306
LETRAS
de fiesta. Aquel «primer pedazo de cielo
que vimos desde el umbral de nuestra casa »
parece que ella llevara impreso como en
una placa fotográfica, en la retina de su¡
espíritu. El cielo, los campos, las selvas,
los horizontes paraguayos, contemplados a
la luz de sus recuerdos, la llenan todavía
de embeleso; y siente incurable nostalgia
de aquella sociabilidad patriarcal, de cos
tumbres tan sobrias y patrióticas, en que
se formó y vivió, y en cuyo periodo todo
el país era «un pueblo feliz en medio de
un paraíso de la naturaleza».
El último eco triste que le ha llegado de
la patria ha sido la reciente muerte de su
hermana la Señora Isidora Acosta de Arte-
cona, y con cuya muerte se ha roto un
eslabón más de la cadena de recuerdos y
afectos que 1.a une a la tierra natal. De
las que fueron sus amigas y contemporá
neas muy pocas sobreviven todavía.
Es germanista ultra, grande admiradora
de la poderosa Alemania. Considera a los
alemanes como los primeros soldados del
mundo, porque están peleando, dice, con
el patriotismo y la bravura del paraguayo,
hace medio siglo.
Todo su punto de comparación arranca
del Paraguay pasado, el recuerdo de cuya
grandeza lleva como cristalizado en el cere
bro; y así, su orgullo patriótico, su altivez
de paraguaya sufre una dolorosa conmoción
cada vez que los diarios, en gruesos carac
teres publican noticias con este encabeza
miento fatídico: “Una revolución más en
el Paraguay—El Paraguay chapotea en un
charco de sangre ”, etc. En tales mo
mentos su patriotismo se irrita y se su
bleva contra la demagogia recalcitrante, em
peñada en desacreditar y llenar de lodo a
la civilización política paraguaya, y en dar
motivos a que nos sean aplicables estos
juicios depresivos de un escritor europeo,
al estudiar las modalidades latino-ameri
canas: «Viven en repúblicas de vaude-
ville, donde no hay sino revoluciones en
la mañana, toros en la tarde y un nuevo
gobierno al día siguiente».
Entre ■ los contemporáneos el paraguayo
que merece su más sincera admiración es
el aviador Teniente Silvio Pettirossi, cuyas
hazañas aéreas que ha contemplado con
delirio, a veces con espanto, colman su
vanidad patriótica y le parecen «dignas de
los paraguayos de antes».
El motivo que originó la salida de Do
ña Cándida del Paraguay daría tema su
ficiente para un poema; pero nosotros só
lo vamos a referirlo en sencilla prosa, uti
lizando, al efecto, algunas páginas de unas
memorias íntimas, escritas por el prota
gonista, algún tiempo después de su en
cuentro, asociando sus recuerdos a los de
su señora madre, y en colaboración con ésta.
Antes de seguir adelante conviene tener
presente que cuando los acorazados bra
sileros bombardearon la ciudad de Asun
ción, a principios de 1869, el niño Adol
fo, de 5 años de edad, hijo de Doña
Cándida, se hallaba en el puerto abordo
de uno de los buques de guerra paragua
yos— siémpre con los fuegos encendidos—,
llevado allí, a paseo, por el Capitán de
Navio Romualdo Núñez, el valeroso com
pañero del Teniente Andrés Herreros en
la expedición a Matto - Qrosso. Con la
aparición repentina de los buques brasi
leros, el resto de la escuadrilla paraguaya,
con el niño abordo de uno de los bu
ques, se retiró precipitadamente hacia el
Norte y la madre se transladó a Luque,
junto con las demás familias que abandona
ban, por orden suprema y en términos
perentorios de algunas horas, la Asunción.
Desde entonces empieza la separación y
pérdida de su hijo Adolfo, con el cual no
se volvió a encontrar sino tres años des :
pués, en el Brasil. Cuando^ los buques
paraguayos, para no caer a manos del
enemigo, fueron quemados y echados a
pique en el Yhagüy, Adolfo quedó en po
der de un mozo de cámara, a cuyo cui
dado fué encomendado, y el cual cum
plió fielmente el encargo hasta caer pri
sionero, después de la acción de Piribe
buy. Allí comenzó la triste peregrinación
del niño perdido, que desde el Yhagüy
hasta Piribebuy y de Piribebuy hasta Pa
nadero, siguió la ruta del ejército enemigo
en operaciones, yendo a parar a la ciu
dad de Pelotas, en Río Grande del Sud.
De esa odisea dan una pálida idea los
párrafos que siguen, de una conmovedora
elocuenncia, en su sencillez: