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COSMOS
mente enamorada de mí, solicitadora de
mis atenciones, y anhelosa de que mis
ojos se fijasen en ella. Se me figuraba
que de ese modo adquiría á los de mis
amigos las grandiosas proporciones de un
conquistador, amado sin esperanza, ins
pirador de pasiones gratuitas, y capaz de
causar tempestades y terremotos en el
mundo femenino. Recuerdo también con
fusamente que mi auditorio, que comen
zó por mostrarse asombrado, gustó so
bremanera de mi confidencia. Algunos
de los oyentes se rieron so pretexto de
que les hacían gracias mis donaires, y
otros me dirigieron preguntas arteras,
con el objeto de obligarme á llevar el re
lato hasta su término. Empero ninguna
frase, ni la más atrevida de todas las
que declamé durante aquella larga pero
ración, causó el efecto de mis palabras
finales, que fueron como el «clou d’or»
de mi discurso. Para articularlas levanté
la cabeza, ahuequé la voz, y dirigí en
torno una mirada soberbia:
—La caballerosidad,—dije,—me obli
ga á sostener mis amores; pero maldito
lo que me preocupo por Sara.
—Eso no--exclamóuno délos circuns
tantes:—te tiene sorbido el seso.
—Mentira, — repliqué;—la cedería al
que la quisiera.
—¿De verás?—preguntaron varias vo
ces.
—Lo dicho; la cedo al que la quiera.
No bien hube pronunciado estas pala
bras, oí cerca de mí el «frú frú» de un
traje de seda. Volví la cabeza, y alcancé
á ver por la puerta una forma femenil
que se alejaba á toda prisa. ¿Era mi
prima? ¿Me había oído?
Como si se hubiera desgarrado un ve
lo que hubiese tenido en los ojos, adqui
rí en aquel instante la clara percepción
de lo mucho que valía Sara, y de la gran
deza de mi desolación en el caso de que
ella me abandonara. La torpeza de mi
cerebro desapareció como por encanto, y
con extraña lucidez comprendí lo vergon
zoso de mi proceder. Sentí que el corazón
se me desgarraba, que me saltaban lassie 7
nes y que una angustia horrible se apode
raba de mi pecho. Me levanté bruscamen
te y corrí desalado en busca de Sara. Iba
dispuesto á darle una satisfacción pú
blica, á caer de rodillas ante ella y á be
sarle, si era preciso, los pies para obte
ner su perdón: pero no pude hallarla en
ninguna parte. En vano crucé por los
salones y por las alcobas y escudriñé los
rincones todos de la casa. Al cabo de in
quirir largo tiempo, díjome el portero
que la había visto salir sola, tomar asien
to en su coche y alejarse déla casa.
No dormí toda esa noche pensando en
lo que había pasado, y penetrado de la
convicción de que había abierto entre
Sara y yo un abismo insondable. A ra
tos me serenaba, imaginándome que tal
vez no me hubiera oído mi prima; y me
decía ámí mismo que no había razón pa
ra apenarme de aquel modo, y que mis
sobresaltos no reconocían más origen que
el de mis vanas aprensiones.
Pero al día siguiente, cuando vi á Sa
ra, me convencí de que todo estaba per
dido. Aunque triste, ojerosa y con visi
bles muestras de haber llorado, me reci- ¡
bió con glacial indiferencia, y no profi
rió una sola queja.
—¿Que tienes?—le dije—¿por qué me
tratas con tanta frialdad?
—Nada,—repuso,—no tengo nada.
—¿Acaso no me quieres ya?—insistí.
—Nunca te he querido,—repuso.—Lo
que he sentido y siento por tí, es... lás- j
tima...
III
Hondamente penetraron en mi corazón
aquellas palabras, y guardé por varios
días vivo en el pecho el rencor que me
produjeron; pero al fin perdieron gra- j
dualmente su fuerza, y acabé por persua
dirme de que habían sido dictadas por el
enojo, y de que no eran más que el velo
doloroso de una herida profunda. Ali
menté algún tiempo la ilusión de vencer
aquella resistencia por medio de ruegos,
pues reputaba imposible que la mujer
que me había querido tanto, pudiese
apartarse de mí para siempre. Como de
continuo sucede en tales casos, mi afecto
por mi prima había ido creciendo á com
pás de su desvío, y había acabado por
tornarse en la adversidad una especie de
delirio, una pasión desbordada, una ob
sesión de todos los momentos. Pero no
hubo querella, ni plegaria, ni postración
suplicatoria que la moviesen á compa
sión: inflexible y altiva, soberbia y ren
corosa, no volvió á oírme, ni á verme, ni