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COSMOS
de trabajar, casi me ocurre escribir: «con
el traje del sacerdote á punto de oficiar».
Porque eso parece una noble profesión
ejercida á conciencia: un elevado sacer
docio.
Y en tal caso el Dr. Urrutia es un sa
cerdote familiar y bueno que se hace no
solamente venerar, sino lo que es más
difícil, querer de los fieles.
El sanatorio, ese lugar en que no pue
de pensarse sin sentir temor físico, llega
también á ser amado de los enfermos que
en él penetran.
No porque sus paredes sean de már
moles y estucos, no por la altura y sen
cillez de sus estancias, no por el artísti
co decorado de sus patios, no por la
rustica pompa de sus jardines, sino por
el espíritu de bondad y benevolencia que
en él preside, representado por el Dr.
Urrutia j r del que parecen ser vivientes
demostraciones las caritativas madres
que asisten en sus necesidades á los en
fermos.
«Reside aquí la caridad», es la palabra
que debería escribirse en el tímpano de la
fachada. Porque la caridad no es, como
lo creen los orgullosos, la limosna.
Los pobres, que tan necesitados están
de ésta, muy pocas veces quizá necesitan
de la caridad, que reina sin contradic
ción entre ellos. En cambio los ricos,
divididos por contiendas de interés y de
soberbia, casi siempre están sedientos de
ella sin saberlo. Allí la encontrarán
cuando la enfermedad les llegue á herir
entre deudos hostiles y codiciosos ó sir
vientes mercenarios; allí encontrarán ese
espíritu de sencillez y mansedumbre, ese
espíritu de resignación que consuela al
sano y alivia las dolencias del enfermo.
El Dr. Urrutia ha conseguido for
mar en Coyoacán una isla de paz en cu-
3 T as riberas se estrellan los oleajes hir-
vientes y amenazadores de nuestra terri
ble época actual.
Su sanatorio es para los enfermos del
cuerpo; pero también podría ser para los
lastimados del espíritu.
Este hombre superior parece tener una
humilde á la par que elevada divisa: Paz
y B o tida d.
Hay en los jardines del parque que ro
dea el sanatorio algo que parece concre
tar las aspiraciones de este espíritu nu
trido de ciencia, inundado de bondad y
adornado de profundísimo amor á las ar
tes: una capilla en construcción.
Esta capilla, dibujada por el doctor
(que es un artista) y cuya construcción
dirige él mismo paso á paso, parece ha
berse levantado á la luz austera y subli
me de ‘Las siete lámparas de la arqui
tectura” de Ruskin.
Alúmbrala la lampara del Sacrificio en
aquella elección escrupulosa de los ma
teriales que ha llevado al Dr. Urrutia
hasta importar lavas preciosas de una
caverna del Estado de Morelos para for
mar la bóveda al estilo de las bóvedas
de las antiguas iglesias coloniales.
La lámpara de la Verdad echa sus lu
ces sobre aquel meditado afán de no uti
lizar sino lo precioso y sin disfraz al
guno.
La de la Fuerza alumbra aquella am
plitud magestuosa y proporcionada del
pórtico y. en la robusta disposición gene
ral del edificio cruz latina que, á pesar de
su relativa pequeñez, rebosa imperio y
solemnidad.
La de la Belleza fulgura en todos sus
detalles sobrios y sugetos á una sola ar
monía.
La de la Vida está patentizada en el
movimiento melodioso de las líneas prin
cipales y accesorias.
La del Recuerdo impera conmovedora
en algunos preciosos detalles, como son
las antiquísimas esculturitas colocadas
en dos nichos de la fachada: una de ellas
procedente de la casa de Hernán Cortés
y la otra del convento de la Merced; en
los bellísimos faros de colores proceden-