LA CONDESA EMILIA PARDO BAZÁN
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En épocas solemnes, como en la velada salmantina de 26 de
marzo de 1905, sus discursos calaron hondo.
Sus conferencias del Ateneo agitaron el mundo de las ideas,
arrastrándolas a la búsqueda, a la refutación, al examen erudito.
Recuérdese preferentemente la que trató de Cristóbal Colón y los
franciscanos, en la que afirmó, fundada en viejos pergaminos y có
dices latinos, que el auténtico descubridor del Nuevo Mundo era
Raimundo Lulio, el insigne místico de avanzadas teorías cientí
ficas, que inspiró a Núñez de Arce romántico poema para deleite
de un amigo de la infancia.
En otra ocasión, si bien llevando el agua a su molino, pues no
empezaba el período evolutivo, ensayó entrar en las doctrinas dar
vinianas. Al ocaso de su laborioso existir, habría, sin duda, rec
tificado muchas de sus opiniones, dado el avance actual de los co
nocimientos y las terribles lecciones que arrojó la guerra europea,
contra la que se estrellaron los más halagadores optimismos, sin
embargo de que, entre charcos de sangre, entre montones de ruinas
y en la infinita desolación, flotaba el ideal sostenido por gigantescas
almas latinas. La tragedia ciclópea sugería enjambres de pensa
mientos acerca del origen de las especies, de la lucha por la vida
y del imperativo de la selección natural.
Su reposado trabajo acerca del Porvenir de la Literatura des
pués de la Guerra fué editado con predilección por la “Residencia
de Estudiantes”, de Madrid, que tiende en su labor educadora a
perpetuar en sus publicaciones “momentos ejemplares de la cultura
universal y de la vida nacional.”
¡Compleja psicología la de la Condesa, más que condesa, em
peradora de la mentalidad femenina!
De las creencias católicas más sólidas, de los piadosos hechos
de San Francisco de Asís, obra de su juventud que iba al cénit;
del encumbramiento a los poetas épicos cristianos, de su admiración
al enciclopédico padre Feijóo, pasó a las polémicas más audaces
y abstrusas, a los problemas sociales de trascendencia; al intenso
entusiasmo por el escéptico burlón Campoamor, el oído atento al
cantor de la duda, Núñez de Arce; de sus inocentes cuentos y tra
viesas anécdotas, al realismo crudo que colinda con el zolesco; del
carlismo caluroso, al total enfriamiento; de sus reacciones tradicio
nalistas que pedían un rey para Francia (léanse sus impresiones