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COSMOS
caseta para que no ladre por la noche; teme
y con justicia, que destroce á alguno de sus
agentes, si se le deja suelto, lo que podría
suceder muy bien, con la oscuridad, en el
jardín. Quise que durmiera en la casa, ó
ante la puerta de su amo, ó al pie de su le
cho; pero Koupriane me respondió: «No,
no, ¡nada de perros!.... no contéis con él....
¡nada hay más peligroso que fiarse de un
perro!» Así es que por la noche, Khor duer
me encerrado: pero no he entendido qué
quiere decir Koupriane....
—El señor Koupriane tiene razón—dijo
el repórter;—los perros no son buenos sino
contra los extraños,...
¡Oh!—murmuró la buena mujer volvien
do los ojos;—Koupriane conoce bien su ofi
cio, no descuida nada.... Venid—agregó bre
vemente, como si quisiera ocultar su turba
ción—y no salgáis otra vez sin prevenirme...
en la sala preguntan por vos.
—Exijo que me habléis en seguida de ese
atentado....
—¡En la sala, en la sala!.... Es superior á
mí—dijo bajando la voz;—no puedo dejar al
general sólo, sobre el piso....
Empujó á Rouletabille á la sala, donde los
amigos del general se contaban historias de
kouliganes, como llaman ellos á los bandi
dos de las ciudades, haciéndose reír unos á
otros con gran estrépito. Natacha platicaba
aún con Miguel Korsakot; Boris, que no les
quitaba los ojos, estaba pálido como la cera,
con la guzla entre las manos, hiriendo sus
cuerdas de vez en vez, inconscientemente;
Matrena Petrovna invitó á Rouletabille á
sentarse en un extremo del canapé, junto
de ella y contando con los dedos, como una
excelente ama de casa que no deja que se
olvide nada en sus cuentas:
—Han sido tres atentados—dijo.—Dos al
principio, en Moscou; el primero ha tenido
lugar muy sencillamente. El general supo
que lo habían condenado á muerte, porque
le llevaron á palacio, por la tarde, los car
teles revolucionarios que daban la noticia al
pueblo de la ciudad y de los campos. Feo-
dor, que se preparaba á salir, despidió in
mediatamente á su escolta y mandó que
engancharan el trineo; le pregunté temblan
do cuál era su intención y me respondió que
iba á pasear tranquilamente por todos los
barrios de la ciudad, para demostrar á los
moscovitas que no se intimida fácilmente á
un gobernador, nombrado según la ley, por
el Padrecito, y que tenía la conciencia de
haber cumplido con su deber. Eran cer
ca de las cuatro; iba á terminar aquel día de
invierno que había sido claro y trasparen
te, pero muy frío. Me envolví en mis pieles
y subí al trineo junto á él; entonces me dijo:
—Muy bien, Matrena; esto hará muy buen
efecto entre esos imbéciles.
Y partimos. Al principio bajamos á lo lar
go de la Naberjnaia; el trineo corría como el
viento, y el general dio al koudchar un fuer
te golpe con el puño en la cabeza y le gritó:
—¡Más despacio, imbécil! ¡Van á creer
que tenemos miedo!
Casi al paso subimos por detrás de la Igle
sia de la Protección y de la Intercesión y
llegamos á la plaza Roja. Hasta ahí, los ra
ros paseantes nos habían mirado y después
de habernos reconocido apresurábanse a
huir; en la plaza Roja no había más que un
grupo de mujeres ante la Virgen de Iberia;
en cuanto nos vieron y apenas hubieron re
conocido el carruaje del gebernador, se dis
persaron como una bandada de conejas, lan
zando gritos de espanto. Feodor rió tan fuer
te que su risa, bajo la bóveda de la Virgen,
parecía hacer temblar las piedras; yo misma
estaba reconfortada, amigo mío; nuestro p a '
seo continuaba sin incidentes notables; I a
ciudad estaba casi desierta; todo el mundo
estaba aún bajo la impresión de las batalla 5
que acababan de pasar. Feodor decía:
—¡Todos se alejan de mí!... ¡Si supieran,
sin embargo, cuánto los amo!
Y durante todo el paseo me dijo cosas en
cantadoras y delicadas.
Al fin, charlando tranquilamente bajo la 0
pieles del trineo, pasábamos de la plaza KoU-
drinsky á la calle Koudrinsky, precisamen
te; eran las cuatro en punto y un vapor lig e '
ro comenzaba á subir de la nieve endureci
da; las casas no se percibían sino como gran
des manchas de sombra á derecha é izquiei’'
da; deslizábamos sobre la nieve como un a
barca en un río en medio de la niebla. D e
pronto oímos gritos persistentes y vimos D s
sombras de algunos soldados que se agit a '