Full text: Año 2.1913=No. 14 (1913001400)

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COSMOS 
jes los rostros se volvían, y como el General 
se diera cuenta de la emoción que producía 
su presencia, rogó á Matrena Petrovna que 
condujera su coche-sillón por una avenida 
cercana, medio oculta por una cortina de 
árboles, desde donde podría gustar del es 
pectáculo con toda serenidad. 
Fue en aquel lugar en donde le halló 
Koupriane, el jefe de la policía, que venía 
en su busca. Llegaba de la datcha, en don 
de se le había dicho que el General, seguido 
de sus amigos y acompañado por el joven 
francés, hahía ido á dar una vuelta por la 
costa del golfo. Koupriane abandonó su ca 
rruaje y se había dirigido allí por el más 
corto camino. 
Era un hombre guapo, alto, corpulento, 
de ojos claros. Su uniforme entallaba el 
cuerpo de atleta. Era bien querido, en lo ge 
neral, en San Petersburgo, en donde su 
apostura marcial y su valentía bien conocida 
le habían creado una especie de popularidad 
en la sociedad que, en cambio, miraba con 
el más alto desprecio al jefe de la policía 
secreta, Gounsovski, á quien conocían como 
capáz de todas las bajezas y al que se acu 
saba de tener tratos con los nihilistas, á 
quienes trasformaba en agentes provocado 
res, que nada temían y que cometían aten 
tados políticos formidables. 
Personas bien informadas afirmaban que 
la muerte del penúltimo «primer ministro», 
á quien habían asesinado delante de la esta 
ción de Varsóvia, en el momento en que se 
dirigía á Peterhof, á reunirse con el czar, 
era obra suya, puesto que se había hecho 
instrumento del partido que en la corte ha 
bía jurado la muerte del hombre de Estado 
que les estorbaba. (Se ha tenido esa idea 
desde la muerte de Plehwe, á la cual asis 
tió Azef). Por el contrario, todo el mundo 
estaba de acuerdo en estimar que Koupria 
ne era incapaz de ser cómplice de tales ho 
rrores y que se ostentaba con cumplir lo 
más honradamente que le era dable con su 
oficio, limitándose á desembarazar la calle 
de los elementos de discordia y á enviar á 
Siberia el mayor número de cabezas locas 
que podía. 
Esta tarde parecía estar nervioso Kou 
priane. Saludó cortesmente al General, le 
amonestó por su imprudencia, felicitándolo 
por su valor, y á continuación se dirigió á 
Rouletabille, á quien habló llamándolo 
aparte: 
—Conque habéis despedido á mi gente— 
le dijo—y comprenderéis que no admito es 
to; están todos furiosos y con razón. Habéis 
hecho pública, como una explicación de su 
partida—partida que naturalmente ha asom 
brado, dejado estupefactos á los amigos del 
General—la sospecha que tenían en la villa 
de la posible participación de mis hombres 
en el último atentado. Esto es abominable y 
mucho menos lo he de admitir. Mis hom 
bres no están educados á la manera de los 
de Gounsovski y es hacerles una cruel inju 
ria, que por lo demás yo recibo como per 
sonal el tratarlos de ese modo. Pero deje 
mos á un lado esto, que es del orden senti 
mental, y tratemos del hecho en sí mismo, 
que prueba una excesiva imprudencia, por no 
decir otra cosa, y que arroja sobre vos, sobre 
vos solo, una responsabilidad, cuya impor 
tancia, estoy seguro, no habéis medido. En 
una palabra, que estimo que habéis abusado 
de manera extraña de la orden en blanco 
que os he dado por mandato del empera 
dor. En cuanto supe la decisión tomada por 
vos, he ido á hablar con el czar, como era 
mi deber, para referirle todo. Se ha queda 
do más asombrado de lo que pudiera yo de 
ciros y me ha suplicado que viniera á darme 
cuenta de todo y á devolver inmediatamen 
te al General la guardia que vos le habéis 
quitado. Llegué á las islas y no sólo me 
encuentro la villa abierta como un molino 
en donde todo el que quiere puede entrar, 
sino que además me entero y ahora veo que 
el General se pasea en medio de todos, á 
merced del primer miserable atrevido. Se 
ñor Rouletabille, tengo que confesaros que 
no estoy contento con vos, como tampoco lo 
está el czar; y os aviso que antes de una ho 
ra regresarán mis hombres á seguir sus 
guardias en la datcha. 
Rouletabille quiso prestar oído hasta el 
fin. Jamás se le había hablado en tono tal. 
Estaba rojo y tal parecía que iba á estallar 
como un globillo de hule muy inflado. 
Dijo: 
—Y yo tomo el tren esta misma tarde. 
—Partís? 
—Sí, y vos cuidaréis de vuestro General 
como mejor os parezca, que yo ya estoy 
cansado! ¡Con que vos no estáis contento! 
¡Con que el czar tampoco lo está! ¡Cuánto 
lo deploro; pero yo tampoco estoy contento 
y ahora mismo me despido! Solamente os 
suplico que no olvidéis dentro de unos tres 
ó cuatro días ponerme una carta que me dé 
cuenta de la salud del General, á quien es 
timo mucho; que yo rezaré por él una pe- 
quena oración. 
Con esto terminó, guardó silencio, porque 
su mirada acababa de tropezar con la de 
Matrena Potrovna, mirada tan desolada, tan 
implorante, tan desesperada, que la pobre 
mujer le inspiró nuevamente una gran pie 
dad. Natacha no regresaba aún! ¿Qué haría 
la jovencita en aquel momento? Si Matrena 
realmente amaba á Natacha, debía sufrir 
atrozmente. Koupriane hablaba y Rouleta 
bille no le prestaba atención, pues había ol-
	        
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