LA CIUDAD DEL ENSUEÑO
1249
Pero ahora todavía en esos rincones hay
la vida del pasado: el martilleo del herrero
anima la quietud de la plazuela; un rayo de
sol abrillanta el tímido verdor de las mace
tas en la vetusta ventana; en el fondo del
obscuro portalón aparece pálido y húmedo
el patio que fue señorial, y al doblar de ca
da esquina cada callejón ofrece su estrecha
perspectiva cuasi familiar; tras las vidrieras
de las tiendas se mueven los rostros desco
loridos de los artesanos en el gesto secular
de cada oficio; las mujeres entran y salen
de las obscuras escalerillas para sus dili
gencias en el barrio, andando de modo que
se conoce que no van lejos, y que adonde
van irían dormidas.
Me gusta perderme en este laberinto has
ta sentirme preso en su atmósfera y vivir
en mí la vida quieta de estos menestrales.
Quiero imaginarla dulcemente hora por ho
ra, desde la temprana alegría de abrir la
tienda y dar el buen día al vecino (que es
como dárselo á sí mismo, pues lo van á vi
vir igual) hasta dormirse confiado en la no
che, oyendo en la calle pasos familiares y
sabiendo ante qué puerta han de detenerse.
Pero de pronto un muro señorial se me
Presenta, que me dice que allí los siglos vi
vieron otras vidas y que esta paz no es sino
la paz en que se deja á los inútiles restos
óel pasado. ¡El pasado! ¡restos inútiles!—
Este hombre que está trabajando afuera de
la tienda al aire de la plazuela, que ha esta
do trabajando así por siglos—parece que
siempre ha de haber sido el mismo—....
Pues este hombre mañana no estará; ni vol
verá á estar nunca más.—Este es el golpe
M corazón; esto es lo que hace llorar; que
lo demás ¿qué importa? Porque este hom
bre mañana trabajará en otra parte; y á los
siglos, ¿qué les importa esto, si ya viven en
nosotros de todas maneras? Pero aquel
'‘mañana no», aquel «nunca más» es un esca
lofrío, es una ligera muerte que pasa...
¿Por qué he dicho ligera?, ¿acaso hay
otra?...
Al fin este barrio que va á morir me ago
bia y me enternece, y me voy. Me lo llevo
dentro; por mí, ya pueden derribarlo. Me
v oy; necesito salir, salir á las vías más an
chas, á las calles de hoy y á su movimiento,
á las plazas grandes, al aire del día, á la
ciudad mía...
¡Hela aquí! Pero ¿qué ciudad es ésta?
Grande y hermosa la imaginé al salir del
barrio moribundo, pero si pienso en aquella
otra, ¡cuán fea y mezquina!
Esas vías centrales que le han quedado
estrechas á la ciudad en su crecida, desem
bocan en un ensanche de grandiosidad mo
nótona, como hecho demasiado aprisa. Ese
ensanche no tiene historia y ya parece vie
jo. Envejece sin historia: sólo unas cuantas
fachadas aparatosas atestiguan el gusto ple
beyo de unas cuantas generaciones de ad
venedizos. Y más allá, hacia las montañas,
las fincas de recreo se alzan empingorota
das y mezquinas, hacinándose en grupos,
como por horror al espacio que les sobra
en torno, sin grandeza, sin sentido alguno
de su posición y de su objeto. Y hasta las
cimas mismas de las montañas, cuya vista á
la hermosura de las tierras y del mar azul
y de las lejanas nieves pirenáicas parece de
biera inspirar al menos un gran respeto á la
pureza de contemplación de tanto cielo á la
vez y tanta tierra, son igualmente profana
das con fantasías grotescas.
¿Y es esta la ciudad mía? ¿Cómo pudo pa-
recerme alguna vez hermosa y grande? Pe
ro así y todo, como ahora la veo, no puedo
sino amarla. La amo como á un sueño: co
mo al sueño del porvenir monstruoso en
que pudieron verla mis antepasados desde
el fondo obscuro de sus callejones; como el
sueño de un pasado heroico en que la verán
tal vez las futuras generaciones cuando la
contemplen como yo he contemplado hoy
sus barrios moribundos.
¡Oh! no maldigas de tu ciudad, ciudadano
que ahora estás en mí de cuerpo presente,
porque ella es un tránsito como lo eres tú
mismo. Tú tienes un amor y una fe: ella
también; hela aquí, que es tu obra. En tí se
mueve y avanza el ciudadano del porvenir:
en ella la ciudad futura: esta es ciertamente
tu ciudad. Amala.
Mira cómo entre ese confuso baroquismo
tuyo y suyo florece un espíritu, un estilo
nace. He visto hoy un kiosco estrambótico
inaugurar su fealdad en medio de las Ram
blas, y me he dicho: He aquí una fealdad