FEDERICO DE IBARZABAL
EDERICO de Ibarzábal, poeta, con una vasta y rica
obra intelectual, creador de libros de infinita belleza,
persistente y fecundo burilador de la prosa y del
verso, con una juventud pujante y una entereza física
que corresponde, en solidaridad y adhesión, a sus firmes empeños,
es absolutamente desconocido fuera de Cuba y permanece, como
toda la intelectualidad cubana que florece y lucha, en esa irre
verente niebla de incomprensión y desconocimiento que desencanta
los espíritus. Él, sin embargo, sonríe jovialmente, y con una pro
funda fe en su acometividad y en su obra, selecciona sus versos,
los compila, los somete a aquella paciente labor técnica de puli
mentación y perfeccionamiento que les da personalidad y brillo, y
los lanza al mercado y a la crítica con una superior indiferencia
a los roedores del genio, penetrado de la inhospitalaria sequedad
del ambiente, nutrido, por hábito y herencia, de bajas del azúcar,
política cominera, reseñas sociales de resplandeciente anodinismo
y libros de Carlota Braemé. Y es que Ibarzábal, temperamento
lírico y, por consiguiente, de acuerdo con la tradición, alma que
se enternece y por su enternecimiento se debilita, tiene la maciza
y concentrada robustez de un muro viejo. Poeta actual, quintae-
senciadamente actual, escribe sus versos en máquina y hace re
temblar el teclado bajo la poderosa presión de sus muñecas, como
las de Lord Byron, aptas para el remo, el madrigal, la caricia tí
mida y la puñada certera. Una tarde, en uno de esos abominables
centros de inmundicia y promiscuidad democrática, que se llaman
cafés, Ibarzábal, metafísico, escrutaba el arcano. Súbitamente, el
mozo, con su torpeza rudimentaria, vació, miserablemente vació
todo el servicio en los pantalones de mi amigo. Hubo una tregua