PAGINAS DE SEMANA SANTA
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nal del idumeo, todo había pasado sin
sacudidas violentas. El segundo Hero-
des, tetrarca de Galilea, ocupaba, cuan
do subía a Jesusalén, el antiguo alcázar
de los Macabeos; y, aunque de hecho el
procurador romano hubiese ocupado su
sitio en el palacio paterno, Herodes fi
guraba aún como dueño nominal del
mismo, pues aquellas construcciones es
pléndidas seguían denominándose con
orgullo: el palacio de Herodes.
Los extranjeros que acudían a Jerusa-
lén para las Pascuas, quedaban admira
dos desde lejos por la imponente mole
de aquel palacio con sus tres torres, sus
muros enormes, y su aspecto amenaza
dor de fortaleza, levantándose a pico so
bre el valle, a una altura de doscientos
pies; mientras por el lado de oeste se
desplegaban en suave declive sus jardi
nes, guarnecidos de chumberas, áloes y
adelfas, extensos jardines en los cuales
el agua, con gran esfuerzo conducida,
manaba por doquiera en claras fuentes.
A. la orilla de aquellas acequias se agita
ban vistosos fenicópteros, al atardecer,
cuando el calor se mitigaba, y en las
umbrías, al pie de los árboles y de los
altos muros, matas de violetas y de li
nos cárdenos daban su perfume a las
brisas.
Era un palacio espléndido. El lujo in
solente de Herodes se ostentaba hasta
en las paredes y techos de labrado cedro
con incrustaciones de berilo y ágata.
Columnas y pórticos de mármol; cortina
les preciosos; arcas y mesas cinceladas;
lámparas curiosamente recogidas de an-
t'guos monumentos y colgadas como en
los templos o puestas sobre altos cande
mos de bronce; profusión de almoha
dones, mamparas y velos, haciendo alar
de, aquí y allá, de aquellos fastuosos
bordados que se vendían al precio en oro
de diez veces lo que lo que pesaban: to
do en aquella mansión denotaba una re
busca refinada de lo más suntuoso, re
busca desconocida en otros países:
Allí en el gineceo—pues se guardaban
cuidadosamente los nombres y la distri
bución de las casas romanas en medio de
aquella decoración asiática—veíanse lam
parillas con aceite de cedro, que, dormi
tando en copas de alabastro, conserva
ban una incierta claridad, mientras du
raba toda aquella noche de Nisán. Un
lecho de marfil, revestido de púrpura,
se destacaba sobre tupidas alfombras.
Más allá se veían espejos ovalados y ba
jos escabeles; sobre bandejas de cobre,
jarros llenos de vino de Tiro; pastas de
almendra y de rosa, confituras, frutas
exquisitas se amontonaban en ricas pa
teras. Había esclavos encargados de cui
dar minuciosamente todos aquellos por
menores de un lujo que Claudia Procla
desdeñaba.
Causaba, por cierto, extrañeza ver a
la esposa de Pilato en medio de aquella
decoración que tanto contrastaba con
ella. ¡Se la veía tan ajena a la raza y al
país de Oriente! Grave, fría y severa
mente hermosa, con la mirada altiva y
la boca de líneas enérgicas y puras, lie
gada ya a esa edad que aja las bellezas
frágiles, pero que en las otras acentúa
el sello del alma soberana, Claudia Pro
cla parecía más bien nacida para vi
vir en la austeridad de la antigua Ro
ma de los Catones, que para adaptar
se a la vida de aquel Oriente afeminado
y corrompido. Aquella mujer había he
redado las cualidades todas de las razas
fuertes de que descendía. Sin embargo,
no se veían dioses lares en sus habitacio
nes suntuosas: desterrados estaban de
allí los trípodes de bronce, para ofrecer
les incienso, y hasta aquellas exquisitas
estatuillas de marfil, guardadoras del
hogar, de las cuales no sabían separar
se las matronas romanas. Decíase que
sentía inclinación al culto del Dios invi
sible, y que abandonaba los símbolos de
divinidades caducas.
Sentada en uno de aquellos sitiales en
forma de sillas enrules, que había orde
nado poner a trechos, pues no podía su
frir las posturas abandonadas y el mo
do de sentarse a la oriental, sobre al
mohadones o alfombras, Claudia Procla
dejaba divagar sus miradas sin fijarlas
en objeto alguno, calmosa, pero tan pá
lida, que se la hubiera tomado por una
de aquellas estatuas marmóreas que, allá
lejos, en la campiña romana, presidían
el reposo de las tumbas. Aquella noche
mandó a las mujeres de su servidumbre
que se retiraran. Desde la víspera no se
había tendido en aquel lecho de púrpura
en que de ordinario dejaba volar sus
tranquilos sueños; y si por momentos
dormitaba en el silencio de la noche