Letras
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que se colocase como guardias a querubines
armados de filosos sables...
Ella. — Sería que aún no habían comido de
la divina manzana, ignorando así lo que era
el bien y el mal.
El. — Sí que comieron.
Ella. — ¿Y no estaban expulsados todavía?
El. — (Sonriendo). Aquí precisamente co
mienza el episodio. Desconociendo el mal,
Adán so pasea tranquilamente por las alamedas
del Paraíso y halla una hormosa manzana col
gada de un árbol
Ella. — ¡Otra vez una manzana!
El. — Y hermosa también; una tentación
para la vista, como diría la Biblia; una manza
na delicadamente roja, cual fresca mañana.
Ella. — ¿Y le agradó?
El. — Ciertamente. La boca se le «hizo
agua.»
Ella. — ¿Y la arrancó?
El. — Esto está prohibido en el Paraíso.
Limitóse a pedir. Se detuvo ante el árbol, lo
saludó con fineza, y díjole: «Arbol, buen ár
bol, regálame tu manzana, pues quiero comerla.
Ella. — ¿Y negóse el árbol?
El. — No. Mas fijó su condición. «Adán
generoso Adán, contestó el árbol, tú puedes
tomar la manzana, pero sin separarla de mí.
Puedes comerla, más también a mi deberás co
merme. Tendrás que comerlo todo: la manza
na. las hojas, las ramas, el tronco y hasta las
raíces». - '
Ella. — ¡Ja! ¡jal ¡ja!
El. — También Adán se reía. Pero el árbol
hablaba con seriedad. «No debes comerme de
una sola vez. añadió, sino con el tiempo, en el
trascurso de tu vida. Deberás comerme coti
dianamente, a cada hora, a cada minuto, a ca
da segundo, sin intermisión alguna.
Ella. - ¿Y él?
El. — Ya conocía el bien y el mal.
(Pausa)
Ella. — También heme yo acordado de una
historieta.
El. — Cuéntala, si se refiere al asunto.
Ella. — Esto no pasó en el Paraíso, pero sí
en un sitio semejante: en una selva primitiva.
Y no era Adán el protagonista, sino un con
génere suyo, un salvaje. Tenía el cuerpo sal
picado de distintos colores y pintados sabre la
garganta, en lugar de perlas, una dentadura y
animales raros, y sobre la cabeza llevaba una
corona de plumas varias. Traía en la mano
un arco. Levantando cierta vez la cabeza, vió
revolotear allá arriba un extraño pájaro, ador
nado con una pluma dorada, que era una ten
tación para la vista, un divino rayo matutino...
Y gustóle la pluma, porque la necesitaba para
su diadema.
El — ¿Y le lanzó una saeta?
Ella — Era demasiado alto y brioso el vue
lo del ave para que la saeta pudiera alcan
zarla...
El — ¿Preparóla una trampa?
Ella. — No. Bogó: «Pajaro, pájaro, yo ne
cesito tu pluma... Detente y te mataré. No me
serviré do tu cuerpo, solamente tomaré la plu
ma, tu brillante pluma que...
El — ¿Y?
Ella. — Antes de que concluyera, el pájaro
se había volado. (Se va apresuradamente).
El — He ahí el problema...
La Vestal
Del fuego pensaba así el hombre primitivo:
«El fuego proporciona calor y quita el frío;
el frío es la muerte, el calor es vida. La fuen
te de la vida es el fuego».
«El fuego ahuyenta las fieras de la selva; el
fuego es útil».
«Madre de la luz es la lumbre. La luz ahuyen
ta las sombras de lo noche...; el fuego es bueno».
«Puro es el fuego, y todo lo purifica; el fue
go es un santuario».
«El sol, la luna y las estrellas, todo lo que
brilla hállase en el cielo. Desde allí debía un
Dios conceder por misericordia el fuego al
hombre. Porque ¿qué sería del hombre si no
tuviera un fuego?»
Así meditaban nuestros antepasados y man
tenían en sus templos un fuego sagrado y pu
ro, al que prodigaban especial veneración.
Para custudiarlo fué escogida la virgen: lo
más noble, lo más puro y más delicado.
Como a sus propias pupilas cuidaba la vir
gen el sacro fuego del templo. Sacrificaba su
vida en aras de lo supremo o de lo sagrado o
del símbolo que los encarnaba... Al fuego con
sagraba su corazón y su virginidad. Avivába
lo con su aliento, quemaba en él incienso y lo
mantenía siempre vivo y puro.
Pero si sucedía que la vestal olvidaba por
un instante su misión, se apartaba del altar y
salía del templo dejando que el fuego se ex
tinguiese, entonces, ¡ay de ella!:
Arrojábanla viva a un hoyo y la enterraban...
Cierta vez fué sitiada una ciudad griega.
Aspecto fatal adquirió la lucha entre sitia
dores y sitiados.
Y la victoria está lejana aún.
Muros inexpugnables rodean la ciudad, y enor
mes proyectiles son lanzados contra ellos.
Héroes denodados se abalanzan contra sus
puertas, pero otros no menos intrépidos las
defienden.
El número de los atacantes es idéntico al
de Iob defensores.
E igual es la cantidad de dardos lanzados
desde lo alto de los muros a la que envía des
de abajo el enemigo.
Y raramente deja alguna de dar en el blanco.
Y el número de muertos tumbados a los
pies de los sitiadores es el mismo que el de
los que caen de los muros.
Arrodillada ante el altar, con la vista fija
en el fuego, aguarda en vano la sacerdotisa
alguna señal de triunfo.