BUSTOS DOMINICANOS
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una monarquía siempre más temible y amenazadora para su país
y que el nuevo Estado iba a pertenecer a Colombia, la república
con la cual mantenía cordiales relaciones y a que tan noble y ge
neroso auxilio había prestado su jefe y grande amigo Alejandro
Petión. El tiempo demostró la inanidad de tales esperanzas.
Pero, parece, que el gran dominicano no podía ya retroceder. El
año anterior, 1820, había ocurrido gran alarma con motivo del
descubrimiento de una conspiración con carácter separatista en
que Núñez de Cáceres, por habilidad suya o por lo que fuese, no
fué complicado. Después de la denuncia del Padre Cruzado, tuvo
que resolverse. La indecisión en tan supremo instante le hubiera
costado la libertad o la vida.
Astuto y cauteloso, Boyer, sin dar el frente, desarrollaba en las
fronteras un plan de seducción que, desdichadamente, le propor
cionó excelentes resultados. Antes de que Núñez diera su gran
paso ya se había oído hablar de un flamante partido unionista que,
en ciertos lugares de la línea fronteriza, iba aumentándose merced
a los trabajos de dominicanos traidores, José justo de Silva, Ta
ñares, Amarante, otros más. Sin faltar a la verdad, no es posible
negar que numerosos dominicanos traidores facilitaron grande
mente la invasión de Boyer. A ellos alude éste en uno de sus
oficios al brigadier Kindelán cuando le habla de insinuaciones de
cierto género que recibía de este lado con frecuencia. Núñez
tuvo también en su contra, cosa natural, al elemento peninsular,
catalán principalmente, herido por la reciente revolución separa
tista que de dueño lo convertía en súbdito del naciente Estado.
Pero, a mi ver, el gran peligro estaba en el unionismo, esto es,
la fusión con Haití, preconizada por bastantes dominicanos. Y tan
es así que antes de divisar Boyer los muros de la Capital, el Cibao,
por obra principal de esos unionistas, estaba ya, puede decirse,
pronunciado por Haití. Juan Núñez Blanco, a la cabeza de un
grupo de jinetes armados, recorre las calles de Santiago vitoreando
la unión y con sus propias manos enarbola en el fuerte de San
Luis la bandera haitiana...
Y aquí se manifiesta, con claridad meridiana, lo que afirmé
en mi teoría de las dos corrientes contenida en la Carta inserta en
mi libro La Hora que pasa y dirigida a mi ilustre amigo Pedro
Henríquez Ureña. Dos tendencias bien determinadas comienzan a