Full text: Año 3.1914=No. 26 (1914002600)

PAGINAS DE SEMANA SANTA 
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nal del idumeo, todo había pasado sin 
sacudidas violentas. El segundo Hero- 
des, tetrarca de Galilea, ocupaba, cuan 
do subía a Jesusalén, el antiguo alcázar 
de los Macabeos; y, aunque de hecho el 
procurador romano hubiese ocupado su 
sitio en el palacio paterno, Herodes fi 
guraba aún como dueño nominal del 
mismo, pues aquellas construcciones es 
pléndidas seguían denominándose con 
orgullo: el palacio de Herodes. 
Los extranjeros que acudían a Jerusa- 
lén para las Pascuas, quedaban admira 
dos desde lejos por la imponente mole 
de aquel palacio con sus tres torres, sus 
muros enormes, y su aspecto amenaza 
dor de fortaleza, levantándose a pico so 
bre el valle, a una altura de doscientos 
pies; mientras por el lado de oeste se 
desplegaban en suave declive sus jardi 
nes, guarnecidos de chumberas, áloes y 
adelfas, extensos jardines en los cuales 
el agua, con gran esfuerzo conducida, 
manaba por doquiera en claras fuentes. 
A. la orilla de aquellas acequias se agita 
ban vistosos fenicópteros, al atardecer, 
cuando el calor se mitigaba, y en las 
umbrías, al pie de los árboles y de los 
altos muros, matas de violetas y de li 
nos cárdenos daban su perfume a las 
brisas. 
Era un palacio espléndido. El lujo in 
solente de Herodes se ostentaba hasta 
en las paredes y techos de labrado cedro 
con incrustaciones de berilo y ágata. 
Columnas y pórticos de mármol; cortina 
les preciosos; arcas y mesas cinceladas; 
lámparas curiosamente recogidas de an- 
t'guos monumentos y colgadas como en 
los templos o puestas sobre altos cande 
mos de bronce; profusión de almoha 
dones, mamparas y velos, haciendo alar 
de, aquí y allá, de aquellos fastuosos 
bordados que se vendían al precio en oro 
de diez veces lo que lo que pesaban: to 
do en aquella mansión denotaba una re 
busca refinada de lo más suntuoso, re 
busca desconocida en otros países: 
Allí en el gineceo—pues se guardaban 
cuidadosamente los nombres y la distri 
bución de las casas romanas en medio de 
aquella decoración asiática—veíanse lam 
parillas con aceite de cedro, que, dormi 
tando en copas de alabastro, conserva 
ban una incierta claridad, mientras du 
raba toda aquella noche de Nisán. Un 
lecho de marfil, revestido de púrpura, 
se destacaba sobre tupidas alfombras. 
Más allá se veían espejos ovalados y ba 
jos escabeles; sobre bandejas de cobre, 
jarros llenos de vino de Tiro; pastas de 
almendra y de rosa, confituras, frutas 
exquisitas se amontonaban en ricas pa 
teras. Había esclavos encargados de cui 
dar minuciosamente todos aquellos por 
menores de un lujo que Claudia Procla 
desdeñaba. 
Causaba, por cierto, extrañeza ver a 
la esposa de Pilato en medio de aquella 
decoración que tanto contrastaba con 
ella. ¡Se la veía tan ajena a la raza y al 
país de Oriente! Grave, fría y severa 
mente hermosa, con la mirada altiva y 
la boca de líneas enérgicas y puras, lie 
gada ya a esa edad que aja las bellezas 
frágiles, pero que en las otras acentúa 
el sello del alma soberana, Claudia Pro 
cla parecía más bien nacida para vi 
vir en la austeridad de la antigua Ro 
ma de los Catones, que para adaptar 
se a la vida de aquel Oriente afeminado 
y corrompido. Aquella mujer había he 
redado las cualidades todas de las razas 
fuertes de que descendía. Sin embargo, 
no se veían dioses lares en sus habitacio 
nes suntuosas: desterrados estaban de 
allí los trípodes de bronce, para ofrecer 
les incienso, y hasta aquellas exquisitas 
estatuillas de marfil, guardadoras del 
hogar, de las cuales no sabían separar 
se las matronas romanas. Decíase que 
sentía inclinación al culto del Dios invi 
sible, y que abandonaba los símbolos de 
divinidades caducas. 
Sentada en uno de aquellos sitiales en 
forma de sillas enrules, que había orde 
nado poner a trechos, pues no podía su 
frir las posturas abandonadas y el mo 
do de sentarse a la oriental, sobre al 
mohadones o alfombras, Claudia Procla 
dejaba divagar sus miradas sin fijarlas 
en objeto alguno, calmosa, pero tan pá 
lida, que se la hubiera tomado por una 
de aquellas estatuas marmóreas que, allá 
lejos, en la campiña romana, presidían 
el reposo de las tumbas. Aquella noche 
mandó a las mujeres de su servidumbre 
que se retiraran. Desde la víspera no se 
había tendido en aquel lecho de púrpura 
en que de ordinario dejaba volar sus 
tranquilos sueños; y si por momentos 
dormitaba en el silencio de la noche
	        
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