Full text: 1.1915=Nr. 3 (1915000103)

Letras 
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que se colocase como guardias a querubines 
armados de filosos sables... 
Ella. — Sería que aún no habían comido de 
la divina manzana, ignorando así lo que era 
el bien y el mal. 
El. — Sí que comieron. 
Ella. — ¿Y no estaban expulsados todavía? 
El. — (Sonriendo). Aquí precisamente co 
mienza el episodio. Desconociendo el mal, 
Adán so pasea tranquilamente por las alamedas 
del Paraíso y halla una hormosa manzana col 
gada de un árbol 
Ella. — ¡Otra vez una manzana! 
El. — Y hermosa también; una tentación 
para la vista, como diría la Biblia; una manza 
na delicadamente roja, cual fresca mañana. 
Ella. — ¿Y le agradó? 
El. — Ciertamente. La boca se le «hizo 
agua.» 
Ella. — ¿Y la arrancó? 
El. — Esto está prohibido en el Paraíso. 
Limitóse a pedir. Se detuvo ante el árbol, lo 
saludó con fineza, y díjole: «Arbol, buen ár 
bol, regálame tu manzana, pues quiero comerla. 
Ella. — ¿Y negóse el árbol? 
El. — No. Mas fijó su condición. «Adán 
generoso Adán, contestó el árbol, tú puedes 
tomar la manzana, pero sin separarla de mí. 
Puedes comerla, más también a mi deberás co 
merme. Tendrás que comerlo todo: la manza 
na. las hojas, las ramas, el tronco y hasta las 
raíces». - ' 
Ella. — ¡Ja! ¡jal ¡ja! 
El. — También Adán se reía. Pero el árbol 
hablaba con seriedad. «No debes comerme de 
una sola vez. añadió, sino con el tiempo, en el 
trascurso de tu vida. Deberás comerme coti 
dianamente, a cada hora, a cada minuto, a ca 
da segundo, sin intermisión alguna. 
Ella. - ¿Y él? 
El. — Ya conocía el bien y el mal. 
(Pausa) 
Ella. — También heme yo acordado de una 
historieta. 
El. — Cuéntala, si se refiere al asunto. 
Ella. — Esto no pasó en el Paraíso, pero sí 
en un sitio semejante: en una selva primitiva. 
Y no era Adán el protagonista, sino un con 
génere suyo, un salvaje. Tenía el cuerpo sal 
picado de distintos colores y pintados sabre la 
garganta, en lugar de perlas, una dentadura y 
animales raros, y sobre la cabeza llevaba una 
corona de plumas varias. Traía en la mano 
un arco. Levantando cierta vez la cabeza, vió 
revolotear allá arriba un extraño pájaro, ador 
nado con una pluma dorada, que era una ten 
tación para la vista, un divino rayo matutino... 
Y gustóle la pluma, porque la necesitaba para 
su diadema. 
El — ¿Y le lanzó una saeta? 
Ella — Era demasiado alto y brioso el vue 
lo del ave para que la saeta pudiera alcan 
zarla... 
El — ¿Preparóla una trampa? 
Ella. — No. Bogó: «Pajaro, pájaro, yo ne 
cesito tu pluma... Detente y te mataré. No me 
serviré do tu cuerpo, solamente tomaré la plu 
ma, tu brillante pluma que... 
El — ¿Y? 
Ella. — Antes de que concluyera, el pájaro 
se había volado. (Se va apresuradamente). 
El — He ahí el problema... 
La Vestal 
Del fuego pensaba así el hombre primitivo: 
«El fuego proporciona calor y quita el frío; 
el frío es la muerte, el calor es vida. La fuen 
te de la vida es el fuego». 
«El fuego ahuyenta las fieras de la selva; el 
fuego es útil». 
«Madre de la luz es la lumbre. La luz ahuyen 
ta las sombras de lo noche...; el fuego es bueno». 
«Puro es el fuego, y todo lo purifica; el fue 
go es un santuario». 
«El sol, la luna y las estrellas, todo lo que 
brilla hállase en el cielo. Desde allí debía un 
Dios conceder por misericordia el fuego al 
hombre. Porque ¿qué sería del hombre si no 
tuviera un fuego?» 
Así meditaban nuestros antepasados y man 
tenían en sus templos un fuego sagrado y pu 
ro, al que prodigaban especial veneración. 
Para custudiarlo fué escogida la virgen: lo 
más noble, lo más puro y más delicado. 
Como a sus propias pupilas cuidaba la vir 
gen el sacro fuego del templo. Sacrificaba su 
vida en aras de lo supremo o de lo sagrado o 
del símbolo que los encarnaba... Al fuego con 
sagraba su corazón y su virginidad. Avivába 
lo con su aliento, quemaba en él incienso y lo 
mantenía siempre vivo y puro. 
Pero si sucedía que la vestal olvidaba por 
un instante su misión, se apartaba del altar y 
salía del templo dejando que el fuego se ex 
tinguiese, entonces, ¡ay de ella!: 
Arrojábanla viva a un hoyo y la enterraban... 
Cierta vez fué sitiada una ciudad griega. 
Aspecto fatal adquirió la lucha entre sitia 
dores y sitiados. 
Y la victoria está lejana aún. 
Muros inexpugnables rodean la ciudad, y enor 
mes proyectiles son lanzados contra ellos. 
Héroes denodados se abalanzan contra sus 
puertas, pero otros no menos intrépidos las 
defienden. 
El número de los atacantes es idéntico al 
de Iob defensores. 
E igual es la cantidad de dardos lanzados 
desde lo alto de los muros a la que envía des 
de abajo el enemigo. 
Y raramente deja alguna de dar en el blanco. 
Y el número de muertos tumbados a los 
pies de los sitiadores es el mismo que el de 
los que caen de los muros. 
Arrodillada ante el altar, con la vista fija 
en el fuego, aguarda en vano la sacerdotisa 
alguna señal de triunfo.
	        
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