VIDA POR VIDA
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ció,—i Pobre Petrilla! Si me vuelve a ver,
habrá sido por usted, D. Angel.
—Ya estamos cerca,—respondió éste.
—La avenida nos ha cogido al cruzar
el río en Alcantarillas. Ibamos cuatro;
yo he podido cogerme a un tronco de ár
bol y he hecho dos leguas en media hora;
mis pobres compañeros se han ahogado
antes de que usted llegara. A poco más,
se me lleva también el agua. Dios ha
querido que no haya sido así. ¡El se lo
habrá de pagar, D. Angel!
—Todos somos hermanos, Fulgencio.
Veíase ya la obscura sombra de la ca
sa cuando Fulgencio comenzó a gritar:
—¡Petrilla! ¡Petrilla!
Un momento después respondía la voz
de la joven;
—¡Fulgencio!, y D. Angel.
Sorprendido Fulgencio, dijo:
—¿Sabía mi hermana que acudía usted
en mi auxilio ?
—Sí; ya te lo diré luego.
—Me conviene saberlo muy pronto,
D, Angel,—repuso Fulgencio con tono
breve, y hubiérase dicho que amenaza
dor.
—No me ganas tú en saber lo que es
honradez,—replicó el joven.—Ea, ya es
tamos.
Entraron los tres en la casa, y antes
de que Petrilla pudiera preguntar nada,
exclamó Fulgencio:
—¿El señor ha estado aquí esta no
che?
—He estado aquí,—respondió precipi
tadamente el joven, sin dejar que respon
diera la niña,—para hablar a tu herma
na de un asunto que me interesa a mí
muchísimo.
—Usted dirá, D. Angel, aunque creo
que es conmigo con quien debía usted
hablar.
—Eso quedaba para después,—contes
tó el joven.—He venido para preguntar
a Petrilla si quería dispensarme el honor
de ser mi legítima esposa, y de haberme
dicho que sí, pedirte su mano.
—¡Casarse usted con Petrilla!, excla
mó sorprendido Fulgencio.
—La quiero con toda mi alma, desde
hace muchísimo tiempo, desde que jugá
bamos de niños.
—Y ella, ¿que le ha dicho a usted?
—Que no.
—Entonces, yo no puedo torcer su vo
luntad, agradeciendo su intención.
— Bueno, pues ya sabes lo que ha pa
sado y a lo que he venido, Fulgencio,—
repuso D. Angel.—Y ahora hasta más
ver.
¡Cómo!, ¿se marcha usted?, ¿con
este tiempo?,— exclamó Petrilla. Es
imposible ponerse en camino.
—No me importa el tiempo que hace,—
respondió D/Angel.—Ya nada tengo que
hacer aquí.
—Usted perdone, D. Angel, pero no
puedo consentir que se ponga usted en
camino con el río desbordado y el caba
llo medio muerto. Pase usted aquí la
noche, y mañana Dios dirá.
—Nc; mi tía estará intranquila.
—Yo iré a avisarla.
—No; me voy.
—Pues entonces, vamos los dos.
—No, Fulgencio. Nada me ha de pa
sar. De aquí al Coronil no hay peligro.
—Entonces, haga usted lo que mejor
le cuadre; pero antes de irse, he de repe
tirle lo que he dicho: aquí hay un hom
bre que le debe a usted la vida, y no
lo olvidará.
—Déjalo, Fulgencio, tú hubieras he
cho lo mismo. Ea, buenas noches.
Petrilla no dijo nada, pero en cuanto
hubo salido D. Angel, se echo a llorar
primero, y perdió el conocimiento des
pués, dejando atribuladísimo a su her
mano. Por fin, volyió en sí y exclamó:
—¿Se ha ido?
—¡Claro está! ¿Qué tenía que hacer
aquí? Le has dado calabazas; no digo
que no se las dieras, si ese es tu gusto,
pero comprendo que el pobre muchacho
no se sintiera muy satisfecho y se fuera.
Haz con él lo que te plazca, pero yo lo
olvido todo. Le dieron garrote a nuestro
padre, dicen que por salvar al suyo: él
me ha salvado a mí de morir ahogado,
con peligro de ahogarse él: vida por vi
da, está saldada la cuenta.
II
El marqués de San Sisenando, riquí
simo propietario de las Marismas, se ha
llaba en el colmo de su más ambicionada
gloria, cual era la de albergaren su pre
ciosa quinta, llamada Villa Teresa, a la
flor y nata de los Nemrods de la corte,