LITERATURA SUDAMERICANA
ARTURO TORRES RIOSECO
HÜLE ha dado siempre pasto para lugares comunes a
los críticos. No hay crítico con pretensiones cienti-
ficistas que, queriéndose dar humos de nuevo Taine,
el Tarne de la tan manoseada aplicación de la teoría
del medio ambiente, no saque a relucir eso del clima más bien
frío de la república austral para inferir que los poetas por allá
son escasos, en tanto que los historiadores abundan (1). Ya los
chilenos mismos nos hemos habituado a este gratuito artículo de
fe. Alentados por él, calificamos de coloso a cualquier coleccio
nador de datos y sacamos a bailar a Momsen y a otros eruditos, sin
acordarnos de que éstos, además de eruditos, fueron filósofos de
la historia. Por otra parte, desalentados en virtud del susodicho
artículo de fe, si acertamos a tener un poeta, aun un gran poeta,
nos damos de antemano por vencidos, lo posponemos a cualquier
rimador de países cálidos. Y no es sólo este prejuicio lo que ha
mantenido despreciada a nuestra poesía, sino también el hecho
de que hemos carecido de críticos nacionales capaces de levantar
el cargo. (Esta carencia de críticos ¿no contradiría en verdad la
afirmación de que Chile es país de investigación y estudio en razón
de su no tropicalismo?) Por dos decenios, y quizás hasta cuándo
(1) Lo que hay es que en nuestra América, no en España, priva una concepción
tropical en lo que se refiere a poesía. Nos sentimos inclinados a excluir la idea, el
fondo, de la poesía, en un afán esteticista de hacerla etérea hasta confundirla con la
música. La poesía, creen algunos, no reside en el pensamiento sino en el sonido mismo,
en la cadencia del verso. En realidad, no hay peligro de que incurramos en el peligro*
opuesto, el de creer que sólo el fondo merece la pena de ser considerado, con exclusión
de todo elemento musical, estrechez de criterio en que casi incurren Aristóteles y sus
seguidores de todas las épocas,