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HORRORES DE
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REPITA era el alma jacaran
dosa de su hogar. Sus die
ciocho años reían alegre
mente, lo mismo en los am
plios tecorrales donde ca
careaban las bulliciosas
gallinas y graznaban los pacienzudos án-
sares, que en la coquetona salita en la
fl Ue se exhibían, para pasmo de visitantes,
’as dos ó tres docenas de chucherías de
P° r celana compradas expresamente para
Pepita, por el buenazo de su padre, en
alguno de los más afamados estableci-
m 'entos de la Metrópoli. Las risas y las
capciones de la hermosa muchacha rega-
Dan alegría, sana por juvenil, ya en la
Pequeña troje, ante los escasos trabaja
dores de la casa, ya frente á frente de
l°s marchantes de la tienda en la que el
Padre de Pepita despachaba autentica caña
y espumoso tlachique á los caminantes, ó
abarrotes de México, y latas extranjeras
á los vecinos de Huitzilac, pueblecillo
jPorelense donde se hallaba la casona de
l°s padres de Pepita.
La historia déla familia de la alegre ra-
Paza era una historia vulgarísima, una de
esashistorias sin aristas ni relieves, la his
toria poco interesante de los seres verda
deramente felices: Juan, el padre de Pe-
Pita, había nacido en la propia Capital de
la República, en donde trabajo tan sólo
ppos cuantos años, porque, hombre de as
piraciones y de empuje, abandonó pron
to el ambiente metropolitano, poco pro
picio para que se labren un porvenir las
gentes sin capital, y fue á establecerse
al agreste pueblecillo del Sur. Hizose
allí comerciante traspasando un mal ten-
dajón que la constancia y la energía del
dueño conviertieron en poco tiempo en
una bien surtida tienda. Juan siguió tra
bajando con paciencia, y á los siete ú
ocho años de establecido, cuando apenas
contaría él unos treinta de edad, encon
tróse dueño de una hermosa casona, con
sus amplios tecorrales, su troje, y unas
tierrucas adyacentes, tierrucas donde po
drían sembrarse unas cuatro ó cinco fa
negas, cómodamente. Por lo tanto, Juan
era ya rico, y entonces pensó en casarse.
Eligió parsimoniosamente entre las chi
cas del lugar, y, por fin, unióse en santo
lazo con María, la hija de un honrado la
brador de las cercanías.
Corrieron los años y la felicidad de
Juan y de María iba siempre en aumento,
pues el capital crecía, en sonoros y con
tantes pesos, al propio tiempo que crecía
también, en estatura y en gracia, Pepita,
la única hija que la suerte había conce
dido á los jóvenes esposos. Así en la más
dulce tranquilidad, sin locas ambiciones,
ni amargos desconsuelos, “ni envidiosos
ni envidiados” para usar las palabras del
clásico, vivieron aquellos tres seres du
rante luengos y tranquilos años.
Ya Juan tenía los cabellos grises, ya
María encontraba de vez en cuando un
hilo de plata en la mata de sus cabellos
negrísimos, en tanto que Pepita íbase
trocando en una gentil doncella, hermosa
como una flor, fresca como una mañana