Full text: Año 2.1913=No. 14 (1913001400)

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COSMOS 
Es decir que el General es su única for 
tuna,—exclamó pensativo Rouletabille. 
—Ya comprendo por qué lo cuida tanto! 
dijo Miguel Korsakof llevándose á los la 
bios el rubio cigarrillo. Miradla, lo vigila 
como un tesoro. 
—Qué queréis decir, Miguel Nicolaie- 
vitch?—prorrumpió Boris con seca voz- 
creéis acaso que la abnegación de Matrena 
Petrovna no es desinteresada? Es pre 
ciso conocerla mal, para atreverse á emitir 
semejante opinión. 
—Jamás he tenido tal idea, Boris Alexan- 
drovitch—replicó el otro con tono más seco 
aún.—Para pensar que abriga semejante 
idea una persona que vive en casa de los 
Trebasof se necesita indudablemente que 
tenga corazón de chacal. 
—Ya volveremos á hablar de esto, Miguel 
Nicolaievitch. 
—Como gustéis, Boris Alexandrovitch. 
Cambiaron estas últimas palabras, mien 
tras continuaban tranquilamente su camino, 
fumando con negligencia el rubio tabaco! 
Rouletabille marchaba entre los dos, pero 
no les miró siquiera, ni siquiera puso aten 
ción á la querella: no tenía ojos sino para 
Natacha, que acababa de abandonar el pe 
queño vehículo de su padre pasando junto 
á ellos, saludándolos con un rápido movi 
miento de cabeza, parecía tener prisa de 
volver á la villa. 
—¿Nos dejáis?—preguntó Boris á ia jo 
ven. 
—Vuelvo en ,seguida, he olvidado mi 
sombrilla.... 
—Os la iré á buscar—propuso Miguel. 
—No, no.... tengo que hacer en la ca 
sa vuelvo inmediatamente. 
Alejóse apresurada. Rouletabille miraba 
ahora á Matrena Petrovna, que á su vez le 
miraba también, volviendo hacia el joven su 
rostro bañado por una palidez de cera. Na 
die notó la emoción de la buena de Matrena 
que se puso de nuevo á empujar el cocheci 
to del General. Rouletabille preguntó á los 
oficiales: 
—La primera esposa del General, la ma 
dre de Natacha, era rica? 
—No! — El General, que ha tenido 
siempre el corazón en la mano, se casó con 
ella por su hermosura. Era una bella hija 
del Cáucaso, de excelente familia, y á quien 
FeodorFeodorovitch conoció cuando estuvo 
de guarnición en Tiflis. 
—En resúmen—dijo Rouletabille—el día 
en que el General muera, la generala, que 
posee todo en este momento, no tendrá 
nada, y la hija, que nada tiene, lo poseerá 
todo. 
—Exactamente—dijo Miguel. 
—Lo que no impide á Matrena Petrovna 
y á Natacha amarse entrañablemente-' 
agregó Boris. 
Se aproximaban á «la punta», hasta ahí 
el paseo había tenido el encanto de una grflfl 
dulzura campestre, entre los praditos atra 
vesados poy frescos arroyuelos, sobre los 
que se_habían tendido puentecillos como 
para niños, á la sombra de bosques de diez 
arboles, á cuyo pie la yerba recién cortada 
embalsamaba el ambiente. Se había rodea 
do el lugar de estanques, que parecían ju 
guetes, tan grandes como un espejo, sobre 
los cuales se imaginaba uno que un pintor 
escenógrafo había pintado el verde coraron 
de los nenúfares; remedo adorable de rús 
ticos paisajes, que semejaban haber sido 
creados muchos siglos antes para solaz de 
una reina y conservados con celoso cuida 
do, piadosamente, de siglo en siglo, para el 
encanto eterno de aquella hora, en las ribe 
ras del golfo de Finlandia. 
En aquel momento llegaban al ribazo; las 
olas daban contra el vientre de las ligeras 
barquillas que se inclinaban graciosas com° 
inmensas y rápidas aves marinas, bajo el 
peso de sus grandes alas blancas. 
Por la calzada más amplia deslizaba si 
lenciosa y al paso, la doble fila de carruajes 
de lujo cuyos caballos echaban espuma de 
impaciencia, calesas dentro de las cuales se 
ostentaban los altos personajes de la corte- 
Los cocheros enormes, como los odres de 
Ali-Baba, mantenían en alto las riendas. 
Muy lindas mujeres, negligentemente re 
costadas entre cojines, mostraban sus nue 
vas toilettes á la última moda de París y se 
hacían acompañar por oficiales á caballo 
que no tenían otra ocupación que saludar. 
Muchos uniformes. No se escuchaba una 
sola palabra. Todo el mundo se ocupaba de 
mirar. Lo único que cruzaba aquel aire pu 
ro y ligero era el ruido de las barbadas y el 
tintineo claro de las campanillas atadas al 
cuello de los caballitos largos y peludos de 
Finlandia.... Y todo aquello que era her 
moso, fresco, encantador y ligero, y silen 
cioso, se asemejaba tanto más á un ‘ ensue 
ño, cuanto que todo parecía estar suspendi 
do entre el cristal del aire y el cristal del 
agua. La trasparencia del cielo y la del gol 
fo unían sus dos intangibilidades sin que 
fuera posible descubrir el punto de separa 
ción de los horizontes. 
Rouletabille contemplaba todo esto y mi 
raba al General, y recordaba las terribles 
palabras de la noche: «Habían marchado á 
todos los rincones de la tierra rusa y no ha 
bían hallado uno solo de ellos en el que 
no se escucharan gemidos.»—No habrían 
venido á este bello lugar?—pensaba Roule 
tabille—porque no conozco otro más bello y 
más alegre en el mundo. No, no, Rouleta-
	        
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