a Alfredo, que de-
ía de estar sentado bajo la galería.
Acaso pensaba en ella? Tal vez... .
Pero ¿qué era lo que veía? Alfredo
staba de pie junto a una mujer
le formas exuberantes, coloradota y
nuy risueña, Ambos parecía que es-
aban solos en .la casa, pues sus ma-
108 se hallaban unidas y se mirabar
ibiertamente en los ojos. ¿Qué era aque-
lo? ¿Soñaba? ¿La engañaban sus ojos?
No! Tedo era brutal realidad, Aque-
la mujer era una amiga de la herma-
1a de Alfredo que de cuando en cuan.
lo llegaba del pueblo cercano a visi-
arla y que nunca había mirado cor
menos ojos a Julia. Bien a las claras
se veía que durante su ausencia ha-
ía conquistado, si no el ccrazón, pol
o menos los sentidos del enfermo, que
lo parecía el mismo, según lo decían
sus colores y la sonrisa que no se le
ba del rostro,
Julia no pudo ver más, Dió un gri-
o y cayó como fulminada por un ra-
yo. Alfredo y la mujerona corrieron
1acia el sitio de donde había partido
2 voz. —
— ¡Pero si es Julia! — exclamó Al:
edo cuando estuvo junto al cuerpe
'aído de su novia.
— Es verdad, Es Julia... — dijo
ríamente la mujerona. — Y tiene un
ibro en la mano... ¡Qué gracioso!
Alfredo alzó a la muchacha en sus
razos y la llevó debajo de la galería.
Allí Ja hizo volver en sí, y cuando Ju-
ia tuvo conciencia de sus actos, le di:
¡o a Alfredo con una serenidad in-
sospechable en ella:
— No ha sido nada, Alfredo... Un
igero desmayo... Te traía el libro...
Y como ya veo que has recuperado la
alud, vuelvo a Buenos Aires esta no-
he...
— Pero ¿por qué tanto apuro? Es-
era que vengan mamá y Josefina...
— Tú me disculparás... Tengo ne-
sesidad de volver hoy mismo... ¡Adiós,
Alfredo!
Y él la dejó irse para siempre.
(Continuación de la página 11) |
le mi padre, y mi tía prorrumpió en
xclamaciones :
“— ¡Basta! ¡Basta! ¡Tu padre se
evantaría de la tumba!”
Ni esto torció la voluntad del hijc
lel gran tenor. Regresó a Norte Amé-
ica. En el barco, durante la travesía,
"onoció a un actor de cine, que lo animé
ara que fuera a Hollywood, asegurán-
lole que tendría éxito. Enrique fué, pe-
"0 los productores no se.ocuparon de él.
De manera que decidió olvidarse de
as películas. Y entonces le llegó la
yrimera oportunidad verdadera. Cami-
1ando por el Hollywood Boulevard, se
:neontró con Andrés de Segurola, el co-
vocido bajo del Metropolitan de Nueva
York y gran amigo de su difunto pa-
Tre.
— Venga a mi clase de canto — in-
stió Segurola.
Enrique estaba asombrado. Uno de los
ajos más famosos del mundo ¡y toda-
ía tomando lecciones! Fué con él y
-onoció a Adolfo de la Huerta, el co-
'ocido profesor de canto,
— Me pidió que cantara — cuenta e,
oven Caruso, — pero yo le contesté
nue no tenía voz. Le conté de los cinco
rofesores que había tenido y cuál era
*u opinión. El sólo se sonrió y dijo que
me daría treinta lecciones gratis pa-
“a demostrar que el hijo de Caruso sa-
xa cantar,
Hollywood, finalmente, se interesó
vor él, y la Warner Bros. lo contrató
ara hacer dos películas en castellano.
oncluídas éstas, regresó a Nueva
York y continuó sus clases de canto,
:0n la vista todavía fija en la ópera.
En cambio, en vez del Metropolitan, lo
speraba un contrato con un club noc-
turno.
— Aplaudían mucho cuando apare-
cía — dice Enrique, — pero también
aplaudían por mi canto. De modo que
“reo que habrá lugar para mí en el
nundo de la ópera, y estoy decidido a
2xcontrarlo. Nada me lo puede imped:-.
"No crean que me apoyo en el nom-
dre de mi padre, Es más obstáculo que
na ventaja. Estoy orgulloso de ser el
hijo de mi padre; pero comprendo que,
Dor esa misma razón, me están cerra-
das muchas puertas y perdidas muchas
oportunidades. “¡Nunca serú lo que fué
el padre!” es una lápida para quien no
esté dispuesto a disputar un lugar el
sol con todas sus energías. Y es eso
mismo lo que hago actualmente: ¡l:-
char contra la sombra de Enrique Cr-
muso!”
Sacar provecho de la experiencia ajena para
orientarnos en la vida, he chi la inteligencia y la
habilidad.
Los triunfadores y los fracasados nos dan una pro-
rechosa lección. El triunfador, descubriéndonos el
:emino más seguro del éxito: EL ESTUDIO. El fra-
>asado, previniéndonos contra la derrota que espera
% los imprevisores que no se preocuparon de es-
tudiar en su juventud.
Muchisimos de estos fracasados tuvieron el “pro-
pósito” de estudiar, pero les faltó la decisión de
hacerlo inmediatamente como lo hicieron los
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