Full text: T. 28.1922,112 (19220028112)

BUSTOS DOMINICANOS 
2ül 
una monarquía siempre más temible y amenazadora para su país 
y que el nuevo Estado iba a pertenecer a Colombia, la república 
con la cual mantenía cordiales relaciones y a que tan noble y ge 
neroso auxilio había prestado su jefe y grande amigo Alejandro 
Petión. El tiempo demostró la inanidad de tales esperanzas. 
Pero, parece, que el gran dominicano no podía ya retroceder. El 
año anterior, 1820, había ocurrido gran alarma con motivo del 
descubrimiento de una conspiración con carácter separatista en 
que Núñez de Cáceres, por habilidad suya o por lo que fuese, no 
fué complicado. Después de la denuncia del Padre Cruzado, tuvo 
que resolverse. La indecisión en tan supremo instante le hubiera 
costado la libertad o la vida. 
Astuto y cauteloso, Boyer, sin dar el frente, desarrollaba en las 
fronteras un plan de seducción que, desdichadamente, le propor 
cionó excelentes resultados. Antes de que Núñez diera su gran 
paso ya se había oído hablar de un flamante partido unionista que, 
en ciertos lugares de la línea fronteriza, iba aumentándose merced 
a los trabajos de dominicanos traidores, José justo de Silva, Ta 
ñares, Amarante, otros más. Sin faltar a la verdad, no es posible 
negar que numerosos dominicanos traidores facilitaron grande 
mente la invasión de Boyer. A ellos alude éste en uno de sus 
oficios al brigadier Kindelán cuando le habla de insinuaciones de 
cierto género que recibía de este lado con frecuencia. Núñez 
tuvo también en su contra, cosa natural, al elemento peninsular, 
catalán principalmente, herido por la reciente revolución separa 
tista que de dueño lo convertía en súbdito del naciente Estado. 
Pero, a mi ver, el gran peligro estaba en el unionismo, esto es, 
la fusión con Haití, preconizada por bastantes dominicanos. Y tan 
es así que antes de divisar Boyer los muros de la Capital, el Cibao, 
por obra principal de esos unionistas, estaba ya, puede decirse, 
pronunciado por Haití. Juan Núñez Blanco, a la cabeza de un 
grupo de jinetes armados, recorre las calles de Santiago vitoreando 
la unión y con sus propias manos enarbola en el fuerte de San 
Luis la bandera haitiana... 
Y aquí se manifiesta, con claridad meridiana, lo que afirmé 
en mi teoría de las dos corrientes contenida en la Carta inserta en 
mi libro La Hora que pasa y dirigida a mi ilustre amigo Pedro 
Henríquez Ureña. Dos tendencias bien determinadas comienzan a
	        
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