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inesperada: el Congreso de Colombia, obe
deciendo a las sujestiones ambiciosas de
Santander, pretestando que el Libertador
había asumido la dictadura del Perú, le de
rogaba las facultades extraordinarias que
tenía desde 1821, y le privaba del mando
del ejército, nombrando a Sucre general
en gefe.
XIV
A fines de octubre, el virey Laserna con
todas sus tropas se puso en marcha y pasó
el Apurimac. El 2 de diciembre los ejér
citos se avistaron en la pampa de Matará:
allí debía librarse la última batalla de la
guerra de la independencia.
El ejército patriota, dispuesto y entusias
ta, deseaba la pelea. El 5, Sucre recibió
comunicaciones del Libertador en que este
le anunciaba cpie no debía contar con más
auxilios. En la tarde del día 8, la tropa
realista, fuerte de nueve mil trescientas pla
zas con catorce piezas de artillería, acam
pó en la parte occidental de la montaña
de Condorcanqui, a tiro de cañón de las
posiciones patriotas, cuya retirada desde
aquel momento quedó cortada. El cam
po de ayacucho quedaba en medio: la ba
talla era irremediable al día siguiente.
El 9 de diciembre, al alba, las dianas
distintas de los dos ejércitos resonaron al
mismo' tiempo, perdiendo unidas su éco en
la sierra agreste de Condorcanqui. Sucre
extendió una línea angulosa en columnas
cerradas, en el llano, donde debían espe
rar el ataque. El general Córdoba man
daba la derecha con cuatro batallones co
lombianos; Lamar la izquierda con tres ba
tallones, la Legión Peruana y los Húsares
de Junin; Miller el centro con la caballe
ría; Lara la reserva. En todo cinco mil
setecientos soldados con un solo cañón.
A las once de la mañana empezó el ata
que: Vald.és con cuatro batallones esco
gidos inició el fuego avanzando sobre La-
mar, que cedió al ímpetu; pero auxiliado
por el batallón Vargas, se reorganizó, para
cargar luego con los vencedores y los Hú
sares de Junin, hasta arrollar la división
enemiga, al mismo tiempo que por otro
lado se decidía la batalla.
Cuando la carga de Valdés hizo retro
ceder a la infantería patriota, un joven mi
litar que había peleado en Boyacá y obte
nido el grado de general a los veintidós
años, levantando el primero la bandera de
Colombia en la plaza de Quito, el general
Córdoba, recibió orden ele atacar el centro
realista. Entonces, en aquel instante su
premo y decisivo, desmontóse, mató a su
caballo con la espada, como Espartaras
en el día de su última batalla, para no te
ner el recurso de huir en la derrota,—y di
rigiéndose altivo a sus soldados lanzó un
grito de guerra: «Armas a discreción.
¡ Adelante al paso de vencedores !»
Y al frente de sus filas marchó denodado
al ataque: deshizo 1 los batallones de Villa-
bobos, arrolló al Imperial Alejandro, no de
jó desplegar a los batallones de Monet, en
volvió el resto de la reserva realista, trepó
la montaña y no se detuvo hasta aprisio
nar el virey Laserna, resolviendo con esta
hazaña el éxito de la jornada.
La batalla de Ayacucho no tiene igual
en la guerra americana: quedaron prisio
neros el Virey, diez brigadieres, ochenta y
cuatro gefes, cuatrocientos ochenta y cua
tro oficiales y tres mil doscientos soldados.
El número de muertos alcanzó a mil cua
trocientos, el de heridos a setecientos,—el
resto quedó disperso.
«La campaña del Perú está terminada,
su independencia y la paz de América se
han firmado en el campo de batalla», di
jo en su parte de victoria el que desde
aquel día fué el gran mariscal de Aya-
cucho.
Era en realidad un supremo acontecimien
to. «El general Sucre, dijo Bolívar al sa
ber la fausta nueva, es el padre de Aya-
cucho: él es el redentor de los Hijos
del Sol; el que ha roto las cadenas con
Incas. La posteridad lo representará con
un pié en el Pichincha y otro en el Poto
sí, llevando en sus manos la cuna de Man-
co-Capac y contemplando las cadenas rotas