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COSMOS
Es decir que el General es su única for
tuna,—exclamó pensativo Rouletabille.
—Ya comprendo por qué lo cuida tanto!
dijo Miguel Korsakof llevándose á los la
bios el rubio cigarrillo. Miradla, lo vigila
como un tesoro.
—Qué queréis decir, Miguel Nicolaie-
vitch?—prorrumpió Boris con seca voz-
creéis acaso que la abnegación de Matrena
Petrovna no es desinteresada? Es pre
ciso conocerla mal, para atreverse á emitir
semejante opinión.
—Jamás he tenido tal idea, Boris Alexan-
drovitch—replicó el otro con tono más seco
aún.—Para pensar que abriga semejante
idea una persona que vive en casa de los
Trebasof se necesita indudablemente que
tenga corazón de chacal.
—Ya volveremos á hablar de esto, Miguel
Nicolaievitch.
—Como gustéis, Boris Alexandrovitch.
Cambiaron estas últimas palabras, mien
tras continuaban tranquilamente su camino,
fumando con negligencia el rubio tabaco!
Rouletabille marchaba entre los dos, pero
no les miró siquiera, ni siquiera puso aten
ción á la querella: no tenía ojos sino para
Natacha, que acababa de abandonar el pe
queño vehículo de su padre pasando junto
á ellos, saludándolos con un rápido movi
miento de cabeza, parecía tener prisa de
volver á la villa.
—¿Nos dejáis?—preguntó Boris á ia jo
ven.
—Vuelvo en ,seguida, he olvidado mi
sombrilla....
—Os la iré á buscar—propuso Miguel.
—No, no.... tengo que hacer en la ca
sa vuelvo inmediatamente.
Alejóse apresurada. Rouletabille miraba
ahora á Matrena Petrovna, que á su vez le
miraba también, volviendo hacia el joven su
rostro bañado por una palidez de cera. Na
die notó la emoción de la buena de Matrena
que se puso de nuevo á empujar el cocheci
to del General. Rouletabille preguntó á los
oficiales:
—La primera esposa del General, la ma
dre de Natacha, era rica?
—No! — El General, que ha tenido
siempre el corazón en la mano, se casó con
ella por su hermosura. Era una bella hija
del Cáucaso, de excelente familia, y á quien
FeodorFeodorovitch conoció cuando estuvo
de guarnición en Tiflis.
—En resúmen—dijo Rouletabille—el día
en que el General muera, la generala, que
posee todo en este momento, no tendrá
nada, y la hija, que nada tiene, lo poseerá
todo.
—Exactamente—dijo Miguel.
—Lo que no impide á Matrena Petrovna
y á Natacha amarse entrañablemente-'
agregó Boris.
Se aproximaban á «la punta», hasta ahí
el paseo había tenido el encanto de una grflfl
dulzura campestre, entre los praditos atra
vesados poy frescos arroyuelos, sobre los
que se_habían tendido puentecillos como
para niños, á la sombra de bosques de diez
arboles, á cuyo pie la yerba recién cortada
embalsamaba el ambiente. Se había rodea
do el lugar de estanques, que parecían ju
guetes, tan grandes como un espejo, sobre
los cuales se imaginaba uno que un pintor
escenógrafo había pintado el verde coraron
de los nenúfares; remedo adorable de rús
ticos paisajes, que semejaban haber sido
creados muchos siglos antes para solaz de
una reina y conservados con celoso cuida
do, piadosamente, de siglo en siglo, para el
encanto eterno de aquella hora, en las ribe
ras del golfo de Finlandia.
En aquel momento llegaban al ribazo; las
olas daban contra el vientre de las ligeras
barquillas que se inclinaban graciosas com°
inmensas y rápidas aves marinas, bajo el
peso de sus grandes alas blancas.
Por la calzada más amplia deslizaba si
lenciosa y al paso, la doble fila de carruajes
de lujo cuyos caballos echaban espuma de
impaciencia, calesas dentro de las cuales se
ostentaban los altos personajes de la corte-
Los cocheros enormes, como los odres de
Ali-Baba, mantenían en alto las riendas.
Muy lindas mujeres, negligentemente re
costadas entre cojines, mostraban sus nue
vas toilettes á la última moda de París y se
hacían acompañar por oficiales á caballo
que no tenían otra ocupación que saludar.
Muchos uniformes. No se escuchaba una
sola palabra. Todo el mundo se ocupaba de
mirar. Lo único que cruzaba aquel aire pu
ro y ligero era el ruido de las barbadas y el
tintineo claro de las campanillas atadas al
cuello de los caballitos largos y peludos de
Finlandia.... Y todo aquello que era her
moso, fresco, encantador y ligero, y silen
cioso, se asemejaba tanto más á un ‘ ensue
ño, cuanto que todo parecía estar suspendi
do entre el cristal del aire y el cristal del
agua. La trasparencia del cielo y la del gol
fo unían sus dos intangibilidades sin que
fuera posible descubrir el punto de separa
ción de los horizontes.
Rouletabille contemplaba todo esto y mi
raba al General, y recordaba las terribles
palabras de la noche: «Habían marchado á
todos los rincones de la tierra rusa y no ha
bían hallado uno solo de ellos en el que
no se escucharan gemidos.»—No habrían
venido á este bello lugar?—pensaba Roule
tabille—porque no conozco otro más bello y
más alegre en el mundo. No, no, Rouleta-