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os dos niños eran a cual más
gracioso y hechicero.
Luis llevaba a Carmen un
año, y Carmen a Luis un dedo
de estatura. Así que cuando Luis quería
presumir de mayor, su hermana no se
apuraba gran cosa, porque si él realmen
te lo era, ella en cambio lo parecía: total
igual, como decía la niña echando atrás
con picaresco mohín su hermosa melena.
Como digo, los dos eran muy guapos.
El muchacho tenía los ojos grandes, osa
dos, y negro también el pelo, el cual lle
vaba rapado como un romano, en señal
de austeridad y desprecio del mundo. La
niña, puesta al sol, era rubia y le brilla
ban como oro los ricillos de la frente y
la parte alta de la melena: en la penum
bra, su pelo castaño casi llegaba a negro,
y al sol y a la sombra era una monada
de chiquilla.
El parecía, con aquella mirada altiva
y aquel aire apuesto, querer mandar so
bre todo un imperio, y así lo tenía pen
sado para cuando fuera grande. Ella,
para entonces, se contentaría con man
dar en su casa, que es el más grande im
perio del mundo.
Cuandos los chiquillos se dirigían a pa
(veciTo
D€ fletes
Por ENRIQUE MENENDEZ PELA YO
seo, custodiados por la vieja criada que
ya había zagaleado a su madre, pues mis
dos personajes florecieron en un tiempo
en que aún no había hayas, Luisito lle
vaba un aire un poquillo pedante y Car
men otro un poco meditabundo. Así ha
bían de ser luego en la vida.
Luis parecía un sabio; pero, bien mi
rado, no lo era: ella sí que lo era, aun
que no lo parecía. El trataba de humi
llarla, y hacíala burla, porque en su
colegio se daba una Geografía atroz de
grande y la de la niña parecía un cate
cismo. Carmen le cedía de buen grado
todos los laureles reservados al saber, y
se limitaba la pobre a imponerle su san
tísima voluntad siempre que jugaban.
El cómo sucedía esto no se sabe, pero lo
cierto es que el gran geógrafo jugaba a
las muñecas y a las casas, y dejaba dor
mir en su lecho de cartón más de tres
docenas de soldados de diferentes armas.
La rubita, en fin, empezaba a mostrar
aquel sexto sentido que un diputado an
daluz echaba de menos en su señoría, y
es el de hacerse cargo.
Claro está que Luisito no sabía nada
de estos misterios, pues de otro modo no
se hubiera visto quizás en la ridicula si
tuación que he de contar para afrenta del
sexo.
Era la víspera de los Reyes, Rezadas
sus oraciones con toda la formalidad que
podía exigirse en tal noche, dormían ya
los niños, cuando un ligero ruido, que
venía del gabinete inmediato, sacó a
Luis de su sueño. Mas como, a par con
el ruido, entraba por las junturas de la
poriiére el resplandor de una luz, fuése
aplacando el miedo que en un principio
sintió y haciendo lugar a la curiosidad.
Prestó, pues, atención, y, no bastán
dole toda la que ponía, ni tampoco alar-