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COSMOS
casa está bien vigilada por los guardas
tanto de día cuanto por la noche. ¿Nada
más desea el señor?
Raf.—Nada más; gracias.
Vase Francisco. Por el lado opuesto en
tra Clara; riste ten traje sencillo.
Clara.—¿Aún no acabas de escribir?
Raf.—Poco me falta ya; pero debo
terminar el artículo esta noche para re
mitirlo mañana á primera hora.
Cl.—¡Qué lástima!
Raf.—En poco tiempo quedará con
cluido.
Cl.—Yo hubiera deseado que fuéra
mos á dar un peoueño paseo antes de
que llegara la noche. La puesta del sol
promete ser más maravillosa que nunca.
Raf.—¿Por qué no sales con Matilde?
Cl.—Ha salido ya.
Raf.—¿Y Alejandro?
Cl.—Alejandro tampoco est í en casa.
Raf.—Seguramente caminan juntos
Matilde y él por esos parajes, admirando
los volcanes.
Cl.—Suspirando. — ¡Pobre Alejandro!
Raf.—¿ Por qué suspiras?
Cl.—Me da lástima Alejandro. ¡Ama
tanto á Matilde! ¡Lleva tanto tiempo de
amarla! ¡Qué sentirá el pobre al conside
rar que su matrimonio no puede verifi
carse todavía!
R'af.—Ha sufrido mucho, es verdad;
pero ya las cosas han tomado muy dis
tinto rumbo. De los innumerables climas
que hemos experimentado, éste, por fin,
puede considerarse el más á propósito
para la enfermedad de Matilde- No pa
rece sino que su dolencia necesita ser
combatida por medio de un clima extra
ño y rudo. ¿Has notado cómo mejora
día por día?
Cl.—Sí. Sus nervios se han calmado.
Raf.—Su melancolía es menos marca
da, su semblante revela la paz de su al
ma. No debemos quejarnos. Si siguen
las cosas la marcha que han emprendido,
pronto verá Alejandro realizado su sue
ño.
Cl.—¡Dios lo quiera!—Mientras Ra
fael ha estado hablando, sin dejar de escri
bir, Clara se ha acercado á la ventana pa
ra observar la caída de la tarde. La luz
del sol poniente ha iluminado las montañas
con diversos colores. — ¡Mira, Rafael, mi
ra el volcán!
Raf.— Volviéndose hacia la ventana y
admirando el paisaje,—¡Qué hermoso es
tá!.. . Si un pintor trasladara al lienzo
los colores tal como se ven en el cielo y
los volcanes, la gente se burlaría de él
diciendo que se había vuelto loco, son
tan fantásticos esos colores; pudiera uno
llamarlos atrevidos.
Cl.—Al ponerse el sol, envía desde el
occidente sus más lindos rayos para
cambiar el color de la vestidura de La
Mujer Blanca. Mira qué extrañas se
ven esas manchas rojas sobre la nieve de
la montaña.
Raf.—Muy extrañas.
Cl.—Parece que ya no es la mujer
blanca, sino la mujer muerta, y que tie
ne inmensa herida en el pecho.
Raf.—Sí; en efecto, esas manchas ro
jas parecen ser de sangre. ¡Qué hermoso
es todo esto!
Cl.—De veras que sí. Es de lo más
lindo que he visto en mi vida,
Permanecen en silencio largo espacio de
tiempo admirando el paisaje á través de la
ventana- y no se aperciben de la entrada de
Matilde. Esta viste traje blanco de suma
sencillez, con una capa de color oscuro sobre
los hombros. Quédase un instante sin hablar'
á Clara y Rafael hasta que comprende que
no han notado su presencia.
Matilde.—¡Clara! ¡Rafael!
Cl.— Con sobresalto.—¿Quién es?
Mat.—Riendo.—Soy Matilde. ¡Cómo
te has asustado, criatura! ¿Parezco aca
so un fantasma?
Cl.—Estábamos tan distraídos que no
notamos tu entrada.
Raf.—Admirábamos el reflejo causado
por la puesta del sol. ¿Has visto cosa
más fantástica?
Mat.—Yo también he estado obser
vándolo.
Cl.—¿Estabas con Alejandro?
Mat.—Sí; con Alejandro.
Raf.—Riendo.—Habrá compuesto un
soneto á la montaña. ¿No es verdad?
Mat.—No sé; no vi que escribiera
nada. Todavía se hg quedado afuera.
Raf.—Seguramente se sentirá inspira
do; y ¿quién no se inspira con ■•emejante
espectáculo? Aun yo, que soy la perso
nificación de la prosa, estaba diciendo
hace un momento que si un artista, un
pintor....
Mat.—Interrumpiendo turbada.—¡Un
pintor! ¡Ah, no; eso no!