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COSMOS
jes los rostros se volvían, y como el General
se diera cuenta de la emoción que producía
su presencia, rogó á Matrena Petrovna que
condujera su coche-sillón por una avenida
cercana, medio oculta por una cortina de
árboles, desde donde podría gustar del es
pectáculo con toda serenidad.
Fue en aquel lugar en donde le halló
Koupriane, el jefe de la policía, que venía
en su busca. Llegaba de la datcha, en don
de se le había dicho que el General, seguido
de sus amigos y acompañado por el joven
francés, hahía ido á dar una vuelta por la
costa del golfo. Koupriane abandonó su ca
rruaje y se había dirigido allí por el más
corto camino.
Era un hombre guapo, alto, corpulento,
de ojos claros. Su uniforme entallaba el
cuerpo de atleta. Era bien querido, en lo ge
neral, en San Petersburgo, en donde su
apostura marcial y su valentía bien conocida
le habían creado una especie de popularidad
en la sociedad que, en cambio, miraba con
el más alto desprecio al jefe de la policía
secreta, Gounsovski, á quien conocían como
capáz de todas las bajezas y al que se acu
saba de tener tratos con los nihilistas, á
quienes trasformaba en agentes provocado
res, que nada temían y que cometían aten
tados políticos formidables.
Personas bien informadas afirmaban que
la muerte del penúltimo «primer ministro»,
á quien habían asesinado delante de la esta
ción de Varsóvia, en el momento en que se
dirigía á Peterhof, á reunirse con el czar,
era obra suya, puesto que se había hecho
instrumento del partido que en la corte ha
bía jurado la muerte del hombre de Estado
que les estorbaba. (Se ha tenido esa idea
desde la muerte de Plehwe, á la cual asis
tió Azef). Por el contrario, todo el mundo
estaba de acuerdo en estimar que Koupria
ne era incapaz de ser cómplice de tales ho
rrores y que se ostentaba con cumplir lo
más honradamente que le era dable con su
oficio, limitándose á desembarazar la calle
de los elementos de discordia y á enviar á
Siberia el mayor número de cabezas locas
que podía.
Esta tarde parecía estar nervioso Kou
priane. Saludó cortesmente al General, le
amonestó por su imprudencia, felicitándolo
por su valor, y á continuación se dirigió á
Rouletabille, á quien habló llamándolo
aparte:
—Conque habéis despedido á mi gente—
le dijo—y comprenderéis que no admito es
to; están todos furiosos y con razón. Habéis
hecho pública, como una explicación de su
partida—partida que naturalmente ha asom
brado, dejado estupefactos á los amigos del
General—la sospecha que tenían en la villa
de la posible participación de mis hombres
en el último atentado. Esto es abominable y
mucho menos lo he de admitir. Mis hom
bres no están educados á la manera de los
de Gounsovski y es hacerles una cruel inju
ria, que por lo demás yo recibo como per
sonal el tratarlos de ese modo. Pero deje
mos á un lado esto, que es del orden senti
mental, y tratemos del hecho en sí mismo,
que prueba una excesiva imprudencia, por no
decir otra cosa, y que arroja sobre vos, sobre
vos solo, una responsabilidad, cuya impor
tancia, estoy seguro, no habéis medido. En
una palabra, que estimo que habéis abusado
de manera extraña de la orden en blanco
que os he dado por mandato del empera
dor. En cuanto supe la decisión tomada por
vos, he ido á hablar con el czar, como era
mi deber, para referirle todo. Se ha queda
do más asombrado de lo que pudiera yo de
ciros y me ha suplicado que viniera á darme
cuenta de todo y á devolver inmediatamen
te al General la guardia que vos le habéis
quitado. Llegué á las islas y no sólo me
encuentro la villa abierta como un molino
en donde todo el que quiere puede entrar,
sino que además me entero y ahora veo que
el General se pasea en medio de todos, á
merced del primer miserable atrevido. Se
ñor Rouletabille, tengo que confesaros que
no estoy contento con vos, como tampoco lo
está el czar; y os aviso que antes de una ho
ra regresarán mis hombres á seguir sus
guardias en la datcha.
Rouletabille quiso prestar oído hasta el
fin. Jamás se le había hablado en tono tal.
Estaba rojo y tal parecía que iba á estallar
como un globillo de hule muy inflado.
Dijo:
—Y yo tomo el tren esta misma tarde.
—Partís?
—Sí, y vos cuidaréis de vuestro General
como mejor os parezca, que yo ya estoy
cansado! ¡Con que vos no estáis contento!
¡Con que el czar tampoco lo está! ¡Cuánto
lo deploro; pero yo tampoco estoy contento
y ahora mismo me despido! Solamente os
suplico que no olvidéis dentro de unos tres
ó cuatro días ponerme una carta que me dé
cuenta de la salud del General, á quien es
timo mucho; que yo rezaré por él una pe-
quena oración.
Con esto terminó, guardó silencio, porque
su mirada acababa de tropezar con la de
Matrena Potrovna, mirada tan desolada, tan
implorante, tan desesperada, que la pobre
mujer le inspiró nuevamente una gran pie
dad. Natacha no regresaba aún! ¿Qué haría
la jovencita en aquel momento? Si Matrena
realmente amaba á Natacha, debía sufrir
atrozmente. Koupriane hablaba y Rouleta
bille no le prestaba atención, pues había ol-