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VIDA POR VIDA
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1 del muerto y a los marqueses. Miss Ali
cia se marchó también sin derramar una
i lágrima.
> Terminado el duelo,habíase puesto don
. Angel en camino para el Coronil, y des
pués de dar algunas órdenes a su admi
nistrador, montó de nuevo en su caballo
1 y se puso en camino para la mina de plo-
1 mo, donde trabajaba Fulgencio como ca
pataz. Pidió por él, y en cuanto compa
reció le dijo:
—Dispensa si te saco de tu ocupación;
1 he venido para decirte que esta mañana
í he matado a un hombre.
—Si le ha matado Ud. es que lo me
recería,—respondió Fulgencio.
5 —Ha sido en desafío; me insultó, pero
no hubiera yo hecho gran caso si después
no hubiese osado lanzar una vil calum
nia contra tu hermana. Me cegué al oírlo;
le di de bofetadas, fuimos al terreno y
i le tocó a él caer.
Fulgencio miró fijamente al joyen y
i respondió:
—Gracias por lo que ha hecho Ud. don
5 Angel.
—Y ahora vengo a pedirte digas a Pe-
3 trilla que 5 r a no me verá más. En cuanto
1 Pase el tren, me voy a Cádiz y me em
barco para Buenos Aires,
i —Si yo me atreviese a pedirle a Ud.
3 un favor, le rogaría nos fuéramos a mi
3 casa a ver a Petrilla, y después haga Ud.
1 lo que quiera.
■ —No es menester; le dices lo ocurrido
y basta.
, ■—Le suplico a Ud. D. Angel que me
conceda la gracia que le pido.
3 Fulgencio avisó que tenía que mar-
i charse para volver luego, y montado en
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una jaca partió para el cortijo de la Pal
ma, al lado de D. Angel.
Era la una de la tarde y aparecía soli
tario el campo. Sorprendida Petrilla al
oír cómo se acercaba el ruido del trote
de los caballos, salió al exterior, y nopu-
diendo dominar su emoción, tuvo que
cogerse a la puerta para no caer desva
necida.
Descabalgaron los jinetes, y Fulgen
cio, dirigiéndose a su hermana, dijo:
—Ahí tienes a un hombre a quien de
bo la vida; ahí tienes a un hombre que
acaba de jugarse la suya por tí. Hubo
quien te infamó, y él le ha matado. Aho
ra se marcha a Buenos Aires; si tú pue
des impedirlo, quiero y te mando que lo
impidas-
—Yo haré por Ud. todo lo que estoy
obligada a hacer D. Angel.
—No estás obligada a nada; te quiero
tanto, que para mí no hay en el mundo
más dicha que la de merecer tu amor....
Si quieres ser mi esposa, yo te lo agra
deceré siempre, y verás si es verdad lo
que te digo.
Petrilla, sin parar mientes en lo que
podría decir y hacer Fulgencio, cogió la
mano de D. Angel y exclamó:
—Si tú me quieres, no me querrás nun
ca como te quiero yo.. .. Si te hubiese
visto casado con otra, me hubiera arro
jado al río. ¡Tuya soy!
La campana de la ermita de Santa Lu
cía repicó alegremente, señalando la ho
ra de volver al trabajo, terminada la
siesta.
Hasta la casuca llegaba el rumor de
los cantares de la vendimia.
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