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cés a la rama primogénita de los Bor
bolles y elevó a Luis Felipe. ¿Qué ex
traños reflujos se operaron entonces en
su ánimo? ¿Aguardaría el descendiente
del Gran Corso, en su «Santa Helena
moral», un llamado de Francia, la no
ble nación entusiasta, inteligente y he
roica hacia la cual volaba de continuo
su espíritu? ¿Fué el desengaño dema
siado cruel para esa alma joven y adus
ta, tempranamente azotada por la fa
talidad? Es lo cierto que, desde poco
después arranca su exaltación y luego
su fatiga, la postración desesperada
que acrecentó su mal y le condujo al
sueño inacabable.
En 1831, su enfermedad, una tisis
pulmonar, a lo que parece, se presen
tó con graves caracteres. Los cuidados
del médico Malfatti, fueron vanos. El
facultativo, por lo demás, aconsejó un
viaje a paises soleados, de cielo azul,
de belleza serena, pero el gobierno
austríaco impidió la partida y el pri
sionero melancólico siguió en su jaula
real, llena de pompas sarcásticas.
Su salud siguió empeorando hasta
hacerse visibles los progresos del mal.
«Morir tan joven; decía el príncipe; mi
nacimiento y mi muerte, he ahí los
únicos recuerdos que dejaré».
Poco tiempo después pidió con in
sistencia qué fuera llamada su madre.
Esta accedió al ruego conmovedor y
trajo consigo una cuna que la ciudad
de París la había regalado el día del
nacimiento de su hijo. Viendo el artís
tico mueble decía el enfermo a los que
le rodeaban: «Dejadlo cerca de mí; esa
cuna y mi lecho, he ahí los dos extre
mos de mi vida. No hay entre este
lecho que pronto será mi tumba, y esa
cuna, nada más que mis veinte y un
años, mi nombre y mis dolores». (Rela-
de M. Fayot).
El 22 de Julio de 1832, a las 4 y
media de la tarde comenzó la agonía
del príncipe. Conservando toda su ra
zón, el rey de Roma monologaba, cla
vada la ^vista a lo lejos, como hacia
una visión ausente. De sus labios sa
lieron estas palabras desarticuladas:
«Si... sin gloria..., por la Francia
.... oh! mi padre!»
A las 5 de la tarde expiraba. Fran
cisco II de Austria ordenó que se gra
vara sobre la tumba de su nieto una
inscripción que comenzaba con esta
frase: «A la eterna memoria de José
Carlos Francisco, duque de Reichstadt,
hijo de Napoleón, emperador de los
franceses, y de María Luisa, archidu-
queza de Austria, nacido en París el
20 de Marzo de 1811».
Yo prefiero dice un historiador fran
cés, el epitafio que el duque de Reichs
tadt preparó para su tumba algunos
instantes antes de morir:
Aquí yace el hijo del gran Napoleón!
Nació Iiey de Roma
Murió coronel austríaco!!
Un mes más tarde, Víctor Hugo, es
cribía estos versos que glosaban la céle
bre fiase «El destino es mío», de Napo
león:
Non, l’avenir n’est á personne!
Sireí l’avenir est à Dieu!
A chaqué fois que l’heure sonne,
Tout ici has nous dit adieu.
Enrique Boudisnave.