EL MOLINO SILENCIOSO
549
Un ica. Allí lo tienes ahora encerrado á
P'edra y lodo; todos, todos pueden en-
trar > sólo yo no. Y si algo quiero, tengo
fl Ue tocar la campana. ¿Díme tú, Juanito,
si esto está bien? Ya yo no soy tan
n '5a, que.., vamos, mejor callaré, no
debo hablar mal de mi marido, pero al
fin tú eres su hermano. Escucha, se me
°curre una idea: ¿ si tú le dijeras, Juanito,
c * Ue me permita entrar? Ya sabes, me
’finero de la curiosidad!
Bah, pierde las esperanzas; ¡ni á mi
lo quiere decir!
—'Jesús! Qué misterio.—Vamos, ven
d lomar el almuerzo y de este asuntito
■^ a hablaremos más adelante.—De un 1¡-
^ er ° salto baja los tres escalones que
faltan y entra al comedor.
La mesa está puesta, ambos toman
asiento. Gertrudis está sumamente seria;
^° n grande importancia habla de sus
aer >as domésticas. Que ya desde su ni-
j? ez está acostumbrada á luchar con di-
u| tades, que su pobre madrecita había
muert o muchos años antes de su confir
mación y desde entonces á ella le tocó
administrar la casa de su padre. Pero su
Ca Sa paterna fué chica, y su padre tuvo
n
Pasarse con un solo mozo, tanto pa-
atender al molino, como para las fae-
n as del
el
campo, sacrificando su salud con
ex cesivo trabajo, ¡su pobre padre!
Sus ojos se llenan de lágrimas, luego se
aVei güenza y vuelve la cara. De repente
alta de su asiento y pregunta:
Estás satisfecho?
Juanito se levanta, sacude las migajas
’ace una señal afirmativa.
a j . ^ en >—prosigue Gertrudis,—Vamos
esi-' lr ^' n ’ conozco un lugarcito donde se
a a gusto y platicaremos un rato.
, c Yllá, al término de aquella calle de
°les? ¡Oh¡ También es mi lugar favo-
rito _
contesta Juanito.
j e j Unt0s atraviesan las cálidas calzadas
^ )ar dín, que está inundado por el sol
medio día y respiran con delicia al
llegar al fresco, sombroso y perfumado
pabelloncito.
Gertrudis se recuesta con negligencia
sobre el rústico banco y cruza sus que
mados y bien formados brazos debajo de
su cabeza. A través del tupido follaje de
las frondosas enredaderas, que cubren el
cenador, penetran furtivamente aislados
rayos de sol, que pintan manchas dora
das sobre su vestido, que juguetean so
bre su cuello y mejillas y doran su rubio
cabello.
Juanito se instala frente á ella y la
contempla con embeleso. Está convenci
do. Jamás en su vida ha visto tanta
gracia y dulzura como reune el flexible
cuerpo de Su gentil y joven cuñadita
y las palabras del hermano atraviesan su
mente:—¿Es posible que no la había de
querer?
■—No sé por qué tengo ahora tantos
deseos de platicar,—dice Gertrudis, aco
modándose bien en su asiento.—¿Te
agrada escuchar?
Juanito hace un gesto afirmativo.
—Qué bueno, con que te figurarás, que
allá en mi pobre casita, no abundaba el
pan, de mantequilla ni qué hablar, y si no
habría cultivado la pequeña hortaliza, cu
yos productos realizábamos en la ciudad,
te aseguro que nos habríamos visto en
apuros. ¿Por qué llevará todo el mundo
su harina al molino de Felshammer, sin
pensar que también nosotros queríamos
vivir? Así pensábamos mil veces, y crees
sentíamos verdadero odio por tu casa.
Así las cosas cuando un día, de repente,
se nos presenta Martín. “Quiero ser buen
vecino”, dice, es cariñoso y atento con pa
pá, cariñoso y atento conmigo y trae golo
sinas y dulces para los niños, que todos
estamos locos por él. Y por último de
clara á papá, que forzosamente quería
casarse conmigo. “Pero mi hija es pobre,
no tiene dote”, dice mi padre. “Nada
quiero”, contesta Martín, y quien te
cuenta se casa conmigo, apesar de que