DON JOSÉ DE LA PEZUELA
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salvo muy contadas excepciones, atendían más a la conservación
de sus puestos, que a la buena marcha de la administración.
Prueba de esto es el hecho de ser Don José el tercero que se
nombraba para el cargo en lo que iba de año.
Algunas buenas disposiciones dictaron sus inmediatos antece
sores, los Coroneles Rubio y Verdugo, esposo este último de la
ilustre escritora cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda; pero el
mal estado de salud de dicho último jefe, lo hizo renunciar al Go
bierno, pocos meses después de haber recibido el nombramiento.
Las relevantes dotes de mando de Pezuela se pusieron de ma
nifiesto a los pocos días de su llegada, que tuvo lugar el día 8
de agosto de 1860. Esta demostración de actividad en el nuevo
Jefe superior de la Villa, puso en movimiento las energías de
los cienfuegueros, estancadas antes, por contagio, con la inacción
de que daban muestra los otros Gobernadores.
Nunca, desde los tiempos del inolvidable Don Ramón M. de
Labra, cuya memoria se conserva perpetuada en mármol en una
de nuestras principales vías, tuvo Cienfuegos, si se exceptúa el
Coronel Ceballos, un gobernante como Pezuela, que tan fácil
mente se apoderara de todas las voluntades, conquistando uná
nimes simpatías y haciendo necesaria la arbitrariedad de un Ca
pitán General apasionado, para lograr su destitución, hecho injusto,
que privó a la Villa de uno de sus más hábiles gobernantes.
He dicho que al poco tiempo de su llegada dió Pezuela mues
tras de su actividad, y así es, en efecto.
El día 15 de agosto, o sean siete días después de su arribo, dictó
una disposición regulando el peso del pan y exigiendo su cumpli
miento bajo amenaza de severas penas.
Con la misma fecha dictó otra, prohibiendo que durante el
día se jugase, en los billares, fundándose en que muchos hombres,
necesitados de trabajar, perdían su tiempo lastimosamente jugando,
o viendo jugar. Poco después amplió esta campaña contra la
vagancia, por considerarla, no sólo Testadora de la riqueza que
cada par de brazos robustos supone para la colectividad, sino por
que, aficionándose los hombres a ella, aumentaba necesariamente
la criminalidad.
Con este fin, ordenó a los jueces de la jurisdicción que vigi
lasen las “bodegas” de campo, pues con algunos cajones y ba-